Sponsalia

De Casiopea
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TítuloSponsalia, o la fiesta de los esposos
Año2001
AutorJaime Reyes
Tipo de PublicaciónLibro, Poema
EditorialEdiciones de los Nombres
EdiciónISBN: 956-7723-01-X
CiudadValparaíso
Páginas76
Palabras Clavepoesía, poetry, poema

Se terminó de imprimir en enero del dosmiluno en los Talleres de Investigaciones Gráficas de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Universidad Católica de Valparaíso. Producción e impresión a cargo de Adolfo Espinoza y Héctor Olivares. Se imprimieron 250 ejemplares en papel couché de 130 grs. Las cubiertas son de papel couche opaco de 200 grs. Los dibujos (9) son originales de Andrés Garcés y las notas a los dibujos son de Manuel Sanfuentes

SPONSALIA, O LA FIESTA DE LOS ESPOSOS

Escucha bien cada entonces mientras sobren detalles sumidos hacia la gracia. Confía en una ciudad predilecta: su apariencia y la reliquia de un sueño anterior quedan en este cruce. Y si los mendigos ríen en la gana distraída como el crudo trance; qué giros nobles tú dudaste sin penas en la decidida entrada para caernos por la melodía

una y otra vez



Tengo a todos los muertos de la ciudad reclamando mi propia gesta.



Con este vestido no pensaba que también tengo los llantos fríos, que rueda una lección ajustada creciendo en el último jardín para dormir tranquilo como una casa ruinosa; donde cada múltiple son del aullido, llevado lento y oportuno al discurso, revela cauto y radical la larga procedencia del justo anhelo.



Anhelo salvador para el ineludible equívoco que se atraviesa, como la claridad de la tarde, en el curso manso de la esperanza. Que realiza carne verdadera en el cauce duro y solitario, que ocupa ancho nuestro íntimo fantasma cuando invita feliz al reinicio de cada pasado. Anhelo como el fondo consentido que toda vocación solícita presenta entre hombre y mujer, entre la familia. Que es la búsqueda necesaria de cada huella perdida, más atrás del lejano y difuso perfil que trazan en la acusada frente los recuerdos. Anhelo cuando ruedan ideales y firmes las reales arquitecturas de la imaginación. Boca abajo; en la llama de la palabra, en los fáciles entornos de la amistad. La más alta y pura señal aparecida sobre una amplitud tan amada, tan cotidianamente propia, es la incisiva gestión del anhelo que trabaja siempre sola y desnuda ante los desacatos desesperados, sobre los ojos jóvenes de los sueños, entre la arena limpia cuando cae a través de dedos crispados por la violencia fecunda del esfuerzo.




El camino arriesgando la continuidad de su trazo, el abrazo del solo descanso cuando se cumple una jornada, la distracción atrevida en la extrañeza cuando una legión de ángeles hacen la guardia durante el puro paseo. Esa sola, extraña y útil melodía que entonces se oye es también el coro de los anhelos.

Para oírla hay que renunciar a todo lo que canta pegado en el tacto sensual que ahonda en el oído.







Y no separarnos ni separarnos






...hasta que un siempre largo último acorde se reúna feliz con el que siempre sigue y sigue; hasta el verde sometido que vuelve agreste la ruta animada



sálvennos



que no se ha detenido el susurro de la herencia sumándose al recodo, al baldío, entre la sobre sima del caos y esa canción que has traído a esta instancia. El tiempo te bendice difusa en los vestidos lunares de la ausencia cuando atrás de todo tiempo saluda tu mansedumbre. Marcha con el paso del destino, que la victoria es la eternidad prometida. Eres tú, la incerrada, mi herida. Entonces sonrío al ramo que la fiesta ronda, amo lo que es ahora carne y así la realidad es presente.

Un regalo espera por ti en esta noche delicada.



Que al calor surgiente y atrapado de las manos frotadas sobre sus sombras y en la potencia de los melancólicos bajos, asienta retumbando -en un escondite supremo de los oídos- la lluvia avecinada por un relato alabable. Mientras, sólo el frío asoma.

La canción padece humos crueles y la paciencia no basta, porque el cuerpo permanece inútil. Entonces que el acérrimo principio desvaste comulgando en la belleza, que acaso estos juegos sean sólo anécdota y lentamente una muerte indigna domine. Pero se aprende que el odio se disipa en la transpiración, que las maldiciones perecen en los músculos y que todo aniquilamiento mental se revierte dentro de pulmones refrescados por los aires nuevos del cansancio.

Voltea un espacio voluptuoso mientras toda preparación rasguea sobre lo verdaderamente importante. Cuántas palabras que no alcanzan ni siquiera la porción miserable del sabor de la comida. Cuántos estudios que nos empobrecen frente al oído de la música. Cuántos sueños que mueren si no hay piel fresca para el tacto.




Tu aproximación recibida antes; como una caridad inviolable y austera tan suave como los recuerdos acodados a la vera de la sospecha tenue que reside en la memoria... y los ojos.




Mientras el mundo se defiende del apuro y lentamente sólo queda lo importante, has de detenerme frente al torbellino voraz que el éxito propone como modo, has de acompañar mi noche dejando tu regazo para mi cabeza, anotando signos de esperanza, regando la fuente de las lágrimas, elaborando bálsamos de amor. Y que Nuestras Señoras de las Tristezas se contenten observando otra perfección más audaz, mejor sacrificada.

Nunca he vestido a diario tanta pureza como en este tiempo de preparación.



Mucho se puede decir ante la muerte cuando nos envejece y nos prepara. Cada cual al final se arrepiente y también se honra alegremente de sus dichos, de sus hechos. Pero la maravilla reside en el presente y saber hoy y aquí el destino es la vida. Oír de los viejos sus ancianidades para que la juventud rebalse sobre su tiempo. Vislumbrar a través del olvido, atrás de la impaciencia, dentro de la sangre. No por conocer el futuro, porque evitar errores nos corrompe y huir del dolor nos debilita







mas bien







hacerse hermano de cada sentido, porque el cuerpo sano abre mansedumbre, y entonces aún pecadores, por sencillos, una salvación nos aguarde.




Cuando el calor de las flores abunda sobre los recorridos húmedos del campo, cambia la idea de lo regalado y el tiempo se nos torna propicio. Pero la verdadera entrega acaece cuando el corazón sumido en invierno se levanta, cuida su dolor precioso y abandona latencias en favor de lo poco, casi único, que siempre se reserva.

Como si el pétalo agraciado huyera despavorido entre los cuentos ebrios del cuervo insuperable. Como él, vamos quedando tan mudos. Sin embargo nos rescatan apresurados aquellos llantos conmovedores e íntimos con que los hijos testimonian agraciados sus salvadoras existencias ¿quién no ha servido su propia paz dulce hacia la salud abrazadora de esta melodía en ruta? ¿quién desea que un anhelo se retire dominado por la traición de las ansiedades?






Cuando este camino sí oye cambiando sombras por recodos pacientes como la acumulación estival de los insectos. Cuida que no vengan a oírte más dentro que otra fe, reduce su involuntario mientras el castigo huido raspa soles. Entonces cuida lo que sobra para las manos del viaje y arrastra tus voluptuosidades sobre la maravilla que los ojos visitan. Nada en nuestra América puede adolecer de faltas, todo se permuta pues somos el destino más grato mientras nada aún se ha hecho.




Un muro es siempre un eco insólito que retrae muchas tardes lejanas, lanzando convencido sus nuevas esquinas hacia el rostro envejecido del presente. Un muro cuando nace por dentro es fuente crucial donde padecen ciegas las preguntas y su sombra enmudece pálida como la sublime evidencia de una libertad incerrada que agradece con intento su presente. Un muro es la historia del arte y en su porvenir de colinas se doman las crisis y los abundantes egresos. Súmense altos al descuido de todo desvío y verán, finalmente, la huida.




La ultimada vida del genio siempre pudre al presente en la soledad. La obra de arte –sin embargo- de vez en vez consuela tiempos vivos antes de la gloria. Oiremos algo de esa música al entrar al cielo y también ahora a mitad del silencio que la noche encierra para los visitantes, cubierta por aquel desnudo manto. Hay una madre más allá de las Tristezas saludando al paso inclemente del recuerdo y su turbulento ademán de respiro es el delicado devenir de lo nuevo sobre el blanco. Quien halla vida entre sus hijas atiende a toda belleza mientras el cuerpo trabaja hacia otro descanso. No sólo la muerte regala aquel nombre, pues sí caminamos extasiados bebiendo la dicha de cuanto se presenta único, apenas, inusitado. Entonces un punto rasgado en tintas de sombra o una pieza bien acabada de luces y todo el sin fin recomienza prodigioso una y otra vez, inatrapable y lucido, rodeando jardines y saltando aguas adentro. Bendito entre los tiempos eternos que hasta hoy nacen enfrentando a las estrellas. Doquier fluye la danza y calan los suspiros; colma la estancia tierna y fulminante de los niños; gimen los paseos de ritmos a la libertad; admite la frescura de los besos y el desgarro del abrazo; coinciden los amigos de los coros y la familia de concierto. Mientras los creadores animan al mundo queda feliz la memoria. No siempre hablaremos tanto y la conversación se irá mudando en oído: de todos a todos entre nosotros.

Así nacen las razas.

Así se construye el universo.



Comenzar las recuperaciones del atrás supuesto en el sacrificio soberbio, para verte otra vez salida, limpia entre cuanto costado queda como salto de caminos. Quien supone una sola vista desconoce su destino. Hay la madre de los orígenes principales cuidando el paso tal vez brumoso entre el poder y la mansedumbre. Sólo una orilla rígida les pertenece mientras los bienaventurados sufren y todos los cantos resignan paz para la presencia domada de una nueva estirpe.




Madre de los elogios descansados; atiéndenos sobre tu regazo hondo mientras pretendemos el cruce y el roce para el baile con tus hijas. Concédenos también a los fantasmas del tiempo y que el peso abrumador de sus revelaciones nos alcance con sorpresa y ávidos de maravilla. Sabes que tu mano respira en la caricia mientras la nuestra seduce apenas durante el trabajo. Sabes que tu voz es la útil y extraña melodía mientras la desesperación jugaba en estas naves. Tú que te haces también plegaria en la visita de los mares peligrosos, decide tu presencia como el filo en el cuerpo duro de nuestros anhelos. Madre de las palabras puras; alimenta con ellas el sudor del silencio y que así nuestros coros marchen armados de abrazos y fiestas, para que cada canto en luz surja naciendo como la latencia quieta. Y que así nuestra lucidez recobre atención, prestancia y duelo, para que nuestra música rija más lejos que el sentimiento mientras las Gracias pueblan el rumbo apartado y feliz de tu pueblo. Nos acordaremos de la música muda que hay aún dentro del tiempo y tú, Mnemosine, nos cuidarás el fuego del alma mientras la belleza enrostra clara toda la creación puesta entre regalos por nuestro coraje.




Ante un visor del tutelaje baja la urdida cifra celeste a convocar la mirada de polvo. El que una canción sea trance hundido afinando el futuro, es la sombra feliz de los versos. Toma tu espada, en el bramido torno de la fiesta

peregrino



Para destrazar las largas certezas, porque una balanza de razas mide la ironía pálida de la mezcla. Entonces la luna se empedrezca en el fervor vago del sentimiento que nos despista de la primavera. Oh rauda la historia; convoca sus permisos, su credulidad,

y nos arrasa



Para que me acuerde de los descansos durante el atavío, vago un tanto la esculpiente retratada. Mientras todos los escribientes se afanan sobre la tinta hay alguien que sabe estar en el tiempo sólo hablando los cantos, los cuentos, el cruce advenido como el asalto del horizonte, como la fuga de cada hueco apenas, como las desbarajustadas señales. ¿Dónde sobreviven las condenas?. Que no hay obra que valga perder mansedumbre, no hay arte que sirva sin domingo y ninguna gloria anda más que la sangre de los hijos. Sus memorias sagradas cuidan nuestro lugar en sus jardines.



La vida es la única.






Estimados.

Como una lujuria feroz indispuesta ante los ojos marinos, es que se descubren llanos unos sin sabores espléndidos mientras los cambios atisban y otean. A cumplir así, desde ahora, la más antigua promesa de todas las civilizaciones. Toma este mando asoleado hacia los astros vencidos de tu cabeza y conmina a la derrota a su cuarto de atrasos. Ya no nos sirven las órdenes amables, no sabemos de los descuidos temblorosos, no tenemos en posesión siquiera derechos. Pero hay entonces una luz que revive en esta hora nueva.



Quién podría decirnos la casualidad esmerada en sus reparos... como si cada quieta ave durmiese sola sobre los mantos azules y las olas demasiado blancas sepultaran al oído. Están aquí los ruidos del ingenio, la vociferada mano de los amigos y el consuelo feliz de los escondites. Se presenta la ceniza mártir en el recuerdo andado mientras un verdadero maestro cuida bondadoso mis aulas divinatorias. Hay también un estribo aguardando la marcha inconclusa de la gloria y el respiro saludable de los cuerpos que juntan mansos la obligación eterna de sus herencias.

¡Bienvenidos!



(Como en la seca algarabía seducida por el jugo de las tardes, los árboles del brazo alcanzan proezas descubiertas fuera del tedio; hay que revivir absolutos desde el pródigo letargo del encierro. La vista del horizonte no libera los sabios perfumes; que ver no irrumpe arrasando con las canciones silvestres. Sólo el paseo obrado sin importancia, cuya espuma quieta emigra, dona sus sueños hasta el sabor.)



Hay en la casa...

Y en la triste hondonada que quiebra sus guijarros entre los pies, atiende el eco alegre de las catedrales tiernas, sube el ahogo isleño a gestar escapes morenos en las exploraciones, se siembra de ojos un mástil vacío que desliza lluvias y vientos antiguos por su porte madero.

Y en la piedra alta se sienta el hombre impasible a recordar con denuedo, atisba sol y credos recogiendo al vuelo cada trozo perdido de sus valentías, de sus olvidos.

Y en la sombra llorada del espino cruzan los animales las excesivas rutas que quedan.

Y hay una reina natal de mieles que descarga en los ríos, que come todo silencio cultivado en la plegaria, que rueda fuerte y habla en la espada de las olas.

Y hay una bella sincera atrapada en la hora del miedo, sollozando crueldades rudas que saltan y rompen los largos ruidos creados en el ciego anillo del comienzo.

Y hay la lágrima en viaje devorada devolviéndose a su boca cubierta, al aire de orillas cavado vasto como una risa que despide virtudes.

Y hay una noche acróbata que avanza sobre los rieles marchitos de arena hasta los aplausos, hasta la arteria de la tumba primera que ha mostrado sus aciertos y sus goces.

Y hay una mano desigual retratando constelaciones mientras la devoran las llagas ilustres del trabajo; en ella se emociona el ritmo que infla a la soledad y se encierra la precisión dócil de los calendarios.

Y hay un baile estupendo desatado en la luz encantada del súbito espejo que se levanta como los pájaros, su estrella de agua evade a la memoria y deambula en los sabores de ahogo.

Y hay un rumor de vuelos en la frontera de los corazones anunciando la calmada lejanía de nuestras naciones naturales; un rumor siempre feliz estacionado como la roca de hito que señala el retorno de los caminos.

Y hay un último himno que como la fidelidad del amigo se escucha a diario en los descendidos volcanes, a mitad del consuelo disperso, brotando en la cinta del calor tejida por la experiencia vigilante.

Y hay un juego que ya posee una edad, mientras la oscuridad nos deja una túnica sobre el vapor de los azares; mientras el calvario de lo repetido compromete su primer orden ligero en los aromas del encuentro.

Y es cierto, hay un encuentro sostenido en el espacio de los profetas, una época entera calculada como fruto que se ha impuesto en la herencia de las atenciones, sin acuerdos prometidos, sin trozos ingratos ni bocas crecidas.

Y hay una serenidad emanada en los pastos bendecidos por el sudor de la espalda y por la sangre de la frente, en la paz acarreada en el rezo, en la flor apiadada del paisaje, en la tarde de semillas embarcada en las naves de la música.

Y hay una música vencedora que corona comarcas violentas con toda una ciudad ardiente inventada en la paciencia, con entradas vestidas de hambre y de muerte, con siglos cálidos sin uso.

Y hay una mesa peregrina que desfila sus sencillas abundancias en la voz verdadera que oye el mundo, en el suspenso remoto que se levanta latiendo entre la muchedumbre.

Y hay una dulzura cuya raíz nos llueve a palos; como si el veneno franco hallara recorridos inviolables; como si una ventana pequeña clavada sobre los techos tradujera noches sin sueño en días claros.

Y hay un cama retenida en el esqueleto amable de las generaciones propagando el pulso amplio y ya oído de los pactos eternos que se celebraron con nombres, con saludo, con transmutaciones o milagros sin leyes.

Y hay una cavidad reservada como el jardín ulterior de la memoria que conserva la infinitud de los mundos intactos, que prepara néctares para los cataclismos, que atribuye esencias y enfermedades repartiendo soles negros y melancolía.

Y hay mañanas envueltas en resurrección hinchando a la tempestad arrebatada del destino, abriendo cuerpos al astro de la promesa, estallando pliegues débiles entre el perdón y la causa madre que detuvo a los arcos de la espera.

Y hay un racimo atrevido con respiros introduciéndose celoso en los temblores cautos que toda gloria propone; en las puertas cruciales llevadas bajo el favor del horizonte, en la destreza infante que el mar esparce agrandándose hasta herirnos.

Y hay un gusto prematuro que roba voluptuosidades para donar la mansedumbre que hace y cruza estadios, para conceder ansioso el vuelo inquieto de los desnudos, para obtener el tibio recorrido que anda grandezas y estandartes.

Y hay una exaltación rigurosa en la cima de la estancia, en lazo creador del alma temeraria, en el sin fin de los dolores.

Y hay un curso redimido que anuncia sus feroces atribuciones para enmendar hirviendo los umbrales de los valiosos, los valientes, los bravos. Un curso como el puente imprudente que avanza más acá de sus bordes para contar un cruce fabuloso.

Y hay un sacrificio legendario consumando a cuestas el vigor rotundo de los hemisferios, amando al sublime opaco que recubre con hondura el paso de las humillaciones, arrodillando un modo entero ante la historia.

Y hay también una magia que llama, una nube que sabe y una libertad enamorada del coraje que resume rescates madurando en la punta del cuidado, en el llanto que truena dentro del castigado monstruo de las razas.

Y hay Dios agitando lugares en la caída para que se rompan los usos acostumbrados, para que bailen invisibles las musas, para que la ausencia recobre su carne épica en el cariño. Dios abundante sin panteones; sólo vagando a la sombra fría de los ligeros curiosos, sólo en la llama robada que circunda en niveles de suelo rico y en el vértigo delirante de los coros; los que clausuran el éxtasis de los vasos y ciegan a los sentimientos para dar perfección a los deberes.

Y hay Dios avecindado como el común de la gente en la bondad residente, que indica la verdad entre los precipicios del rostro y la intimidad sometida de la vergüenza.

Y hay un verdugo invadiendo en la guerra de los ardides, encolerizado en la locura que bebemos cuando las joyas suponen páginas inmortales, derrotado por la comedia filosa de las invenciones que respetan a las bandadas.

Y hay una grandeza entonada en sus propias vibraciones pasando agonizante entre la sensualidad oculta y el vigor escrito en las paredes pasando hermosuras triviales a través de una vista inmortal para que los hijos se cuelguen llegados y heroicos, pasando de la nada ocurrida al orden terreno.

Y hay una voluntad como la llave amarrada en los cabos del viento, como la evasión imperecedera y esclava , como la tierra alumbrada en la palabra.

Y hay un descanso puro que arrecia en sus muros de linterna hasta la crudeza de esos tambores silentes que marcan la fe de todo limpio naufragio.



Hay un tiempo entero que por presente abre incluso a los nuevos sentimientos, que por esplendente recoloca al arte y que por amor nos resucita aún antes de la muerte.



El espacio separador redobla sus límites acercando el lomo de las puertas. Apenas tres habitaciones pequeñas que bastan para la víctima de los mundos y cada cual anda entre ellas rasgando inflamadas nubes, meditando el fragor de la ternura como si se abatiera el llanto de una campaña. Cada cual puede ver un fondo de nombres en el dormido silencio que cuida la distancia y también la huella brillante del recorrido acumulado. Hemos tenido los abrigos de lana que ahora separan con pobreza la culpa de nuestro placer. Podríamos ver el extinguido cuerpo que se levanta lánguido detrás de los vestuarios; el cuerpo espumoso y maduro de la imagen retenida en el invierno de los ojos; el cuerpo de bronces vertido en la confesión muda brotada de la lejanía. He caminado ya muchos pasos huyendo al encuentro blando sólo para así obtenerlo. Se infunde un transcurso como una corteza transparente y puedo ver la caridad de los cambios; puedo vencer a un cielo de hojas mientras la ansiedad corrompe los preparativos.



Se comunica una raíz envolviendo a la fortaleza y sus alimentos disimulan el encargo de aguas inevitables. La tarde baja sus rocíos nocturnos y se alumbra el lenguaje, se cierne un brazo bendito que junta estaciones, se levantan la escala y el puente que anidan en las profundidades del secreto. Puedo con las adivinanzas y en el sendero de la pregunta reposa sumergida la cruz de las respuestas. El manto semejante se hace montaña entre las pasiones y puede nadar hasta los puertos deliciosos el llamado de la compañía.

Se cuida una restablecida ignorancia, el desconocimiento hinchado de la ilusión y volvemos a ser nuevos. Aquí ha quedado el vestigio ondulado temblando en las llamas encarceladas. Finalmente el reposo recobra cálidos misterios y en un puro gesto toda la paz está en delicadeza.



La bebida encarnada de la niñez asoma la vejez de su rostro sobre mi encuentro y en medio de la hermosura la insignificancia retomó sus deberes. Dos seres separados en la rodeada ciudad deambularon sus vidas sin la búsqueda pavorosa, sin el auxilio conciliador, sin el cansancio brillante que trepa en los amigos. Dos seres aferrados a un vínculo futuro cuya casualidad nunca estuvo escrita; contenidos en un cruce maduro de brotes que no sólo aguarda trágico en cualquier tropiezo, sino más bien se queda como un grito antiguo durmiendo en la fiesta. En la comunión blanca y lenta que el azar favorece por el padecimiento, todos hemos visto los anillos y nos dirigimos hacia el advenimiento debido de los adelantados. Entonces hiciste una ronda ciega emprendida en la ayuda de las excepciones. Tu habla tuvo cumbre embargada por el yugo de mis preferencias y la máxima salida abrió sus pesos dorados sobre la coincidencia. La creencia alada de las causas se vertió líquida sobre las rocas soñadas en mis horizontes, el azul cubierto de gestos fue el hermano querido de mis fuentes, la posesión cierta vino hasta la puerta de mi casa. Tengo tus plazas insinuadas en el impenetrable misterio de lo otro, de un lado que arde como el rubio clamor de los árboles enmarcados en el recuento. He visitado tus ventanas oscuras cuando la lluvia inerte humectaba los miedos despreocupados y corría lenta hasta el silencio acumulado en los bordes del frío. Conseguí las pruebas exactas que la inocencia prodigaba sumisa en los imponentes y estremecedores contactos de una humanidad sabia y sus elegidas. Me importaron los objetos simples escondidos en el goce de los escapes, aquellos tesoros que la maravilla reservó primitivos en las caricias preñadas por la delicadeza. Estuve vibrando gélido en el vientre hinchado de los llantos, yendo por desvelos hasta atrapar algún consuelo que fecundara anuncios de sonrisa. He robado la energía de cada salto, de cada campanada zimbrando en el regreso, de toda noche sin comienzo. Tengo en las venas la fuerza comprimida por los golpes impotentes del crecimiento y puedo alcanzar el incompleto sabor de los himnos nebulosos que oscilan en las sienes. Atrapé la risa regalada en la algarabía laboriosa de los juegos, con ella he construido agradables moradas para transformar la tristeza sin extraviar la historia. Puedo ir yo también abrazado en los festejos creadores como un fantasma formidable que abandona sus pecados.

Aún antes de antes me conocieron los designios que hoy florecen entre la luz buena y el dolor. En esos reflejos baño mi pasado para igualarlo con cristales límpidos y vigorosos, para surgir en la identidad y para reconocer el cobijo de nuestro rumbo.




Cogimos pronto los labios serenos del ambiente en manantiales vagos... nombrando voces.




Velamos estas frases de intermedio en el espanto.




Entonces concebimos hacia un perfume tejido que nos esperaba desde el principio absoluto.




Pasamos la vuelta desvestidos, limpios de noche, viéndonos cara a cara.




La espalda sola del nocturno estruendo se cuida de la bestia expuesta en la amargura intentando salvar la conducta infatigable de las redenciones siguientes. Mucha ventaja inquieta poseemos –aún ignorantes y pocos- ante esta batalla felina de indefensos; porque vuela el valor metódico hacia los flancos más falsos; abunda la ira alta en la significancia del criterio y una firma inmediata conmemora la rendición.

¿Dónde recogimos entonces el valor seco del cariño? En los cuerpos celestes principiando, en las emanaciones casuales del tacto, en estos vestigios ardientes que recorren la caída de sus nacimientos evidentes hasta la exagerada y herida flor de los labios. Somos importunados por el desvío espantoso de cada huella marcada con veneno en las rozadas rutas de nuestra sangre y sin embargo se levantan los rostros nítidos y las cabezas con orgullo.




No devolvemos la guía ancestral entregada con tanto denuedo. Reposamos. Pero sólo mientras la gruta se encuentra imperceptiblemente invadida, sólo en la medida del fatigado y extenso color de la noche de derrotas recobrada en el silencio.

Esta ventana seduce al viento y apenas unas franjas solares rasgan, con el filo caluroso de sus intromisiones, el reunido descanso de un libro abierto sobre la tarde. Ésto es mucho antes del arribo de los niños; escrutando una altura moderna, un corte de vidrios, un verde vértigo que el norte recupera para la memoria.

La vecindad brilla en su ausencia, los caminos disparan sonoros como la calma plena de la playa, el broche dorado cierra los castigos. Toda la precisión se convierte en un tramo indeciso, incluso aburrido. Se requiere confluencia, más allá de la amistad (porque ella no es útil siempre en todas las obras): en los distingos fecundos de la diversidad, en el reino del universo.

También nos hemos equivocado en el dogma, en la certeza de lo rendido, en la compleja trama de nuestras armaduras que guardan el corazón del crudo espíritu inexpugnable.

La querida y amable circunstancia para justificar lo que no hacemos nunca. Nunca.




Así los tumultos felices cobran vida sin esquivarse; cantando. Qué otra canción debemos a estas horas siempre nuevas que vienen de tanto en tarde para repasar cada noche de las excepciones. Qué otra canción se reservaron la mustia salida y el hermano de palo que navegan por los humos negros de la luz. Qué otra canción ha quedado murmurando atrasada sus ecos en la pared del futuro.

No hemos despertado más allá del sueño. Nosotros tampoco. La gesta no cabe en la esperanza: es una cuestión de familia. Y acometerla es como la sangre en la herida: una fiesta.

Se corrigió, es cierto. Pero nada del viraje fue dicho a los vientos aéreos que viajan y todas nuestras manos brotaron antes de tiempo. Y ahora es casi demasiado tarde. Los umbríos pueden marcharse, los luminosos no tenemos derecho.

Entonces sí una canción. Precisamente la indicada, la que dobla ahora en las curvas perennes del oído, la que ha madurado transitando sus dolores en el rumor laborioso de los ríos, la que urge continente, la que sana. La canción de los nobles esfuerzos del sentido, la que abunda en la estocada, la que salva.

Aquella canción fulminante estampada en las vibraciones de tus pasos a lo lejos, apenas, alada. Esta canción sinfónica que abre e inicia los compromisos de la gesta en el aplauso de tu rostro cuando la risa se entona en los rincones de mis brazos. La última canción, la que jamás nos será concedida y cuyo olvido ya nos despierta en sus abismos, en la tiniebla sola, en la obligación de las obras, en la revelación del amor, en la vida después de la vida.

Sólo entonces el oído verdaderamente atiende, cae, y consuela su propia melodía.




Llegaba ya todo lo cerca que soporta, sorprendido, el instante revelador del saludo. Luego se lo conoce en la mano extendida, en el gesto breve, en el tacto sublimado por encuentros y novedades. Llegaba anunciando el volumen templado del desenlace para cobijar llamados. La tensión por excelencia está en el simple recobrar lo supuestamente olvidado.



Y nos íbamos.

Retrocediendo; dando hacia atrás, todos los planes.

Andando en el curioso espectro férreo que se sostiene desgarrado en las bermas rebasadas por mares peregrinos.

Contando las medidas estupefactas que resultan en los puentes que susurra la distancia.

Moviendo como disparos de llanto, como flores cubiertas, como si atrapados ya nada quedase en la trayectoria.

Bebiendo esas fuentes enteras, las que de pronto sobran como centavos, las que contrajeron aires con sus aguas en el descuido obligado de los portales.

Arruinando las compras ganadas, las amenazas que aprovechan los cumplidos seguros, los golpes evitados por la costumbre.

Aclarando semanas insignificantes que se pronunciaron antes de las guerras y dormitorios largamente ancianos que sin necesidad nos empedraban los sueños.

Acabando con las colectas livianas que nos llenan de orgullo, con las cifras exageradas por la vista cruda cuando atraviesa el teatro dinástico de las ventanas, con los temblores remotos que la piel dedica al miedo.

Interrumpiendo las cosechas de pájaras en las nebulosas relámpago que importan a las edades, la pacífica estancia que piensan cómodos y agasajados los corredores en las casas, las agonías cerradas en las alcobas lunares que se despliegan abundantes sobre las complicaciones.

Durmiendo en paz, en música olímpica, en hornos celestiales.

Leyendo irrupciones suaves cuando la ciudad se atormenta ante la evidencia embotada de sus propias latitudes cruciales, cuando los suyos presencian el permanente e iluminado polvo sobre el misterio, cuando alguna dureza envilecida en abanico se bate ante la diferencia.

Criando los respiros viajeros que sacuden e hinchan los ritmos extremos del descanso, los vasos remotos que no se extraviaron junto a los botines que la realidad retiene en la tristeza, los silencios vagos que resuelven al tiempo para soportar cualquier compañía.

Llevándonos la página reducida que, uno tras otro, consuela prodigios, la algarabía hacia el dolor de la espera, el corazón hasta la punta de los dedos.

Repartiéndonos los sobresaltos habituales, las caricias, los mantos.

Navegando mendigos y náufragos, palidecidos ante la persona conmovedora que cada visión única contrapone en los espejos, desvelados por la constancia responsable de los vientos sobre las arenas, distinguidos por el punto urgente de la campanada cuando estremece a la solemnidad de las lenguas.

Encendiendo los candiles quietos para honrar a la tormenta, las cabezas madres para armar rondas, los huecos apenas para conocer nuestros muertos.

Marcando las rutas anchas en el amanecer más delicado de los ojos, las decisiones fabulosas en el abandono turbado de las piedras, las conmociones ocasionales en el límite imprevisto de los siglos.

Acercando las frutas hasta el dominio delirante con que todo esplendor viste a las apariciones, las apariciones que se contienen en la brisa de las orillas, las orillas ocurridas hasta la gloria interminable que se cubre serena con pequeñeces.

Resistiendo los refugios cautivantes de las delicias premiadas por la locura, las exclusiones de amenaza crecidas en los jardines incestuosos de las cortes, las nostalgias enrostradas sobre los balcones fascinados de la historia. Ofreciendo toda audacia en un lugar siempre consentido como plazas, toda libertad para elevar estos suelos antes del juicio de testigos y fuegos, toda incomprensión como testimonio. Siguiendo los fondos transparentes que el celeste enviado reserva en el domo cristalino de los mares, el aroma trazado en un azar que asigna errores a la aventura, los signos estampados en el perfil que los labios repiten durante la fiesta.

Desnudando lo fingido de un rapto, de una mesura, del acto.



Nosotros.



Y nos íbamos.

Cantando, siempre cantando.