Taller de Amereida 1999

De Casiopea



Asignatura(s)Taller de Amereida
Año1999
Tipo de CursoOtro
TalleresARQ 2º, ARQ 3º, ARQ 4º, ARQ 5º, DG 2º, DG 3º, DG 4º, DO 2º, DO 3º, DO 4º
ProfesoresJaime Reyes, Alberto Cruz, Manuel Sanfuentes, Andrés Garcés
Palabras Claveamereida, poética, arquitectura, diseño
Carreras RelacionadasArquitectura, Diseño Gráfico"Diseño Gráfico" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property., Diseño Industrial"Diseño Industrial" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property.

Estudiantes

Clases de Jaime Reyes. Cartas al Taller de Amereida

Clase 01. Primera Carta

Estimados

Ya que hablábamos de mar... y expresamente de éste; el Mar Caribe. Que hablar no va por saber ni por mostrar. Que no se trata de aprender ni de demostrar. Esta carta que viene a propósito de una primerísima destinada en Carlos Covarrubias, viene también -para ustedes- como la apertura o inicio de una conversación. Conversación así dicha en sí misma y llena de cifras que ya resolveremos más adelante.

Se trata, ahora entonces, de los hombres que habitaron este mar durante el siglo XVII, exactamente entre 1620 y 1680. Son 60 años que tuvieron sangre para el Caribe y plenitud para la “Cofradía de los Hermanos de la Costa”; acaso la más extraordinaria agrupación de piratas que conoce la historia. Y si de historia he hecho mención, pues bien conviene revisar brevemente algunas de sus señales.

Cristóbal Colón había fundado “La Española” en la costa caribeña de lo que actualmente es La República Dominicana. Sin embargo, el afán conquistador español iba por oro y tierras; esas fueron sus arras, por lo que estas fundaciones iniciales no avanzaron de ser caseríos, para pronto ser abandonadas o apenas convertirse en lugares de mero paso. Aquí llegaron los renegados y presidiarios fugitivos; los ex esclavos, lo desertores y los vagamundos de todas las naciones y de todos los climas (excepto españoles). Se reunieron aquí bajo un sólo y fundamental precepto: la libertad.

Al comienzo llevaron sólo una vida dura y primitiva; recolectores de fruta, cazadores de algunos animales cuya carne secaban para luego ahumar con humo de madera verde. Esta carne ahumada era llamada “bucan” por los indígenas arawacos, y quienes comerciaban con este producto con los barcos no españoles que arribaban a las américas, comenzaron a llamarse bucaneros. Este comercio -ilegal según las leyes españolas- es reprimido y La Española es atacada por los ejércitos del imperio. Este ataque es el verdadero inicio de los cuentos.

Los bucaneros sobrevivientes se reagrupan y se guarecen en la isla “La Tortuga”, al norte de Haití. Si hasta ese momento habían sido cazadores e incluso ganaderos, ahora se van a convertir en un grupo que busca unión para defenderse, ahora van ellos a dar los primeros golpes en lugar de recibirlos. Piensan que es la única forma de mantener lo fundamental: la libertad. Ahora son un cuerpo o corpus mayor que se ordena bajo una suerte de constitución cuyas leyes y reglas jamás fueron escritas en documento alguno. Se mantenían vivas en la voz:

Se vive en La Tortuga sin prejuicio de religión ni de nacionalidad (en tiempos que en Europa existen profundas divisiones debido a la reforma de Lutero y las luchas entre los imperios colonialistas)

No existe la propiedad privada ni individual. En la isla jamás se dividió la tierra en lotes y los barcos eran de uso común; cualquiera puede tomar el que desee para llevar acabo una expedición.

La Cofradía no interviene en la libertad de cada cual, no hay impuestos ni policía. Los problemas entre filibusteros -que así se llaman desde que asaltan barcos y ciudades- se arreglan hombre a hombre.

Nadie está obligado a combatir en las expediciones. Se abandona a la Hermandad en cualquier instante y no hay persecuciones ni por traición o abandono o venganza.

No se admiten mujeres (de raza blanca).

En esta constitución no existe ni un solo deber para con la comunidad. Es una sociedad masculina y no se preocupa de los más desprotegidos. Funciona siempre la ley de la eliminación natural: el más fuerte vence sobre el más débil. Aquí se autoriza todo lo que cada uno quiere hacer y se prohibe lo que a nadie interesa.

Nombraban a un “gobernador” que era en verdad un jefe militar que en tiempos de paz poca autoridad o poder poseía. Y he aquí un asunto extraordinario; el gobernador era elegido, lo que resulta ser una situación democrática completamente revolucionaria para tiempos en que el poder es depositado directamente por Dios en reyes y príncipes.

Esta es una sociedad anarquista y utópica que tuvo lugar y momento. Una sociedad que extravió a propósito los puentes que la unían con otras sociedades para condenarse a un extrañamiento imposible e infecundo. No le interesa si el mundo la considera dentro o fuera de sus leyes, sólo cuenta que sus hombres sean y permanezcan libres.

La leyenda en torno a ellos los ha convertido en héroes a pesar de lo sanguinarias y despiadadas que fueron sus empresas. Son personajes simpáticos para el cine y para la literatura. Pero aún por sobre estas equivocadas visiones tan arraigadas ya en el inconciente colectivo e histórico, surge una buena pregunta; ¿por qué los transgresores de la ley en tierra no corren esta misma suerte?, ¿por qué no hay una sociedad semejante entre los bandidos terrestres? Una respuesta que aventura: es por el mar, por el Mar Caribe.


Salud,

Jaime.

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Clase 02. Segunda Carta

Estimados,

Existen varias clases de correspondencia si de cartas se trata, y este taller ha de convenir en una diferente, nueva y esencial que consiga distinguirlo de una manera que haga sentido. Vuelvo hoy a escribirles una carta y queda ésta - como todas las cartas- en el justo intermedio que existe entre un texto y una conversación. La cifra de esta zona intermedia entre lo escrito y lo hablado reposará por ahora sin precisarse para que sus distingos logren consonar hoy con diversidad y con memoria.

Hace unos quince días, mientras buscaba infructuosamente - aquí en la escuela - un mapa para averiguar cuál es hoy la isla donde Colón fundó La Española, uno de ustedes fue presa del azar y con el aire solemne que la ocasión perfecta y precisa regala a quien la aprovecha, me dijo “he aquí” entregándome un buen número de mapas muy adecuados a todo este tema. Esa es una clase de correspondencia y surge y se establece bellamente más allá de la mera casualidad. Sucede por el hecho magnífico de estar en taller, por el hecho crucial de leer todos a Bernal Diaz del Castillo, por el hecho presto de esta reunión que sí va de todos a todos en este tiempo.

Pero volvámonos sobre el contenido de estos mapas y al eco prístino aún guardado en sus signos y en lo hablado por nosotros hasta aquí. Sucede que hubo desde los mapas otra clase de correspondencia; una directa desde el mar, puesto que del Caribe hablábamos.

Hace algunos días asistí a una cena en Santiago y me correspondió compartir mesa con un hombre de mar, un marinero real y verdadero. Dejo de lado y aparte las anécdotas y los modos de las casualidades y me extiendo brevemente sobre algo que él dijo y que puede descifrar algún lúcido signo contenido en la vida de los bucaneros. Dijo que todo marinero es un tanto apátrida, una especie de extranjero de la tierra firme. Decía que estando a bordo de un barco se es libre porque sólo se responde ante el capitán. Por el contrario, al desembarcar se pierde esa libertad absoluta del mar porque en tierra se debe responder ante las complejas y múltiples leyes, ante la siempre inquisidora policía y ante los severos y parciales jueces. En tierra se deben rendir cuentas y eso es un arrebato de libertad. El marinero admitía su incomodidad frente al orden terrestre.

Los hombres del siglo XVI habitantes de la isla Tortuga no sólo estaban incómodos ante tal orden sino que renegaban del mundo y en ello sus modos y posibilidades de establecer una otra manera de vida. Sin embargo hay una trampa sutil pero grave en semejante utopía y sin quererlo ésta se dejaba oír levemente en la conversación que sosteníamos sentados a la mesa aquella noche.

Este marinero estaba acompañado allí de su mujer; tenía hijos y aún cuando no lo admitiese directamente en su discurso apasionado por el mar, su corazón estaba con esa familia.

Me explico. Le pregunté cuál era uno de sus más queridos anhelos. Me habló de sus hijos. Se expone por sí solo entonces todo el asunto.

En la Tortuga nadie podía tener realmente un verdadero anhelo puesto que todo cuanto necesitaban o deseaban ya estaba allí, al alcance de la mano. Nadie podía pensar en el progreso social o en la evolución técnica o filosófica. No había que mejorar las cosas. Todo ya está y una sociedad así, siendo “perfecta”, no puede continuar ni continuarse. Es una sociedad siempre presa de su circunstancia, de los hechos políticos, económicos, sociales, etc., externos que la sostienen en su independencia, que entonces es sólo aparente. Una sociedad que no puede hacer mundo puesto que está fuera de él. Una sociedad que no puede perdurar más allá ni resiste la más simple pregunta: ¿Cómo es el presente? Es esta una pregunta carente de cualquier sentido en la isla Tortuga, puesto que el presente para ellos no existe en cuanto a situación temporal. No hay presente porque no hay tarea ni deberes ni esfuerzo para alcanzar algo. El tiempo para ellos no es el constante fluir de la realidad sino más bien una dimensión estática, inútil y siempre homogénea. Se deduce que para estos filibusteros no hay tiempo, no hay trascendencia, no hay la idea de la perpetuación de nada.

Por ésto es que no se admitían mujeres y aún no se las admite tradicionalmente sobre los barcos.

La mujer, en su vínculo con el hombre, hace una sociedad con temporalidad. Aparece el domingo, que no es otra cosa que el presente puro cuidado por su prodigio extraordinario (En la tortuga todos los días eran ordinariamente domingo). Aparece la muerte como un traspaso y no sólo como la consumación de la valentía. Los hijos son la trascendencia antes de la muerte, son resurrección vital. Es por ellos que se vive el presente, ellos son el regalo.

Nosotros somos hombres y mujeres del tiempo. Requerimos del esfuerzo, del sacrificio y del trabajo para que nuestros anhelos, más que cumplirse y acabar, permanezcan siempre como tales. La medida del anhelo es la medida de la Gracia.

En 1655 comienza el ocaso de los habitantes de la isla Tortuga. Bertrand D‘Obregon - que está mandado por Luis XIV - es electo gobernador. Francia sabe que no conseguirá doblegar a la isla mediante la fuerza militar ni con la creación de lealtades. Lo ha intentado antes y siempre obtuvo fracasos. D´Obregon contrata a cien mujeres para que vayan a pasar el resto de sus días a la isla. Desembarcan todas juntas. Son prostitutas, huérfanas, presidiarias. (No importan en absoluto tales orígenes, que por lo demás son los mismos que aquellos de los filibusteros.) El efecto es el deseado. Los hombres se emparejan, algunos tienen hijos, la ropa recién lavada cuelga secándose al viento afuera de las chozas, los guisos y las sopas calientes aguardan sobre las mesas. Los bucaneros son ahora soldados, burgueses que - sin saberlo - sirven a los intereses de Luis XIV. Combaten siempre con fiereza y crueldad, pero ahora responden ante una sociedad como cualquiera otra del mundo.

Pero en el fondo lo que llega a la isla es algo más profundo aún que este nuevo orden. Lo que realmente llega es la redención. Tiene ahora sentido la palabra volver. Ahora los hombres de mar que tienen familia siempre volverán a la isla Tortuga después de las expediciones. Ha aparecido el Destino.

Entonces ¿es ésta una condición de todo mar; ser una zona sin tiempo, intrascendente e inhabitable? Se lo pregunté a mi comensal marinero; “el mar es un extremo: allí el hombre se extravía, allí el hombre se halla”. Fue todo lo que al respecto finalmente dijo.


Salud. Jaime

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Clase 03. Tercera Carta

Estimados,

Cuando se habla de un mar aquí en este taller, cobran sentido sus pueblos. El Caribe tuvo de estos pueblos aún mucho antes de la llegada de Colón y con un cierto asombro siempre caído de poca luz es que digo de los mayas.

Son innumerables los antecedentes históricos que encontraremos en los libros de los estudiosos. Antecedentes y referencias para saber de su sociedad, de la religión, de la política, de sus tecnologías, etc. En esos libros hallaremos - como sucede en casi todos los libros - verdaderas maravillas que relatan y demuestran la magnificencia de esta civilización en sus más variados aspectos, sin embargo yo los digo ahora porque fueron y son un pueblo que tiene una relación con el Caribe; a saber que habita a sus pies. No eran buenos marinos, no construyeron embarcaciones sobresalientes por lo que no se aventuraron del todo al mar. Ni siquiera edificaron demasiadas construcciones en la costa, pero son esas construcciones el asunto y materia de esta carta.

Cuando hoy se entra en las ruinas de una ciudad maya, no es necesario atribuirle una inconmensurable extensión ni remontarla a una época tan antigua como la egipcia o la de cualquier otro gran pueblo de la antigüedad. Aquello que se expone ante nuestros ojos es ya lo suficientemente extraño como para que surja allí la maravilla. A cada trazo de vista asoma una herencia de refinamiento, gusto, arte y plenitud (como también muerte y crueldad). Aún cuando hasta hoy Yucatán está poblado por mayas que hablan maya (y un mal castellano) y viven como tales, nuestro tiempo ha extraviado posiblemente para siempre las claves para comunicarse con semejante esplendor. Cuando llegaron los españoles la civilización maya había desaparecido bajo la selva y el olvido hacía ya 300 años, después de florecer durante más de 900.

Toda ciudad que se muestre como ruinas ante un visitante provoca evocaciones y produce un dejo de necesidad por saber o por ver a sus antiguos habitantes caminando por los empedrados, subiendo las escalinatas, trabajando en un monumento o simplemente bebiendo agua de alguna de sus fuentes vestido magníficamente. En Palenque, Chichen Itzá, Cobá o cualquier ciudad maya esto no es diferente. Entrar al espacio de juego de pelota es una experiencia que conforma una relación peculiar por lo fugaz y por la sobrecogedora realidad de lo permanente, entre el tiempo presente que ahora vivo y el tiempo pasado cuando aquella extraordinaria fiesta se llevaba a cabo. Relación en la que surge y se muestra el tamaño de los muros, los tallados en la piedra, las significaciones de la ceremonia, el espesor y aroma de la selva que rodea toda la vecindad, lo difícil y sangriento que era el juego en sí. Lo mismo sucede al subir la gran pirámide o recorrer un templo con mil guerreros de piedra.

Toda esta ciudad fue abandonada sin más. Todas las tesis y especulaciones con que los historiadores han pretendido justificar los motivos o razones para este abandono no han convencido a la posteridad. Los mayas construían impresionantes ciudades con templos, pirámides, frescos, relieves, dioses y mucho más para luego abandonarlas sin motivos aparentes. Incluso destruían parte de estas obras cada cierta cantidad de años para luego volver a construirlas prácticamente idénticas y en el mismo lugar. Luego las abandonaban para siempre.

¿era lo importante estar en obra, más que la obra misma? ¿era un modo de vivir y de hacer ajeno a la avara perdurabilidad? ¿es posible tener semejante grado de desprendimiento? ¿de dónde les vino tan severa necesidad de abandono?

Cuando se visitan las ruinas de la ciudad de Tulum, una de las pocas y tardías ciudades mayas en la costa, estas preguntas cobran su relevancia porque sirven también para los modos del mar. Así es como se presenta la vida en el mar y aquí, al borde del Caribe es que resulta posible mantener abierto al continente este debate mediante.


Salud. Jaime

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