Prólogo I

De Casiopea
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TítuloPrólogo I
AutorGodofredo Iommi
Páginas17
Imágenes17
Ancho 21,5 cms.
Alto 27 cms.
Fecha1942
ColecciónPoética
FondoIommi-Amunátegui
ConjuntoAutónomos
Número de Ingreso001
Nota[[Nota::El texto base corresponde a un documento mecanografiado de 15 páginas; dos páginas más completan el total del documento y corresponden a otra edición mecanografiada; entre corchetes [ ] se transcriben anotaciones manuscritas del propio autor en los márgenes de las páginas. En el libro Los Ascensos (1990), se lee en la página 98: «El texto que se titula al comienzo de la Recopilación de estas obras como Prólogo II, sirve de epílogo a Los Ascensos...». Por tanto, podríamos suponer que este Prólogo I podría ser parte del comienzo de Los Ascensos. Paralelamente Godo anota manuscrito a la cabecera del original «Prólogo a Las Purificaciones» (1984).]]
PDFArchivo:Prólogo I.pdf
Código
IOM-PTQ-IAM-AUT-PRO-942-001


Partimos en el mes de diciembre de mil novecientos cuarenta, después de un intento fallido. Efraín Bo había escrito, antes, a uno de los Menéndez, dueño de una compañía naviera que hacía el servicio a Tierra del Fuego, pidiéndole tres pasajes. Menéndez contestó concediéndolos. Pero en esos días uno de sus gerentes, o el contador, cometió un desfalco importante. La confusión del caso nos dejó sin viaje. Pero no sin partida.

Con rumbo contrario nos embarcamos en el «Arabia Maru». Japón todavía era neutral en la guerra del mundo. La tercera clase estaba ubicada en la misma cala del buque. Un espacio con literas adosadas contra el casco en triple altura, simétrica con el lado que enfrenta. Dos jóvenes brasileños regresaban de Argentina a su país para cumplir con su servicio militar. Un japonés, tintorero en Buenos Aires, volvía a Kobe y nos enseñaba a cada instante un gruesísimo fajo de billetes en dólares, como un trofeo. Comíamos sentados sobre unos largos bancos raídos ante una mesa de tablones. Nos servían platos con restos de comida y el agua potable en una gran tetera abollada. En una mesa pequeña, instalada en la parte de fuera, como en un corredor, otro japonés fino y delicado en su triste mutismo, almorzaba y cenaba separado de nosotros. Volvía a su patria fracasado. El tintorero nos confidenciaba que el otro había sido gerente de una compañía importante que trató de introducir lámparas japonesas en Argentina y su gestión fue desbaratada por los norteamericanos. Envuelto en su bata suntuosa, sin subir jamás a cubierta, saludándonos en español o en inglés, se despedía de algo, paulatinamente. Y había otro viajero: Rollin Thorner. Un inglés peruano, altísimo, rubio, de rostro afilado. El dedo meñique de su mano izquierda tenía una uña de seis o siete centímetros de largo. Durante los primeros días no cambió palabra con nadie. Espiaba molesto y de reojo; apretaba sus mandíbulas, se miraba la uña y la escondía durante las comidas como un manco. Fuimos muy amigos. Pertenecía a una familia de banqueros de Lima, había trabajado en las altas minas y la familia lo tenía viajando, alejado. Gastaba siempre más de la cuenta en cada puerto y se veía obligado, por eso, a navegar en tercera. Nos hablaba de la sierra con frases recortadas, monosílabos cargados de pasión. Un mundo perdido en las espaldas, hundido. Para él y para nosotros. Una América ciega y sin destino. Con risas habrá que purificar las nostalgias. Por delante, el océano nos acercaba a Europa en guerra. Todos íbamos a Río, sin escalas.

Fue la tarde por las calles de Santos, húmedas, familiares, latinas y negras que durante la noche se transformaban en ininterrumpidos prostíbulos entrando del vicio a la virtud, literalmente, como la noche al día; el largo paredón del cementerio al alba, el inglés despechado contra nada, sensiblemente borracho; la escalera japonesa –toda una familia con su par de niños cenando pacífica, indiferente, sorprendida ante nuestra invasión, disimulando imperturbable su negocio de fumadero y de prostitutas japonesas para marinos nipones–; un muelle largo, desmantelado abrazados al sub-oficial que dejaba de lado su raza –ya afinado para la próxima intervención de Japón en la guerra– y gemía bajo el mismo mundo sin sentido de misérrimos bordes.

Fue la noche entera tratando con la delicadeza tenue de la escocesa joven, Betty, la desdentada, que vendía flores a la caída del correo. Súbitamente, todos, gringo, japonés, negros, blancos, ligados por una mano fugaz, cálida, tropical, de antiguos soldados coloniales, inmensamente apátridas, vivísimamente amigos. La guerra juega a cara o cruz con la esperanza y en este tajo éramos instantáneamente la moneda de canto. Amigo sin confidencias, con esa rara pulcritud que nace cuando ya no interesa sospecharse más mutuamente en plena guerra.

En Río de Janeiro nos perdimos y nos reencontramos. Aún era la ciudad donde la pobreza es lujo. Nos instalamos en un cuarto arrendado dentro del viejo palacio de Osvaldo Cruz en Flamengo. Ya sin dinero. Rollin vivía en un gran hotel pero no quería perdernos. De mi vida de estudiante conservaba el nombre del presidente de una delegación carioca a la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires.

En la guía de teléfonos figuraban tres con ese nombre, escogimos uno al azar y fuimos. Por supuesto, el dueño de un departamento excesivamente lujoso no era la persona que buscábamos. Era un político célebre, pero en esos días pro-aliado y en consecuencia, bajo el primer Vargas, sin empleo. Amable, deseoso de hablar como todo político vacante. Pero nosotros estábamos aún por Rusia y su paradoja: Alemania.

El segundo de la lista resultó ser el estudiante conocido. Abierto, como era de abierta la extraordinaria ciudad, poblada de múltiples casinos legales e ilegales, de un calor asfixiante y de una implacable y sutil impiedad. Nos obtuvo bonos para comer durante un mes en el primer comedor universitario que se abrió en Río, cerca de la Ópera. Pero nosotros no buscábamos nada, ni la aventura, ni el camino. La guerra es clarividente para mostrar esa extensión inaudible. Sólo queríamos continuar, apenas, y el Norte era un pretexto como el Atlántico violento una tentación y sus combates. Bo, que como nosotros había abandonado, por descubiertas, todas las relaciones con los comunistas, se inclinaba más y más por el triunfo de los «aliados», por un mundo posible, que aunque vil, permitiera respirar. Él esgrimía una credencial de una revista, una carta de Life excusándose por no publicarle un trabajo, pero invitándolo a mandar nuevos. Convenía ser periodista, la mejor máscara, tan luego para quienes, como nosotros, no querían nada, ni nada pretendían de la vida organizada ni de la vida desorganizada. Raúl llevaba consigo una credencial de un diario argentino y yo la de una revista de actualidades de Buenos Aires. Nosotros dos teníamos dentro la implacable imagen de una Europa capitalista y vana, ya superflua y banal a partir del surrealismo para poder ser aliadófilos. Pero los tres vivíamos en la cruel y lúcida experiencia que impide radicalmente engañarse como nazi o comunista. La protectora del comedor estudiantil favorecía un teatro universitario que funcionaba en los altos de un edificio moderna en cuya planta baja abría su local, el café Amarilinho. Una verdadera plaza fuerte nuestra. En ese teatro un joven escenógrafo [habitué del Amarilinho], descendiente de italianos y en consecuencia paulista, nos presentó a Jair do Britos. Un pintor mestizo que conocía la técnica china de la pintura en seda. Un hombre que atravesaba su talento con una voracidad conmovedora para deshacerse sin tregua y conmovedoramente, hasta su muerte. Y Jair tenía pintado en el dintel de su cuarto el mismo proverbio nuestro «O caminho nao é o caminho». El magnífico descendiente del bandeirante Pais Leme, vivo retrato de la estatua, fuerte, casi un gigante y bellísimo, nos preparó la presentación de los jóvenes poetas cariocas. Dos noches después, en un pequeño bar haciendo esquina en la Avenida Marina, frente al suntuoso hotel Copacabana, frecuentado por toda clase de diplomáticos, homosexuales, drogados, espías de ambos bandos en guerra, a veces por Zweig, otras por el rey Carol, por americanos ya embrutecidos en la madrugada, por policías mal disfrazados de Filinto Müller –jefe policial de Vargas, amigo de los integralistas– por cocottes europeas desplazadas por el miedo, nos recibió el parnaso adolescente. El mismo e íntimo desprecio que teníamos por los argentinos embarcados en la carrera de las letras, buenos o malos, sin discreción para ninguno de ellos, nunca.

Había un cura joven, locuaz; quería, como yo, seguir a Dante y decía con gusto que ya había logrado reunir a Disney con Miguel Ángel. Raúl metía, como en un festín, las manos en las mujeres de su lado. Bo, en secreto, y yo, en secreto, presos en el mar oscuro y leve pues sin ruta. Alguien murmuró que debía llegar el más curioso de todos estos jóvenes poetas. Susurraron una rápida historia. Era casi monje, había salido del convento al que entrara casi niño, antes de recibir las órdenes. Vivía, decía, con una mujer a fin de que al salvarla pudiese él ser salvado, según una cábala bíblica. Líder juvenil del movimiento de Plinio Salgado, lleno de un coraje sin par. Llegó. Bajo, de tez cetrina, cuello corto sertanejo, traje de finísima calidad, lentes desnudos, una voz dominada en todos sus registros que dejaba pasar siempre una resonancia, otra que los significados, como si viniera de un piano abierto. Ojos veloces que tocaban y dejaban cosas y personas sin parpadear ni escurrirse.

Nos sentaron juntos. Le contaba al vecino de la cuasi fuga que había emprendido para llegar hasta allí. Anunciaba, sonriente, la escena que le aguardaba si ella lo descubría; y de a tanto, no sin temor o vergüenza, miraba a los lados y por sobre sus hombros. Me incliné hacia él, hacia su mirada bella. A boca de jarro le dije, sin saber bien la razón: «Nada con los Castros Alves, los Andrades, los Bandeiras de mundo». –Murmuró bajo– «¿Nada?» –y agregó– «Rimbaud sans epigones». Del otro lado de la mesa Bo mentía y hería sin que sus interlocutores se dieran cuenta. Raúl, ya como un buzo perdido en abrazos, buscaba de a tanto nuestras miradas. Era un juego entre los tres y bastaba que solo nosotros nos percatáramos, como un rescate, todavía necesario. Toqué el pie de Bo y me miró. Gerardo Mello, el poeta, me hablaba rápido y en francés. No le escuché, me acerqué a Bo y le dije: –«ese». Entonces ambos se levantaron, salieron y se perdieron detrás de la esquina. Así, más tarde fuimos a su casa. Vivía en un departamento inexplicable, frente al mar. La mujer nos pareció india o mestiza, delgada, fina, sensual, atractiva. Allí había otro. Un muchacho alto, delgado con grandes ojos verdes, bello, extrañamente atento e indiferente a su pesar. Mello había venido a buscarnos a nuestra casa. Durante el trayecto hasta su departamento hablamos con esa velocidad justa, que es usual en tiempo de guerra cuando la verdad es secreto total o se tira de un golpe con más firmeza y sin el interés de un dado. Hablamos apurados. Él también estaba fuera, íntimamente exilado para siempre, en el desván de la política que había enardecido los últimos años. Vuelto hacia el fascismo como la gran posibilidad libertadora del coloniaje americano, hacia el esplendor meteórico de Hitler invencible y a la exaltación de todo cuanto constituyera una patria, un destino nacional.

Suspendido, ahora, en la cuerda tensa y circense que lejos de ser la indiferencia, nos daba, en común, el riesgo puro, sin sentido. Y por eso jamás fuimos aventureros. Nosotros también echamos las cartas sobre la mesa. La poesía se ha ocultado, la literatura ha dejado de una vez, de una sola vez, misteriosamente, de conjugarla. Queda el borde límpido del acantilado, sin más ni menos. Como si hubiese caído una piedra intocable, caído el mismo Rimbaud. Los dos habían hecho harto. Napoleón Lopes había sido despreciado por su amiga porque se había rapado, vestido de mujer y llegado a casa de su familia a fin de conquistarla por similitud. Su madre rusa y su padre –una figura política o semipolítica o semieconómica– era, al mismo tiempo, amigo y enemigo de Vargas. Había llegado al fondo del Amazonas, en el territorio del Acre, y sobrevolado la selva arrojando panfletos manuscritos que decían «confesaos los unos a los otros» en lugar de establecer el censo que la admiración le confiara. Mello había mimado a un príncipe hindú, a un magnate paraguayo, en embajadas, en recepciones y con uno de sus admirables disfraces había engañado a Tomás Lebreton, del brazo de una auténtica marquesa italiana bellísima, fascista e imbécil. Líder del integralismo se había batido en las calles. Ambos habían emprendido un viaje a Alemania que terminó en Alagoas porque escribieron feroces injurias en un libro abierto para una colecta pro-aliada. La policía del Estado los encarceló durante un mes. Brasil se inclinaba hacia los anglosajones velozmente. Ellos regresaron a Río y editorialistas del único diario pro-nazi escribieron violentas diatribas contra el jefe de policía de aquel Estado. Éste juró vengarse. Mello hablaba siete lenguas y Napoleón cuatro. Una tarde habían invadido una sesión de la Academia de Letras a sillazos y a golpes. No tenían ni de cómo ni de dónde sacar para vivir. Esa era la última tarde en Ipanema. El dueño del departamento, conmovido, les permitiría alojar provisoriamente en una casona vacía, ex-prostíbulo, que había comprado para demoler y edificar. En un comienzo, por vivir nosotros en el palacio de Osvaldo Cruz, Mello nos creyó argentinos ricos. Y desde esa noche fuimos todos a dar a la casa en tinieblas.

Bo sabía y, además, había vivido inviernos, abandonado, vagabundo en las calles crueles de Buenos Aires y desde el sub-mundo al mundo había bebido el cáliz. Toda la verdad irreal de los anarquistas italianos que abrieron la Boca, con sus exilios, sus dulzuras horriblemente sentimentales, con la lucidez intacta del coraje y la fidelidad insobornable me alcanzaron desde la infancia y las lenguas latinas y sus autores magníficos. Raúl atravesó en su carne, en parte inglesa, toda la ternura y generosidad y esa tristeza además inconsecuentemente, de una familia que baja desde un general de la independencia americana. Padecimos, sin mientes, la moral absoluta de la lucha por la libertad. Y la guerra puso en claro las admirables mentiras. «Ordina questo amore, O tu che m’ami»[1] –Napo leía a la luz de una vela. Dormíamos tendidos en las maderas del hall. En la oscuridad se adivinaba una gran escalera a doble ala. Debajo de ella, Mello se tendió con su mujer. Nos hablábamos todos en la semioscuridad. El mundo es apenas vértice, nunca lo uno a la espera de lo otro.

La sucesión es sólo posible por la inminencia o amenaza de lo único –eso que es, allí, así y, tal vez, no más. Era un libro pequeño en papel biblia, el «Purgatorio» de Dante. Leí en alta voz, sin cesar, sus cantos. Entre las pausas largas se escuchaba el jadeo de un coito en la oscuridad. El ritmo de la voz cada vez más ajena de sí, flotaba en la sala como una partida. «Ordina questo amore, O tu che m’ami», decía el verso de Jacopone como acápite de esa pequeña edición. Y había otras escenas y algunas cosas inaprehensibles. Salimos a robar algo para comer. Un pescado. Fuimos descubiertos y en la comisaría la discusión grotesca se nos hacía astillas por miedo de que reconocieran la impostura. Esta viva impostura de no ser nadie, de desechar todo lugar, de rehusar razones, sencillamente como un vidrio empañado al que se le pasa un pañuelo, constantemente. Impostura de la prisa, una velocidad interna, pujante que desdeña sin desprecio lo que se da al paso, desarma las combinaciones porque apunta al mar. Después llegó Abdías do Nascimento, el negro. Subíamos a los tranvías tropicales de Río, no pagábamos, por juego, y tocábamos las cabelleras de las muchachas sin saber nunca de ellas. Trepábamos a un monumento público y decíamos con un discurso poético la inutilidad de todo discurso, sin violencia, sin sonrisa, apenas. Una española nos cuidó en su pensión. Zaida Paz. Vivíamos los cuatro y el negro. Abdías fue gerente de un banco, era Dr. en Ciencias Económicas, líder negro integralista por la liberación del colonialismo americano, en su hora. Supo de nosotros, abandonó familia, tretas ideológicas, medios, para vivir allí, sin nada. Desde el hospital de enfrente, enfermeras y enfermeros nos espiaban con anteojos largavista, pues los cinco, desnudos, solíamos decir Werther en el balcón del cuarto. Nos guiñábamos los ojos, en cualquier ocasión, para hablar con palabras de Heráclito, Empédocles, Homero, Virgilio, Platón o Píndaro. Jugábamos a reñir públicamente o en medio de una fiesta con indicaciones de Dante, Rimbaud, Nietzsche. La palabra para sustentarse se burla de sí misma despiadadamente, se suspende para ser a solas. Sin la mentira del optimismo, del pesimismo o de la indiferencia.

Cierto, inexplicablemente, caben los santos. Más tarde conocimos a Koenig, el gran espía nazi en Río, sobre la cubierta del primer buque mercante alemán que cruzaba el bloqueo y diera una recepción a toda la prensa carioca y extranjera. Pero ninguna tentación ni burguesa, ni revolucionaria, ni de puntillas es suficiente. Había que impedir que la trama siempre reconstituyéndose de las buenas razones anulara el destello. Napoleón para obtener algún dinero con que partir editó una insolente biografía de Goering que los alemanes pagaban como pagaban ingleses, americanos y a cualquiera. Mello, atado a su juego de salvar para salvarse, no partió. Paulo Fleming, nos obtuvo ante su padre almirante pasajes hasta Belén do Pará. Abdías venía con nosotros fuera donde fuera y se despertaba físicamante como un príncipe. París, a pesar de los amores de Bo, era ya una capital insuficiente con o sin guerra, después o aún más tarde que la guerra. Entonces aquel jefe de policía de Alagoas se vengó. Filinto Müller a pedido de Napo solicitó autorización para que este pasara por allí y aquel la negó. Lo arrestaría de nuevo. Trazamos, entonces, un itinerario. Echamos a suertes para saber quien acompañaría a Napo y me tocó a mí, el más temeroso de todos. Los cinco embarcaríamos al día siguiente. Napo y yo bajábamos en Bahía y de allí seguíamos por tren hasta el fondo de ese estado.

Entraríamos en Ceará, haríamos un rodeo y atravesaríamos el estado prohibido por su traste más lejano. De ese modo alcanzaríamos la ruta que nos llevaría a San Luiz do Maranhao y allí embarcaríamos hasta Belén. En esta ciudad nos esperarían los otros tres. El problema es que el tren para el interior de los estados sólo llegaba hasta, apenas, Joaicos. El modo de continuar viaje se vería allá. Si arrestaban a Napo yo enviaría un telegrama de felicitaciones por su cumpleaños a Raúl, y en ese caso, ellos procurarían la intervención de escritores, amigos, periodistas para rescatarnos, si posible. Casi como una pasión de risa, aún sin saberlo, había que jugar así en plena guerra para simplemente afirmar la transparencia incorruptible de la inanidad.

El barco zarpaba a las dos de la tarde. Las noches como sus veranos ruedan por las playas de Río bajo el aire caliente, de la mano de un célebre compositor de música popular que nos encontró bajo un farol y nos llevó a su cabaret lujoso cavado en una roca, llena la fiesta de americanas espléndidas y procaces, de smokings funerales. Rueda como la procesión de niños que encabezara a las once de la mañana y que nos seguían, dichosos, coreando los mueras dirigidos contra las familias. Rodábamos todos en una dispersión involuntaria y común. Hasta que Raúl me encontró y me encerró en un ropero mientras hacían las maletas. El negro Abdías se perdió en la noche y perdió el barco. Noche de las travesías siempre oscurecidas, de los hoteles impasibles y vacíos, de las negras casas colgando cerro abajo como una ventana al mar. Del buen terror inútil empapelando cuerpos y almas. Noches desconocidas, sin palabras. La sonrisa de despedida en la calle final de Bahía. Salgo y entro por la risa llena de vocales de aquel portugués barbado y distinguido en el tren de cuarenta horas hasta el río San Francisco, y en el otro tren desierto a través del desierto. ¿Cómo revelar el límite indeleble de la hipocresía para que dentro de ella misma se pueda franquearlo hasta la invitación o mundo? Salgo y entro, aún, del desierto de espinas atravesado a lomo de asno, de la ternura fina de Joao, el guía, antiguo soldado de Prestes, el centésimo caballero de las esperanzas americanas y como todos ellos nuevos héroes por sus inutilidades que no fracasos. Tal vez, la armonía sea apenas unas pocas palabras y la música va en retardo de siglos. ¿Dónde estarán, esta tarde, los pilotes del monomotor Junker que volaba a Terezinha? La generosidad ciega del aviador, aquella comida parca entre él, su acompañante y nosotros dos, esperando, por fin que cualquiera, Rusia, Alemania –ya ni optimista ni pesimista– haciendo caer cayeran para abolir la representación. ¿Es eso la justicia? Si lo es únicamente se da de un sorbo, a medianoche, en la caseta lejana, en medio de la ciudad más tórrida de Brasil, entre dos pilotos locos y dos poetas cuando únicamente la guerra suspende y suspende. Poder tener pasión sin entusiasmos, lucidez sin amarguras como la fugitiva realidad y decisión de una piedra lanzada. El contorno es desnudo, sin ideología posible, sin consecuencia. La castidad misma como la guerra civil española –donde la hubo– por lado y lado, a pesar de los gobiernos. Este país, señoras y señores, avanza a tanteos. La verdadera democracia es el cambio incesante, jamás convertido en ley. Ella se asegura a sí misma por el continuo golpe de Estado arbitrario. Bolivia y el Caribe llevan su germen. Pero nosotros sabemos del imperio que es simplemente la libertad por la libertad sobre todo precio. Qué lenta es una sola vida, cuánta paciencia. Wo, aber, sind die Freunde?[2]

Tantos hombres que hay. Unos espiritistas, otros masones, aquellos cristianos, estos católicos, esos de miles religiones, unos muy asustadizos, muchos pecadorcillos, el francés amarillento que cazaba y vendía serpientes, el prisionero integralista en las cárceles de Belén que nos metió, sin querer, en el Amazonas. [Abdías, perdido y recuperado, sin tiempo ya –no volverá nunca a tener tiempo– tomó el barco siguiente con ayuda de Paulo Fleming y con una risa que asusta por la inocencia invencible contra los trazos barrocos de su tedio y vicio, abrió el portón y como rara luz apareció; desnudo, leyendo el segundo discurso de Fedro, tan lejos aun de nosotros mismos.] Y hay tantas mujeres y aquella niña suave y burguesa que hablaba a la vera del parque entontecida para siempre por la esperanza. Como los emprendedores nazis, democráticos o socialistas salvadores de la humanidad. En ese nido de guerra que era Belén trazamos una noche con Seoane, un ingeniero peruano que, según él, iba a trazar el nuevo canal de Panamá, el asalto a las Guayanas para libertar lo que falta del continente americano. Pero los diarios, y era habitual, anunciaron nuestra llegada a la ciudad. Un encarcelado político reconoció en la foto a Napo y le escribió subrepticiamente para indicarle que lo tenían fondeado allí y sin proceso alguno. El hijo del gobernador del Estado –poeta a su gusto– tropezó con nosotros en el atrio de una iglesia y nos dio el recado que una carta nos esperaba en el diario del cual él era redactor. Y esa era la carta. La carta como todas las de su género, desesperada y conmovedora. La enviamos a Río, pues todo se puede vender menos la solidaridad de desgraciados. Pero éramos tres argentinos en Belén. La guerra no es cuento. Nuestra real desnudez tampoco. Supimos que habían detenido en Belén a dos brasileros por haberlos sospechado espías. Había un buque alemán internado en el puerto, sin poder salir. Los aviadores de la LATI italiana, el vuelo reciente de USA con escala Belén, los alemanes de la Cóndor y hasta Douglas Fairbanks hijo en misión hacia Sudamérica tramaban allí el posible desembarco de los aliados en África con base en el norte de Brasil. Poco a poco Vargas se inclinaba hacia EE.UU. Un nido de guerra para jugar al absurdo. Pero llegó otra carta y esta vez por mediación de un gendarme de la cárcel. Podía ser una trampa cualquiera para suponernos cualquier cosa. Napo y Bo zarparon entonces para el único lugar posible, Amazonas arriba. Pero llegó la sífilis. En verdad el mundo es razón de ser y los hombres moscas de esa miel. La esperanza se da siempre como posesión posible de esa razón de ser. Pero el paso, passo, es ajeno a cualquier felicidad o infortunio. Por eso vive del engaño. Como la burla se ofrece, desnuda, en rescate. Hasta que el propio rescate es prenda apenas. Convertíamos en universidades, bibliotecas, conferencias y artículos, a Zaida Paz en mística autora e historiadora, en socióloga inédita, en cronista del virreinato, etc. La tontería fácil del Borges vacuo y semiciego. En cambio, el secreto simple, del río, del río todo. [Raúl, Abdías y yo alcanzamos a Bo y Napo en Manaos.] Salimos de Manaos con el regalo que el gran amigo nos trajo a bordo. Un tallo de orquídeas con cinco ejemplares. La santa hermandad de la orquídea, pendiendo, parásita, inútil de los árboles de Manaos. Acaso la poesía es sólo esta viva obediencia sin centros, continuamente enmudecida. Ni pueblo ni mundo aún. Aumenta el peso de la tierra para hacer grávidos otros centros ajenos, nunca estando. Una y una y una y otra estrella o galaxias por cuyas separaciones el cielo despierta como añadidura. ¿No es la palabra, entonces, mero incidente? El sexo teje y devuelve la continuidad, el pesimismo, la expectación, el razonamiento, la esperanza, la gran parodia de la libertad como apuesta –al revés o al derecho– entre señores y esclavos. Pero el río. Todavía el Amazonas se levanta como arco tendido sobre América, como su cima curvada. La selva no es paraíso ni infierno, ni es país, ni es simple, ni es compleja. La inconsistencia de toda recta diluye la definición, cesa el concepto mismo sin perder realidad. Con ella hay mundo pero ella no lo es tal. El río, su delicadeza extrema de la que no hay que hablar.

Enfermo, moribundo, de puertecillo en puertecillo, el buque de ruedas cargando cada seis horas leñas como combustible. Días indeferenciados a sus noches, el bouto negro y el roxo, el pexe buey, las boas, no tienen nada que ver con la naturaleza. Hay que temblorosamente callar esa diferencia. Las cantilenas de los cargadores de maderos aturdidos por la caxaxa mostrando en el cuerpo el instinto despejado. La selva trae el instinto a una limpidez casi ingrávida que dista mucho de ser una simplificación cualquiera. Entonces se puede leer a Platón en aquella admirable, por vivaz, traducción de Vasconcelos. Más que sin geometría, sin ese instinto Platón yace mudo. Así uno sabe que traicionar es pura ilusión.

Más de un mes en la cabina apestada de mosquitos que traían a la sangre infectada la salud de la malaria para impedir la muerte. ¿Qué impide el cruce a la aniquilación absoluta? Pues ésta no existe. Mas prometí callar lo que allí conocí. Y callo. El conocimiento se da en farsa para ser conocimiento. El límite interior de la hipocresía se desgrana como esos cántaros viejos y silbantes que, muy distinta a la humildad –que deja siempre lugar al día–, a la renuncia –que devuelve la voracidad cara cara–, a la aventura –que estabiliza porque sostiene el peligro– la experiencia yace en su silencio provocador. Nos parecíamos próximos durante las forzosas vigilias de la noche indomable y en la flacura voraz, indetenible, con que el río redujo mi cuerpo y mi vida. Acaso no se puede zafar uno de las pesadas defensas, esas lascivias densas como invocaciones. Pero una mañana de marzo –no recuerdo– el «Victoria», que así se llamaba el barco, entró a Iquitos. Subió el Dr. Mascaró y me midió el hígado con regla de escolar. Bo había olvidado sacar el techo donde yo defecaba sin término y Raúl no había cambiado aún el colchón empapado de sudores febriles. Abdías me lavaba la frente, Napo rezaba. Comprendí en el rostro del médico mi estado, pero le imploré que me dejara desembarcar. Con esa comprensión que únicamente tienen los que saben traicionarse es una mera ilusión, el médico accedió. Y la vida por eso cambió. Pero también la vida del mundo, a pesar de todas sus post-guerras. Cambió dulcemente el tiempo. Aunque cueste creerlo. Y cuesta, amigos, cuesta. Wo aber sind die Freunde?

Notas

  1. Nota de la Edición: Cantico Amor di caritate (Lib. VI Cant XVI.), Jacopone da Todi; se podría inicialmente traducir como «pide este amor, tú que me amas».
  2. Nota de la Edición: «Andenken», Friedrich Hölderlin; verso 37.

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Fondo Iommi-Amunátegui / Autónomos I:

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