Diferencia entre revisiones de «Los Ojos del Gato»

De Casiopea
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Edi Simons participó de expediciones poéticas semejantes, inventadas por Godo Iommi, produciendo poesía viva en altos bramidos en las calles y plazas de Europa, América y Asia, a veces al aire libre, a veces en recintos cerrados, como en el patio de una vieja cervecería de Londres, donde Shakespeare escenificara sus obras, o en el Royal Albert Hall, arrendado por el poeta Jonathan Boulting, y donde yo mismo leí, al lado de Vanessa Redgrave, desvaída y envuelta en la bandera de Cuba, un poema despedazado y bilingüe, que él transpusiera en una rara lengua joyceana, a seis mil ingleses atónitos. Descendimos el Támesis de madrugada con cinco mil jovenes y muchachas aullando versos dolorosos o triunfantes en una fogata de trescientos barcos, para celebrar el sexto centenario del incendio de Londres. Hicimos espectáculos semejantes en el terciopelo verde de los pastos de Hyde Park, en severos bulevares de Estocolmo, en los ingenuos parques de Dinamarca, en las plazas de palacios romanos de Berlín Imperial. Ahí Edi celebró la rosa del mundo al lado de la escultora brasileña Carla Gaglíarde, hija de un famoso cantor romántico de Río de Janeiro, que lo hospedaba con su marido alemán el fotógrafo Thomas Florschuetz, también artista, bueno para los ángulos ópticos y puros de la Habana, en la gran aldea de esa Roma prusiana, inventada por el romanticismo alemán de los káiseres civilizados.  
Edi Simons participó de expediciones poéticas semejantes, inventadas por Godo Iommi, produciendo poesía viva en altos bramidos en las calles y plazas de Europa, América y Asia, a veces al aire libre, a veces en recintos cerrados, como en el patio de una vieja cervecería de Londres, donde Shakespeare escenificara sus obras, o en el Royal Albert Hall, arrendado por el poeta Jonathan Boulting, y donde yo mismo leí, al lado de Vanessa Redgrave, desvaída y envuelta en la bandera de Cuba, un poema despedazado y bilingüe, que él transpusiera en una rara lengua joyceana, a seis mil ingleses atónitos. Descendimos el Támesis de madrugada con cinco mil jovenes y muchachas aullando versos dolorosos o triunfantes en una fogata de trescientos barcos, para celebrar el sexto centenario del incendio de Londres. Hicimos espectáculos semejantes en el terciopelo verde de los pastos de Hyde Park, en severos bulevares de Estocolmo, en los ingenuos parques de Dinamarca, en las plazas de palacios romanos de Berlín Imperial. Ahí Edi celebró la rosa del mundo al lado de la escultora brasileña Carla Gaglíarde, hija de un famoso cantor romántico de Río de Janeiro, que lo hospedaba con su marido alemán el fotógrafo Thomas Florschuetz, también artista, bueno para los ángulos ópticos y puros de la Habana, en la gran aldea de esa Roma prusiana, inventada por el romanticismo alemán de los káiseres civilizados.  


Celebró, a mi lado y al de Godo y de los otros, con unos cuernos de cobre en la cabeza, esculpidos por Claudio Girola y con un coro de dos mil estudiantes, los fuegos volcánicos de Chile, en una caleta entre Valparaíso y Viña del Mar, entre himnos inventados al resplandor de los espectáculos pirotécnicos. Otra vez, durante un día entero, cantamos juntos bajo la batuta de Godofredo Iommi, en la playa perdida de Horcón, el descubrimiento del Pacífico, ante la Isla de los Lobos, con sus asombrosos leones marinos de cuatro metros de largo. Silbábamos canciones al ritmo de los maestros de capilla bachiana, a la moda de los balseros que pescan el pargo encarnado y el ariacó de rayas verde-azules en las playas atlánticas de Brasil, en un coro de silbidos para llamar al viento. El soplo fantástico de los silbidos atravesó América, con los pescadores de congrio del Pacífico entonando la misma melodía marina de los pescadores de mero rosado en el Atlántico meridional del otro lado del continente. Entramos al agua hasta las ingles, repitiendo con voces roncas las imprecaciones de Balboa, bebiendo como él, en la concha de la mano, el agua salada para la certeza de estar en un mar, y no en una pobre laguna de agua dulce. Llamamos uno a uno, por sus nombres verdaderos, a fuertes gritos, a los pescadores muertos de la caleta chilena, y los nombres, constantes en las crónicas, de los marineros de Balboa en el mar de Panamá. Después, reiteramos a las solitudes oceánicas la fórmula sacra con que tomó posesión, en nombre del Rey de España y de la Virgen María, de todas aquellas olas y de las tierras por ellas bañadas. Éramos los dueños del Océano Pacífico. En señal de posesión dejamos, plantada en la arena sobre una base de piedra, una escultura metálica de Claudio Girola. Concluimos todo con un banquete elemental de pescado asado y pipas de vino maduro de Tarapacá, y permanecimos eructando en la playa los buenos vinos y los extraños frutos del mar chileno. A estos actos, que acostumbraba producir en todo el mundo, con ciertos rituales de la cábala cosmogónica o eleusiana de Orfeo, el poeta Godo denominó «Phalène».
Celebró, a mi lado y al de Godo y de los otros, con unos cuernos de cobre en la cabeza, esculpidos por Claudio Girola y con un coro de dos mil estudiantes, los fuegos volcánicos de Chile, en una caleta entre Valparaíso y Viña del Mar, entre himnos inventados al resplandor de los espectáculos pirotécnicos. Otra vez, durante un día entero, cantamos juntos bajo la batuta de Godofredo Iommi, en la playa perdida de Horcón, el descubrimiento del Pacífico, ante la Isla de los Lobos, con sus asombrosos leones marinos de cuatro metros de largo. Silbábamos canciones al ritmo de los maestros de capilla bachiana, a la moda de los balseros que pescan el pargo encarnado y el ariacó de rayas verde-azules en las playas atlánticas de Brasil, en un coro de silbidos para llamar al viento. El soplo fantástico de los silbidos atravesó América, con los pescadores de congrio del Pacífico entonando la misma melodía marina de los pescadores de mero rosado en el Atlántico meridional del otro lado del continente. Entramos al agua hasta las ingles, repitiendo con voces roncas las imprecaciones de Balboa, bebiendo como él, en la concha de la mano, el agua salada para la certeza de estar en un mar, y no en una pobre laguna de agua dulce. Llamamos uno a uno, por sus nombres verdaderos, a fuertes gritos, a los pescadores muertos de la caleta chilena, y los nombres, constantes en las crónicas, de los marineros de Balboa en el mar de Panamá. Después, reiteramos a las solitudes oceánicas la fórmula sacra con que tomó posesión, en nombre del Rey de España y de la Virgen María, de todas aquellas olas y de las tierras por ellas bañadas. Éramos los dueños del Océano Pacífico. En señal de posesión dejamos, plantada en la arena sobre una base de piedra, una escultura metálica de Claudio Girola. Concluimos todo con un banquete elemental de pescado asado y pipas de vino maduro de Tarapacá, y permanecimos eructando en la playa los buenos vinos y los extraños frutos del mar chileno. A estos actos, que acostumbraba producir en todo el mundo, con ciertos rituales de la cábala cosmogónica o eleusiana de Orfeo, el poeta Godo denominó «Phalène»<ref>«La ‹Phalène› se denomina el juego poético o ronda abierta a la voz y figura de todos, por aquello de Lautréamont de que ‹''la poésie doit etre fair par tous et non par un''›. Ronda iniciada en Valparaíso en el año 1953, cumplida a través de toda Francia, Irlanda, Inglaterra, en Delfos, Cuma, Istambul, Munich. Y en América, desde Tierra del Fuego hasta Villamontes en Bolivia; desde Santiago de Chile hasta Vancouver en Canadá». Phalène del Golpe de Dados, Varios Autores. Revista Amereida N.1. En colaboración con la Revue de Po&sie. París - Viña del Mar 1969.<br>
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«30 de Julio de 1965, Punta Arenas. Anoche tras la comida, primera reunión. Se afinaron las reglas del juego poético y reajustaron finanzas. / Reglas de juego. / ‹No juicios›: Todo cuanto ocurra y se construya en los actos es poético. / Libertad de ‹hacer›: Ejemplo, si Pérez Román quiere pintar cuadro, objeto, muro, etc., a raíz del acto poético pero después de ocurrido, vale. / Obediencia al que se le ocurre el acto: No por mandato sino por disponibilidad. / Transgresiones: La idea es equivocar el equívoco».  Amereida, Vol II, pg 159.<br>
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«Todo acto poético se inicia siempre con la recitación del poema ''El Desdichado'' de Gerard de Nerval. Así se iniciaban, se inician y espero que se inicien siempre las Phalènes desde el año 1952. El primer verso es el que marca el tono fundamental de la ''Phalène'':<br>
‹Yo soy el Tenebroso, - el Viudo, - el Desconsolado, El Príncipe de Aquitania, el de la Torre abolida Muerta está mi única Estrella, - y mi constelado laúd Luce el Sol negro de la Melancolía›».  ''Ibid'', pg 204.</ref>.


Hasta en China, Edi Simons sedujo, en madrugadas clandestinas ante grandes riesgos policiales, a jóvenes chinos y chinas para algunas de esas ceremonias poéticas. De ellas participé aterrado, cubierto por la complicidad de un joven diplomático francés, después incriminado por esa lírica insensatez y por sus amores prohibidos con una súbita menina de Pekín fascinada por esas castas orgías líricas. El francés fue maldecido por el Comité Central de Chang-no-han y expulsado del país, con los fulminantes ritos de castidad del marxismo cátaro implantado en la República Popular China. Pero esto también es otra historia.
Hasta en China, Edi Simons sedujo, en madrugadas clandestinas ante grandes riesgos policiales, a jóvenes chinos y chinas para algunas de esas ceremonias poéticas. De ellas participé aterrado, cubierto por la complicidad de un joven diplomático francés, después incriminado por esa lírica insensatez y por sus amores prohibidos con una súbita menina de Pekín fascinada por esas castas orgías líricas. El francés fue maldecido por el Comité Central de Chang-no-han y expulsado del país, con los fulminantes ritos de castidad del marxismo cátaro implantado en la República Popular China. Pero esto también es otra historia.

Revisión del 15:42 2 ago 2013







TítuloOs Olhos Do Gato & O Retoque Inacabado — Memorial de Edison Simons Quiroz (español)
Año2001
AutorGerardo Mello Mourão
Tipo de PublicaciónEnsayo
Edición
ColecciónHeteroGenios"HeteroGenios" is not in the list (Tesis, Oficio, Amereida, Ciudad Abierta, Poética, Poesía, Despliegue del Oficio, Náutico y Marítimo, Ciudad y Territorio, Anotaciones, ...) of allowed values for the "Colección" property.
CiudadRio de Janeiro
Carreras RelacionadasArquitectura, Diseño Gráfico"Diseño Gráfico" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property., Diseño Industrial"Diseño Industrial" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property., Náutico y Marítimo"Náutico y Marítimo" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property., Ciudad y Territorio"Ciudad y Territorio" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property.

Los Ojos del Gato & El Retoque Inacabado — Memorial de Edison Simons.

«Una noche en la India, Luis de Camões, a falta de velas, escribió parte de un Canto de Os Lusíadas a la luz de los ojos de sus gatos. Tasso cuenta lo mismo: escribió un soneto en la oscuridad del manicomio donde lo habían metido, alumbrado por los ojos de un gato. Sospecho que Baudelaire también habría escrito unos alejandrinos bajo la luz verdosa de unos ojos de gato. Fuerza de la dislexia, luna del poema».

La información, vagamente erudita, parece ser de Edi Simons. El breve y astuto comentario sobre la fuerza lunar de la dislexia, también. Digo Edi Simons porque así está en un pequeño libro apócrifo, trilingüe, sin titulo en la tapa, sin indicación de autor ni de editor, incluso sin numeración de páginas, que me llegó de París en la primavera, pero ciertamente escrito por el poeta panameño. Pues Edi Simons era poeta y nacido en Panamá. El volumen artesanal apenas trae en la primera página interna, tres palabras en negrita: The Unfinished Touch. Pocas semanas después del envío del libro apócrifo, lo encontraron inconsciente y caído en su estudio de la Rue de Cotentin; torre abolida de ese último príncipe solitario en la Aquitania de su destierro, luego de la estrecha celda cenobita que ocupó en la Rue Lakanal. De ahí lo llevaron al Hospital Pompidou. Tres días después, estaba muerto y –a pedido suyo– unos amigos compasivos cremaron, en Père Lachaise, su cuerpo dorado de indio, de las indias de Oriente y de Occidente, y sobre el Sena esparcieron sus cenizas.[1]

El libro apócrifo podría llamarse De Inventario, pues es una especie de documento notarial del ser y del saber del poeta absoluto que, joven aún, partió de su dramático non-lieu en el despedazado istmo de Panamá hacia tantos exilios, largos o efímeros. Vivió y murió en España y en Suiza, a veces en Ginebra, a veces en una aldea de queseros y relojeros, llamada la Ferney, al otro lado de la frontera con Francia donde vivió Voltaire, que allí vendía relojes baratos y... Vivió también en Londres y en Berlín, en Grecia, en Japón y en Chile, donde sobrevoló la Cordillera de los Andes en el temerario planeador de Miguel Eyquem, un arquitecto volador de aquella banda del Pacífico, aún más temerario que los audaces artefactos aeronáuticos con que acostumbra asustar los cielos azules de Valparaíso.

En los años sesenta, el poeta Simons se perdió en un famoso safari épico-lírico llamado Amereida[2], en las fronteras de Tierra del Fuego, entre la Patagonia chilena y la Patagonia argentina, con campamentos en los confines de Río Gallegos y subidas septentrionales a las viejas y viejísimas ciudades del Perú de los Virreyes y del Perú de los Incas, y a las avenidas de nieve del altiplano boliviano. Acompañaba, entonces, a una bandada de poetas, pintores, filósofos y arquitectos franceses, argentinos, ingleses, vascos y chilenos. La malta poética inventada por el genio de Godofredo Iommi y Alberto Cruz era tan inverosímil, que para escapar de sospechas de la policía, llevaba como habeas-corpus un certificado del propio Ministro de Defensa de Chile, obtenido por los buenos oficios del cineasta Patricio Kaulen. Ya en semejante expedición por ciudades y aldeas del interior de Francia, la misma comanda lírica se preparaba para defenderse de las sospechas de la Seguridad Pública, con un salvo-conducto o visto bueno, una carta de garantía de André Malraux, ministro de De Gaulle, obtenida del escritor español José Bergamín, entonces exiliado en París, según informa nuestra querida Josée Lapeyrère, protagonista privilegiada y obstinada hasta hoy con la belleza de sus ojos y de su sagrada voz poética, órfica y fiel de esas maratones líricas de algunos seres humanos dependientes del sagrado vicio de la oda y la elegía.

Edi Simons participó de expediciones poéticas semejantes, inventadas por Godo Iommi, produciendo poesía viva en altos bramidos en las calles y plazas de Europa, América y Asia, a veces al aire libre, a veces en recintos cerrados, como en el patio de una vieja cervecería de Londres, donde Shakespeare escenificara sus obras, o en el Royal Albert Hall, arrendado por el poeta Jonathan Boulting, y donde yo mismo leí, al lado de Vanessa Redgrave, desvaída y envuelta en la bandera de Cuba, un poema despedazado y bilingüe, que él transpusiera en una rara lengua joyceana, a seis mil ingleses atónitos. Descendimos el Támesis de madrugada con cinco mil jovenes y muchachas aullando versos dolorosos o triunfantes en una fogata de trescientos barcos, para celebrar el sexto centenario del incendio de Londres. Hicimos espectáculos semejantes en el terciopelo verde de los pastos de Hyde Park, en severos bulevares de Estocolmo, en los ingenuos parques de Dinamarca, en las plazas de palacios romanos de Berlín Imperial. Ahí Edi celebró la rosa del mundo al lado de la escultora brasileña Carla Gaglíarde, hija de un famoso cantor romántico de Río de Janeiro, que lo hospedaba con su marido alemán el fotógrafo Thomas Florschuetz, también artista, bueno para los ángulos ópticos y puros de la Habana, en la gran aldea de esa Roma prusiana, inventada por el romanticismo alemán de los káiseres civilizados.

Celebró, a mi lado y al de Godo y de los otros, con unos cuernos de cobre en la cabeza, esculpidos por Claudio Girola y con un coro de dos mil estudiantes, los fuegos volcánicos de Chile, en una caleta entre Valparaíso y Viña del Mar, entre himnos inventados al resplandor de los espectáculos pirotécnicos. Otra vez, durante un día entero, cantamos juntos bajo la batuta de Godofredo Iommi, en la playa perdida de Horcón, el descubrimiento del Pacífico, ante la Isla de los Lobos, con sus asombrosos leones marinos de cuatro metros de largo. Silbábamos canciones al ritmo de los maestros de capilla bachiana, a la moda de los balseros que pescan el pargo encarnado y el ariacó de rayas verde-azules en las playas atlánticas de Brasil, en un coro de silbidos para llamar al viento. El soplo fantástico de los silbidos atravesó América, con los pescadores de congrio del Pacífico entonando la misma melodía marina de los pescadores de mero rosado en el Atlántico meridional del otro lado del continente. Entramos al agua hasta las ingles, repitiendo con voces roncas las imprecaciones de Balboa, bebiendo como él, en la concha de la mano, el agua salada para la certeza de estar en un mar, y no en una pobre laguna de agua dulce. Llamamos uno a uno, por sus nombres verdaderos, a fuertes gritos, a los pescadores muertos de la caleta chilena, y los nombres, constantes en las crónicas, de los marineros de Balboa en el mar de Panamá. Después, reiteramos a las solitudes oceánicas la fórmula sacra con que tomó posesión, en nombre del Rey de España y de la Virgen María, de todas aquellas olas y de las tierras por ellas bañadas. Éramos los dueños del Océano Pacífico. En señal de posesión dejamos, plantada en la arena sobre una base de piedra, una escultura metálica de Claudio Girola. Concluimos todo con un banquete elemental de pescado asado y pipas de vino maduro de Tarapacá, y permanecimos eructando en la playa los buenos vinos y los extraños frutos del mar chileno. A estos actos, que acostumbraba producir en todo el mundo, con ciertos rituales de la cábala cosmogónica o eleusiana de Orfeo, el poeta Godo denominó «Phalène»[3].

Hasta en China, Edi Simons sedujo, en madrugadas clandestinas ante grandes riesgos policiales, a jóvenes chinos y chinas para algunas de esas ceremonias poéticas. De ellas participé aterrado, cubierto por la complicidad de un joven diplomático francés, después incriminado por esa lírica insensatez y por sus amores prohibidos con una súbita menina de Pekín fascinada por esas castas orgías líricas. El francés fue maldecido por el Comité Central de Chang-no-han y expulsado del país, con los fulminantes ritos de castidad del marxismo cátaro implantado en la República Popular China. Pero esto también es otra historia.

El pasaporte panameño de Edi Simons puede aún certificar que vivió conmigo en Brasil, en Tailandia, en Kuala Lumpur, y que anduvimos por las Filipinas, en la ruta centenaria del Galeón de Manila, por el reino de Nepal, en los alrededores de Katmandú, donde compré unas estatuas obscenas de depravación erótica del Buda y donde escalamos el Everest, quiero decir, volamos sobre su cresta de nieve inmaculada, por cincuenta dólares, en el arriesgado avión Antonov de un príncipe nepalés. Por allí nació su abuelo en las fronteras himalayas entre el Tíbet y China, y al quedarse en Panamá cambió su complicado apellido indostánico por el vago apellido Simons. De las alturas del techo del mundo para adorar a la Diosa Viva, desembarcamos en el balcón nepalés de madera castaño oscuro del monasterio del Primer Cielo, cerca del Palacio Real, antes de la masacre que allí ahogó en un lago de sangre al Rey Birendra, su reina y su corte. Fue un domicídio inédito en la historia, y de él se ocuparon con rumores los diarios del mundo entero. Más que eso: fue un horror, una profanación y un sacrilegio, en el país más religioso del mundo, donde las personas viven en los templos y donde los dioses sont chez eux –«en su casa»– como me decía un periodista francés. Pero esto también es otra historia.

Descubrimos juntos el reino de Sikhin, en los confines de Asia. Vagamos en el Ceilán –Taprobana de los portugueses antiguos, hoy Sri Lanka– de los fanáticos del fundamentalismo tamil y de los pequeños putos y putas de diez años en las sórdidas esquinas y en las calzadas de los hoteles. Anochecimos algunas veces en el alegre barrio de Kwalung, en Hong Kong, donde perdí 84 dólares en la ruleta de un dudoso casino de la mafia china. Dormimos en un convento del siglo XVI de los jesuitas portugueses en Macao, con un cura políglota, traductor del Pentateuco de Confucio y que nos dio inauditas clases de lingüística. Me alojaron en la celda en que acostumbraba hospedarse mi amigo el historiador inglés Charles Boxer, la misma en que vivió en los tiempos quinientistas mi pariente, el padre João Mourão, preso y masacrado, bajo la acusación de haber convertido al príncipe heredero del Celeste Imperio, en una tenebrosa conspiración para instalar ahí el «régimen de los demonios extranjeros, llamado cristianismo». Edi Simons bebió, durante una noche, un litro de vino de arroz de Sichuan, invocó al espíritu del Padre João Mourão, porque quería que se nos apareciera en el cuarto. No apareció. Los muertos aparecen cuando quieren y no cuando los llamamos.

Después de eso, fuimos huéspedes de lujo del Hotel Reffles en Singapur, ocupando las mismas suites en que estuvieran Rudyard Kipling y Greta Garbo, según inscripciones en las paredes verdosas. Almorzamos ahí un exquisito hot-pot mongol de carne de bisonte de Huejot y tomamos, en una noche, dos litros y medio de whisky escocés sentados en las sillas rotuladas del «Bar de los Millonarios». Yo –recuerdo bien– en la silla poco honrosa de Somerset Maugham, él en la de Ava Gardner, Joan Crawford, Aga Khan o Clark Gable, según la inspiración etílica de cada día. Vimos Indochina y Cochinchina, a los vietcongs mutilados, la biblioteca de piedra de Hanói, las ruinas sagradas de Angkor y vagamos en la antigua Saigón por calles pobladas de putas budistas, ciertamente las más bellas del mundo, flexibles felinas doradas que se aparean como palomas celestes en sus alas de seda.

Anduvimos semanas por Lisboa y Atenas, donde un día fue con Christos Clairis –que además de griego, es lingüista y caldeo– a una noche de salmos y vigilias en el monasterio de los santos del monte Athos. Se internó en borracheras memorables en las estancias paradisíacas de las Baleares, en compañía del poeta inglés Jonathan Boulting, ante los ojos ofidios y las pestañas anaranjadas del viejo poeta Robert Graves. Se perdió en los purgatorios de Moscú desde donde alcanzó Pekín en un viaje de una semana en el Transiberiano, infestado de jóvenes contrabandistas soviéticos y polacos, entre prostitutas polacas y judías de Bielorrusia. Vagó por Paquistán, donde un caballeroso y compasivo diplomático brasileño –emergido de los textos de Platón y de Kant, sumergido, al final, en los pozos de la filosofía budista y contaminado por el vicio incurable de la poesía– lo salvó del vejamen de dormir a la intemperie y de morir de hambre, pagándole viaje y hospedaje en el hotel de una viuda islámica en Bangladesh, cuya hija apasionada por sus versos le enseñó a tocar la citara de tres cuerdas, y lo llevó por una temporada al rancho que heredara del finado, su marido birmano, a veinte kilómetros de la ciudad de Bakoku, en Birmania meridional.

En Japón, comenzó a estudiar japonés con escaso éxito. Guardo sus cuadernos de este aprendizaje, al que también me arriesgué, pero nunca fui más allá de unas tankas y unos haikais antiguos, que todavía sé de memoria, enseñados por mi compañero de prisión Yugo Kusakabe, y otros por mi bella amiga Yuko Kanji, con la gracia de sus kimonos tradicionales y sus menudos pasos de danza antigua, el Nō o el Kabuki, con los ojos oblicuos brillando sobre el abanico de sándalo y seda. Pero esto también es otra historia, apenas para contar que Edi Simons vivió en Tokio, donde una estudiante japonesa le hizo una propuesta no aceptada de casamiento, y donde sobrevivió con vagas prestaciones de servicio a una agencia de publicidad montada en Japón por un coterráneo suyo, un Fábrega de Panamá. Allí se socorrió también con ayudas generosas de mis amigos, Osvaldo Peralva, corresponsal en Japón del mismo diario que yo representaba en Pekín, de su Yuko Kanji y del diplomático Paulo Franco, cuya generosidad ya lo alcanzara en Paquistán y lo acompañara de lejos en los últimos tiempos de París. Creo que de Paulo Franco fue el último mensaje dirigido al poeta –una especie de mensaje nuncupativo– enviado el mismo día que llegara a París, y que era también el día que el cuerpo del destinatario ardía en el horno crematorio, sin posibilidad de atender a la invitación para el almuerzo del amigo fiel. Los muertos no almuerzan ni reciben invitaciones. Pero Edi Simons, vivo o muerto, era capaz de todo.

Intentó vivir en India, tierra del Dr. Simons, el médico hindú que era su padre; y en China, como ya dije, fuimos socios de inauditos peligros nocturnos. Sin hablar de las peripecias periféricas por América Central, de Honduras a Costa Rica, y de peligrosas travesuras, en que incluso hubo un duelo a cuchilla en los oscuros bas fonds de Caracas o Bogotá, tal vez de Guayaquil. Sé además, rumores de sus aventuras en Nueva York y de sus idilios en Canadá, en los confines de Vancouver, donde creo que anduvo con Alberto Cruz, y especialmente en Montreal y en la vieja ciudad de Quebec, donde convivió con mi afectuoso amigo, el gran poeta Fernand Ouellette y su inquieto grupo de escritores. Se enorgullecía, además, como yo y como nuestro amigo Robert Marteau, de ser un québecois honorario –título que nos fue dado por un querido y nostálgico compañero, el gran poeta Gaston Miron. Como él, nunca tuvimos otra patria salvo la lengua que hablamos antes de ser enseñados.

Y no se puede olvidar sus ciudades, Panamá y la vieja Colón, donde naciera, donde viviera la infancia y la adolescencia, que él amaba y detestaba furiosamente, pero donde habitaba siempre, en la memoria fija de su madre, medio española, medio india. Llegó a ser célebre por su belleza criolla, que la hiciera reina de los estruendosos carnavales panameños –lo que era, en su país y en su tiempo, no una ovación pintoresca y popular, sino el honor más alto del Almanaque de Gotha del gentry dionisíaco del istmo. Allí volvería de vez en cuando. Una vez, para dormir en la gran cama rococó, de dosel alto, de una señora judía de incierta aristocracia panameña. Otra vez, para escribir una oda a un boxeur famoso, mi inolvidable compañero en un accidentado viaje aéreo de Nueva York, o Los Ángeles a América Central, cantado y recordado también por Jean Cocteau, en sus memorias y hasta en su discurso de recepción en la Academia Francesa, de quien dijo era el Bach de las tablas de box. Esta Oda a Al Brown fue editada en Panamá por un boliviano aficionado a las buenas letras, el periodista René Capriles, hoy radicado en Brasil como corresponsal internacional.

Pero parece que sus residencias más permanentes, más allá de las estadías en Brasil y en Chile, a veces en mis casas de Río y de Viña del Mar, o en la casa de Tunga y Cordélia en Río, o aun en el breve hospedaje del hidalgo mecenazgo de Cândido Mendes, en un hotel de la Avenida Atlántica, fueron, en verdad, la enternecida memoria del hogar materno en su Colón. Y las casas de María Zambrano, en Suiza y en España, especies de gruta de aquella ninfa Egeria, donde era hijo y padre, hermano y príncipe heredero de la gran hechicera. Tenía incluso moradas esporádicas en la irreparable nostalgia de la bella Sara Mena, mujer del arquitecto Pino Sánchez, de la Ciudad Abierta, junto a Viña del Mar, como también en el dulce recuerdo de estadías bisiestas en la convivencia lírica y litúrgica con los encantos de musa de Nicole d’Amonville, en estadías de Ibiza o de Barcelona, donde la bella condesa francesa, nacida en El Salvador, acostumbra vivir transformada en catalana. Fue ella, de frecuente convivencia con nuestro poeta inglés Jonathan Boulting y sus dos diosas negras, que allí lo habría introducido en la erudición y en el misterio de los Cantos Sibilinos, que yo mismo empecé a cultivar en una viola pobre, y en fervorosas notas y telefonazos en las tardes bizantinas de Dora Ferreira da Silva, en su jardín salvado de la turbulenta Constantinopla paulista.

Irresidente de muchas residencias, en realidad donde estuvo anclado, demoradamente, hasta la muerte, fue en la fascinación de esa ciudad rilkeana de París, donde la gente va menos para vivir que para morir, según el poeta. Como tantos irresidentes del mundo, fue el íncola ejemplar de la geografía, de las calles, de los bulevares y del exilio en el corazón, en el espíritu y en la cultura de París. Allí cerró los ojos y desapareció en la nube de cenizas de sus restos. Allí lo contemplaron, agonizante, a bordo de su beatitud final, algunos amigos conmovidos y fieles de sus últimos días, como mi hijo Gonçalo, a quien pidió, con voz ya jadeante, en el lecho de la agonía, que celebrase su «debilidad» (sic). Creo que entre los testigos de su subida al cielo, estarían, de seguro, algunos de los muertos que le dieron la bienvenida a su nueva y definitiva morada. Eran los bellos fantasmas de la convivencia de siempre: Agustín y Efraín Bo, Jorge Pérez Román con sus pinceles, tal vez Enrique Zañartu con su cortesía, Paulinho Ramos y el propio Godo al lado de María Zambrano, y el séquito que iría de Homero a Virgilio, de Dante a Leopardi, de Platón a Beaufret y Heidegger, de Cervantes a Rimbaud, de Baudelaire a Hörlderlin y otros, y otros. Un séquito mucho mayor que el de los vivos. Entre éstos, hasta por falta de información, apenas unos pocos: ciertamente, algunos cireneos de su continuo viaje al monte de la muerte, el arquitecto François Milou y su Marie, ángeles de la guarda de sus tiempos fatigados, como también la poeta Josée, ciertamente el querido pintor mexicano Guillermo Arizta, el filósofo François Fédier, los sumos poetas Michel Deguy y Robert Marteau, el arquitecto Ratzko y, quien sabe, por complacencia lírica, amigos intermitentemente desafectos, como Juan Pablo Iommi Amunátegui y el compasivo lingüista griego Christos Clairis. Creo que ahí estuvo también el poeta inglés Simon Lane, que lo hospedaba en su cerrado club londinense y fue su socio en el comentado acto poético suscitado en Bahía, con performance de Tunga y Artur Barrio. Alberto Cruz y Godofredo Iommi habrían hecho esto si no estuviesen en países distantes: Godo en su reciente sepultura, y Alberto en su Escuela de Valparaíso. Pero de seguro, estaba ahí mi hijo Gonçalo, curador de la edición de su libro apócrifo y, como vimos, uno de sus últimos visitantes en el hospital de donde sailed out to eternity –como se dice de Dylan Thomas en la placa sobre la puerta del Chelsea, el hotel donde dejó de vivir en Nueva York. Pero esto también es otra historia. O, como dice Abdías, es otro cantar. Pero esta breve memoria no es un catálogo de los amigos vivos y muertos de Edison Simons.

Es y no es. Pues si esta no es la historia de Edi Simons, es, de seguro, una versión de la historia de Los Ojos del Gato. Fue por él que tomé conocimiento, por primera vez, de la luz de las pupilas de los gatos. Hasta entonces, con Abdías y Agustín sólo nos sorprendían los ojos de los gatos, más exactamente de las gatas, cuando buscábamos la belleza irreprimible, casi demoníaca, de los ojos de Salústia, en la casa de Marieta, en aquel tiempo. En sus pupilas verdecillas, salpicadas de pecas doradas, podíamos leer los más recónditos deseos eróticos provocados por la inolvidable muchacha de Lisboa, que danzaba en los teatros de Río. A la luz celosa de sus ojos de gata moribunda, en pánico de amor, observamos las piernas, los muslos, las ingles y todo lo demás, del cuerpo y de la violada castidad de la inefable Salústia. Y hasta hoy, cuando recuerdo el furor de esas lecturas remotas en aquel cuerpo de querubina perdida, me parece ver la luz de los ojos agatados –de ágata y de gata– de Salústia, abriendo los párpados y las narices sobre el color de su piel lunar, a la luz de los ojos felinos, para la dislexia de su piel y de su rostro. Pero ésta tampoco es la historia de Salústia Limaverde, llamada Salústia de Cintra.

Fue más o menos esto lo que dije a Edi Simons cuando lo sorprendí una noche, leyendo y escribiendo cartas a oscuras, en la pequeña sala del apartamento que ocupábamos al pie de Agua Santa, en el dulce exilio de Viña del Mar. Le pregunté por qué no encendía el abat-jour, «Porque sé leer con los ojos de los gatos como Camões» –fue la respuesta lacónica.

Más tarde me informaría de las referencias históricas de Camões y de Tasso, ahora repetidas en el pequeño libro apócrifo con que se preparó para morir. Creo que me contó la historia –o la leyenda (da lo mismo)– de unos papiros antiguos, o unos pergaminos en rollos, que contenían la escritura de un libro denominado «Los Ojos del Gato». Su autoría es dudosa y su origen oscuro. Uno de los setenta –o setenta y dos– rabinos de Alejandría, Amós Abravanel, remoto abuelo del sabio judío portugués Judas Abravanel, nacido en 1455, que se volvió conocido bajo el nombre de León Hebreo, con sus famosos Diálogos de Amor, anduvo husmeando los textos platónicos de Gemistos Plethon, que llevaron a Cosme de Médicis a fundar la Academia Florentina y que suscitaron la primera contestación y la primera confrontación consecuente de Platón contra Aristóteles. Cuando se ocupaba de la famosa traducción de la Biblia, cerca de 200 años antes de Cristo, llamada de los Septuaginta, el rabino Amós descubrió, en el fondo de una sinagoga alejandrina, un códice podrido de viejo, con textos caóticamente trilingües, compuesto de fragmentos griegos, hebraicos y babilónicos, y que traía en todas las páginas una indicación, también trilingüe: — «Los Ojos del Gato».

El cartapacio, que habría llegado a Italia tiempo después, entre los trecientos y cuatrocientos, por manos del filósofo bizantino Gemistos Plethon, fue manipulado en secreto por tres o cuatro miembros de la Academia Florentina, y de él dan velada y enigmática noticia Marsílio Ficino, el cardenal Bessarión y casi explícitamente Pico della Mirandola. Sus clandestinos lectores descubrían que el libro era una especie de llave milagrosa para el conocimiento de todas la verdades escritas o pensadas en cualquier tiempo. Sus letras, sus sílabas, sus palabras, al simple soplo del deseo humano de saber, se ordenaban súbitamente y se juntaban, en una sintaxis elemental, iluminadas por una luz verdosa. Podían, como los caracteres chinos, los jeroglifos y las letras cuneiformes de los asirios, ser leída en cualquier lengua, pues la mágica luz deletreaba todas las dislexias. Las palabras se movían como los digogramas –representación gráfica del lenguaje náutico, en el que la intensidad de la fuerza magnética manifiesta a cualquiera el rumbo indicado por las agujas a bordo.

El libro causó a los pocos iniciados que lo leyeron un verdadero orgasmo de alegría –aquel gaudium cum veritate, el gozo infinito con la verdad, referido por San Agustín, que tal vez lo había visto en la biblioteca de Ambrosio. El platonismo agustiniano debe haberse originado a la luz del libro mágico. Su influencia es obvia respecto a la obra de Pico della Mirandola, cuando enuncia una combinación de pensamiento platónico con las ideas cabalísticas, llegando a la formulación de una doctrina capaz de descubrir el único Dios verdadero en todas las religiones y en todas las filosofías.

El texto espantoso fue escondido, tal vez destruido, por los académicos aterrorizados. Las academias siempre tienen miedo de la verdad y de la sabiduría, aun porque viven habitualmente de la impostura y de la ignorancia fulgurante de sus miembros, la cual no tiene nada que ver con la docta ignorancia de Nicolás de Cusa. Además de eso, el libro de Los Ojos del Gato, encontrado por el rabino de Alejandría, fue luego incluido en la lista de los malditos. Los judíos helenizados bautizaron el conjunto de sus libros sagrados con el nombre de «Biblia», esto es, los libros, llamando también a las Escrituras del Viejo Testamento, Biblioteca, esto es, los libros que deben ser guardados.

El rabino Amós Abravanel tuvo algunas dificultades con la Sinagoga. Al principio consideraba que Los Ojos del Gato era un texto del Libro de los Reyes, de los Paralipómenos, tal vez de los Macabeos, y quizás lo incluyó en la Biblia Sagrada. El supremo Consejo de la Sinagoga declaró el libro herético e intruso y prohibió su traducción. La Iglesia cristiana haría lo mismo en el siglo de la Academia Florentina, y el fraile Savonarola que lo andaba leyendo y divulgando su existencia en la biblioteca de un monje toscano, forajido en Venecia, fue condenado y quemado en 1498 por sus ideas platónicas. Visité la celda en lo alto del Palazzo Vecchio, en Florencia, donde Savonarola estuvo encarcelado, y de donde salió al fuego matador. Con un billete de veinte dólares, conseguí que el guardia me abriese la puerta de la prisión y ahí me dejase meditando unos buenos cuarenta minutos. No profeso la fe ni la práctica de la invocación de los muertos. Ellos no aparecen. Pero en los cuarenta minutos que permanecí en la celda de piedra, dormité y me dormí. No sé –nunca se sabe– cuántos minutos o cuántos segundos duran, por más largos o más cortos que parezcan, el sueño y el ensueño. Lo cierto, es que vi al fraile levantarse de un esquina de la pared y decirme claramente: «el libro que estaba en Florencia fue quemado en la misma hoguera en que me quemaron. Pero habían otras copias en el mundo». Tuve la impresión de oír el ruido de cadenas arrastradas y a Savonarola retirándose con las galeras malditas en los tobillos. Pero era el guardia que batía en las rejas de fierro con la llave de palmo y medio, avisándome que debía salir.

Entre las muchas cosas que aprendí con Edi Simons estaba una lección que le enseñara María Zambrano: es en sueños que los muertos se comunican con los vivos. No había duda: el fraile asado en la hoguera florentina me advirtió de la posible existencia de alguna copia del libro sobre Los Ojos del Gato, o tal vez de alguna de sus versiones.

Interrogué en vano al panameño. No totalmente en vano. Pues supe por él que ninguno de los iniciados en la lectura de Los Ojos del Gato tiene poderes para dar acceso a sus textos a otra persona. Encontrar el misterioso pergamino es una gracia ex opere operato o ex opere operantis –como entiendan los teólogos– concedida por los dioses o por el destino para el privilegio del encuentro con esas escrituras peligrosas. El privilegio –o el riesgo– pues, hasta donde se sabe, es que algunas personas no sobrevivieron al orgasmo de su lectura.

No vamos a entrar en la historia ni en la mitología de los sueños. Pero los que conocen el texto de Giovanni Boccaccio sobre la vida del Dante han de recordar que los Cantos finales del Paradiso no fueron encontrados después de la muerte del poeta. El Conde Guido Novello, sobrino de Francesca di Rimini y el Príncipe Can Grande della Scala, a quién dedicó el tercer Canto inacabado de La Divina Comedia, y que fueron sus protectores cuando la miseria lo rondó en días de indigencia cruel, intentaron descubrir el paradero de los fragmentos perdidos. Sus esfuerzos fueron inútiles. Una noche, el mismo Dante apareció en sueño a los hijos Jacopo y Giuseppe, que vivían en la misma casa en que el poeta muriera en Ravena, en el siglo XIV, en 1321. Estaba envuelto de luces fulgurantes y pintado de estrellas, y les dio una orden: derrumben cierta pared de la casa, donde había metido, en un hueco abierto con la ayuda de un albañil, los Cantos finales del Paraíso, y los entregasen al Conde di Novello o al Príncipe Can Grande. Fue así como aparecieron y se salvaron, cuenta Boccaccio, los más luminosos tercetos del poema, lo que confirma, una vez más la sabiduría de María Zambrano: es a través de los sueños que los muertos se comunican con los vivos.

En 1329, un imbécil fanático, el Cardenal Bertrand du Poyet, dio orden para que fuesen quemados los huesos del poeta y sus escritos. El Cardenal era Legado del Papa Juan XXII o del anti-papa Nicolau V, más probablemente del primero, que era Papa de Avignon y francés como él. Llegó a sus oídos que se había encontrado, enterrado en una pared, entre los papeles del poeta, un libro diabólico, llamado Los Ojos del Gato, y que Dante Alighieri había sido un hereje y practicante de brujerías. Como no lo quemaron vivo, era necesario que lo quemasen después de muerto. Los huesos del poeta corrieron grave riesgo, y sólo el poder de sus amigos de Ravena consiguió burlar la orden del Cardenal-Legado. Pero mucha gente continuó acreditando que aquellas noticias del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso llegaron al endemoniado florentino por las artes de Satanás. Ya en tiempos del Dante, que era moreno y bien oscuro, las damas de Ravena tenían miedo de acercársele, y decían que el color de su piel se debía a las llamas del infierno que lo chamuscaron, cuando por allá transitó, según sus propios versos. Era por eso, tal vez, que en su largo exilio no conseguía la convivencia de las mujeres de la sociedad, y era llevado, como recuerda Papini –uno de sus más fieles biógrafos– en busca de las casas de prostitutas, las llamadas «casas de los lugares altos» de Ravena. En el Antiguo Testamento también se llaman «lugares altos» las casas de los venerados prostíbulos judaicos, donde a veces los propios profetas de Dios, como Baruch, y creo que también Oseas, encontraban refugio y deleite. Pero esto es otra historia, ya que por ninguno se sabe el destino que tuvo el posible ejemplar donde se habrían iluminado las visiones del poeta sagrado.

Así mismo, vale la pena recordar que Dante contó que su guía en el turismo patético por los tres mundos de la eternidad fue nada menos que el poeta Virgilio, sospechoso hasta hoy, desde los tiempos de Augusto, de comunicaciones mágicas con lo sobrenatural para la escritura de sus hexámetros. Los propios cristianos siempre tuvieron una de sus églogas como una profecía revelada por Dios sobre el nacimiento de Jesús. Sacerdotes, obispos y doctores, especialmente en la Edad Media, le erigieron altares en catedrales católicas, donde el poeta pagano era venerado como santo, con sagradas imágenes de mármol cercadas de velas encendidas y cánticos piadosos. Edi Simons lo tenía como santo canonizado y le dedicaba fervorosa devoción, lo que ya es un fuerte indicio de que Publius Virgilius Maro había pertenecido a la mafia sagrada de los lectores del libro de Los Ojos del Gato. Su amigo el poeta Horacio, también es sospechoso. No es difícil que haya sido también un iniciado. Los dos sufrían, respectivamente, de asma y de una oftalmitis que hacía que los ojos siempre lagrimaran. El rico patricio mecenas que siempre se sentaba en los banquetes de César Augusto, con uno de ellos a la derecha y otro a la izquierda, explicaba su buen gusto: «me siento entre las lágrimas y los suspiros». El flujo lacrimal continuo y la respiración ansiosa son síntomas típicos de personas que leen extensamente en la noche, a escondidas y a contra luz natural.

El libro iniciático de Los Ojos del Gato no es un privilegio de los poetas. Los oficiales del oficio de la belleza, cualquiera que sea ella –la música, la pintura, la escultura, la danza, las matemáticas abstractas y así en adelante– visitaron aquí y allá el texto anakalyptikos, con su escritura semiótica de los fantasmas de aquello que los griegos, desde Parménides, llamaban Aletheia y que el filósofo Jean Beaufret, tal vez el más eficaz de los profesores de Edi Simons, denominaba «le grand ouvert» –la verdad prismática, o la verdad panorámica, tal vez la verdad infinita, aquella que incluso podemos tantear, pero que nunca será palpada en todas sus partes por nuestra pobre raza planetaria, y que nunca acabaremos de tocar: The Unfinished Touch, la última meditación del poeta Edi Simons.

Hay indicios de la existencia de un ejemplar del libro de Los Ojos del Gato en la Abadía de Port Royal, que habría sido confiscado por un conde de Bretaña, en una escaramuza de las Cruzadas, en el tiempo de San Luis Rey, y que lo arrebatara como botín, junto con una espada mahometana de vaina de oro y copas labradas de oro y plata, engastadas de rubíes de Ophir, encontrada sobre unos paños de Damasco en la tienda de un príncipe del Islam. El Conde se interesaba por la espada. El libro lo impresionó ya desde la preciosa piel curtida de cabra roja de la portada, con arabescos coloridos, el lomo en cuero rosado y las iluminaciones abstractas vivas como un arcoíris sobre las hojas de cordero del texto, finas como pétalos de rosa-chá. Temiendo que fuese un ejemplar del Corán, lectura prohibida para los cristianos, entregó la peligrosa escritura a un pariente, sobrino del Barón de Joinville, sobre cuya dramática figura humana escribió Péguy memorias conmovedoras. El sobrino del Barón, después de las Cruzadas, dejó las armas, fue a vivir a un monasterio, el libro pasó de monje en monje y acabó en la Abadía de Port Royal. Blaise Pascal fue un día allí sorprendido leyendo un libro a oscuras. El venerado Prior lo interpeló y lo socorrió con un candelabro y tres velas encendidas. Pascal apagó las velas y dijo: trop de clarté obscurcit. El exceso de claridad oscurece. Edi Simons guardó en su último libro la frase del sabio. Y observaba: estaba leyendo Los Ojos del Gato. Fue después de esa lectura que formuló el llamado Teorema de Pascal, escribió el Ensayo sobre las Cónicas y el Tratado Sobre el Vacío. Después de las Lettres de Louis de Montalte, las llamadas Cartas Provinciales, con las que los doctores de Port Royal cayeron en desgracia por los tribunales de la Iglesia, el monasterio y sus doctrinas fueron investigadas por un procurador de la Fe, el libro de Los Ojos del Gato desapareció y nunca más Blaise Pascal osó escribir sobre enigmas matemáticos, sumergiéndose en la redacción de las ambigüedades de los Pensamientos –Pensées– y erigiendo la duda como sabiduría suprema, a punto de decir que no podían comprender sino a aquellos que tomaban partido por buscar incesantemente la verdad. Los que piensan haberla encontrado son victimas de un equívoco o agentes de una impostura. Sin el libro de Los Ojos del Gato, no le quedaba más que «chercher en gémissant», según su propia expresión, que serviría de epígrafe a todos los libros del más atormentado de nuestros romancistas –mi santo y endemoniado amigo Otávio de Faria.

Después de Pascal, el único filósofo propiamente dicho en la historia del pensamiento francés –otros son apenas comentaristas de la filosofía griega o alemana– fue Descartes, en el siglo XVII. Toda la filosofía de René Descartes se funda en la famosa llave del Discurso del Método, el «cogito, ergo sum», que expresa la irremediable perdición del hombre en el reino de la duda. A partir de ahí, anuncia la presencia de aquello que llama malin génie –un genio maligno que administra la hipótesis de la duda inagotable que separa al hombre de la verdad. Y esto, a tal punto que sólo se puede llegar al pensamiento a través de la duda: –dudo, luego pienso– llave de la llave cartesiana pienso, luego existo. Así, quien no duda no piensa, luego no existe.

La exacerbación cartesiana de la duda, marco fundamental del pensamiento y de la existencia, llevó a Descartes a cuestionar incluso la posibilidad de las verdades matemáticas, pues siempre podría surgir el latens anguis –la serpiente oculta– de la duda en los pliegues de la prueba del nueve de las más elementales demostraciones matemáticas. La matemática, además, pasó a ser la ciencia o arte de la duda, a partir de las cuentas refractarias de los algoritmos descubiertas por Boole. Boole, un irlandés loco, dice que su ciencia vino a reformular todo, desde la matemática de Euclides. La matemática de Boole por la cual no siempre dos y dos son cuatro, está fundada, según él mismo explica, en algunos versos de Homero. Por ella se llegó a la teoría de los quanta de Max Planck, después a Einstein, como a la Teoría de la Relatividad, y hoy a la Teoría de la Incertidumbre de Heisenberg. Y quien sabe a qué nuevas dudas llegaremos. Pero esto también es otra historia, una historia complicada, apenas para decir que Descartes creó el método de la duda permanente, formalizando un discurso que ya estaba inserto en la sabiduría de todos los filósofos.

Godofredo Iommi o Alberto Cruz –uno de los dos– abrió un día un curso de matemática de Boole, regido por un sacerdote húngaro, en el instituto que frecuentábamos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso. No llegué a disfrutar de las clases del padre que por cierto, después de algún tiempo, pasó a dudar de su propia condición de clérigo y dejó la sotana en un colgador femenino de la ciudad. Pero Edi Simons estuvo de oyente en algunas lecciones, entusiasmado por la posibilidad de una ciencia matemática genéticamente poética, brotada de los dáctilos de Homero. Fue entonces que tuvo un inesperado encuentro con Descartes. Descubrió un pasaje de memoria del filósofo en el que cuenta que encontró cierta vez, en su tienda de campaña, un viejo libro sin fecha, dejado ahí por un oficial alemán, en el tiempo en que servía como soldado en el ejercito de Mauricio de Nassau, en 1617. A primera vista, apenas tocó el libro, y luego lo abandonó, al verificar que estaba escrito en una lengua que no conocía. Dejó el volumen abierto sobre la pequeña mesa, apagó la linterna y se durmió sobre él, pensando en ciertos cálculos matemáticos que lo ocupaban. Por la mañana, despertó y, como si tomase nota de un sueño, escribió las tres leyes fundamentales de la reflexión y de la refracción óptica que llevan su nombre, bosquejó intensamente unos arabescos, en los cuales aparecían simplificadas notaciones algebraicas de la ecuación = Ø, con los cuales creó la geometría analítica y la base de la matemática aplicada a los fenómenos físicos. Desconfió que tal vez hubiese leído esos números y señales en las páginas sobre las cuales durmiera y que el sueño fuese una prolongación de esa lectura. Pero recordó que no podía haber leído, pues había apagado la luz en esa ocasión. Interpeló al teniente alemán que iba ya saliendo de la tienda, con el misterioso libro en la mochila. El teniente rió, y le preguntó si había visto un gato.

Edi Simons me contó la historia y concluyó: eran Los Ojos del Gato. Hablé con Godo Iommi respecto al caso y le recordé que el poeta andaba en aquel tiempo escribiendo, con empeñada sinceridad, una defensa de la mentira. Godo, que era gran entendido en Descartes, desconversó sobre Los Ojos del Gato, pero informó: el filósofo cuenta realmente que llegó a sus ecuaciones fundamentales durante un sueño. Sobre Los Ojos de los Gatos, tergiversó, balbuceando en voz baja un viejo lugar común de la escena shakespeareana del diálogo de Hamlet con Horacio; there are many things... Seguí no sabiendo nada concreto a no ser por esto: que él y Edi Simons sabían de muchas cosas entre el cielo y la tierra, ignoradas por nuestra vana sabiduría. Y el libro de Los Ojos del Gato era una de ellas.

Cuando menos se esperaba, el poeta comenzó a pintar. Al fin, tal vez todo poeta sea, en el fondo, un pintor virtual. Y repetía siempre que ut pictura poiesis. Si la poesía es como la pintura, también la pintura debe ser como la poesía. Ante colores inesperados, de matices nunca vistos en la naturaleza a la luz de los ojos humanos, trazados por ciertos pintores, parece que ellos tienen otro tipo de retinas y pupilas: –unos ojos de gato o de ángel. En la mitología, sabemos que Palas Athēnaiē –Minerva para los romanos– divisaba las naves enemigas, desde lo alto del Panteón, con los ojos de una lechuza.

La pintura, como la poesía, la cocaína, el amor y el vino, es un vicio, contagioso como todos los vicios. Parece que los contagios más peligrosos, que llevaron a Edi Simons al vicio de pintar, vienen de sus conexiones con Jorge Pérez Román y Guillermo Arizta, tal vez con los colores desvariados de Pancho Méndez, contando también la infección de la castidad plástica de Enrique Zañartu y las artesanías de Sheila Hicks, que lo condujeron a ciertos caprichos miniaturistas, lo que no es poca cosa. Es bueno recordar que el título Illuminations, dado por Jean-Arthur, digo Rimbaud, a su poesía, no corresponde a la palabra francesa traducida como iluminação o iluminaciones en portugués o español. Es una palabra inglesa, que se debe traducir como Iluminuras, (Illumêichons) –esas maravillosas y minúsculas pinturas coloridas en que fueron maestros los persas, los bizantinos, los turcos y los monjes de la Edad Media que ilustraban la maravilla de los Misales y de los Libros de Horas. El pintor Edi Simons fue también contaminado, en la aventura de las artes plásticas, por una dialéctica en que lo sedujeron, de cierta forma, las invenciones plásticas gigantescas y esculturales, herencia de Miguel Ángel, presentes en la obra y en la concepción de volúmenes de Claudio Girola, de Tunga, de los arquitectos chilenos Alberto Cruz, Fabio Cruz, Pepe Vial, Tuto Baeza y sobre todo Miguel Eyquem. Y también de Marino di Teana, a quien visitamos con Michel Deguy, Godofredo Iommi, François Fédier y creo que Bellefroid y Jean Beaufret, en 1964, en el bello moulin de Chantilly, donde estaba su taller.

Por todas esas referencias pasan Los Ojos del Gato. En una carta que me escribía en junio de 2000, el inesperado pintor engendrado dentro del poeta, me decía: «arte no, lo que pinto, sino una red de presagios, de signos y de cifras».

Otro inesperado invasor del mundo de las formas y de los colores, el múltiple habitante del sueño Abdías Nascimento, profeta y héroe de todas las profecías y todos los heroísmos, luego de una exposición en París de sus gigantescos paneles de dioses africanos, también me decía: «no es pintura; son signos que veo en el fondo de mis orígenes». Es, por esto mismo, el más original de los pintores. Pues Goethe, al advertir que los artistas han de ser originales, explicaba: «original es lo que brota de los orígenes». Edi Simons sabía que para ver los orígenes es necesario mirar con los ojos del gato. No sé si pintaba en la oscuridad. Sé que Abdías Nascimento, ocupado con su dramaturgia y demiurgia africana, encontró un día en Lagos o Ilé-Ifé, en Nigeria, por donde andaba, un viejo libro en cuero de cabra, en una venta de baratijas en medio de la calle, escrito en una caligrafía que podía ser la de los coptos del Nilo meridional, en Egipto, o de los coptos de Etiopía, con un alfabeto semejante al de las preciosas cartas del Preste João, rey y pontífice de su tiempo, a los reyes de Portugal. Abrió el libro sin entender nada, recorrió sus páginas enigmáticas, y de repente tomó unos pinceles y unas telas, y comenzó a pintar. Era guiado, sin saber, por los ojos del gato.

Poco después, en Los Ángeles, dio el libro de regalo a nuestro maestro Alberto Guerreiro Ramos, profesor y doctor mayor de la Universidad del Sur de California. Guerreiro abrió el libro y se dio cuenta, inmediatamente, de que tenía en las manos una versión africana del Libro de los Ojos del Gato. Se perturbó hasta el fondo del alma, entró en agonía y murió. Antes de morir, firmó un documento haciendo la donación de su preciosa biblioteca particular a la Southern California University, donde era full professor en el Departamento de Doctorado. No se llevó del todo el secreto a la tumba, pues dejó una nota lacónica y enigmática: si la biblioteca resolviera deshacerse en cualquier momento de sus libros donados, podía hacerlo libremente. Pero el pequeño libro en cuero de cabra, ofrecido por Abdías, sólo podía ser prestado, donado o vendido a algún centro de estudios de África.

Años después, un estudiante argelino de la Southern University tomó conocimiento de esta disposición, investigó los ficheros y estantes de la Guerreiro Ramos Library, localizó el volumen e hizo un comunicado a la Universidad de Constantina, en Argelia. El gobierno musulmán de Argelia, promovió, comenzando el milenio, este año 2001, grandes conmemoraciones para celebrar las fiestas centenarias de San Agustín, africano de raza bereber. Proclamó héroe nacional de los pueblos de África al fundador de la sabiduría religiosa de la Iglesia Católica de Roma, como otros africanos, el primer monje del cristianismo, San Antonio, Pablo de Tebas y el propio Atanasio, redactor del Credo, y recurrió al presidente de los Estados Unidos para la devolución del pequeño libro perdido en los estantes de la Universidad en Los Angeles. Por primera vez en la historia, un gobierno islámico, pasando por encima de Las Cruzadas y de la ortodoxia del Corán, homenajea y celebra a un jerarca del cristianismo, honrando la ciudadanía africana del moreno doctor bereber San Agustín. Parece que Los Ojos del Gato reconocen la sabiduría del maestro común de los hijos de Dios sobre la tierra, erigiendo en verdad universal el platonismo cabalista de Pico della Mirandola. Pero esto también es otra historia.

Es y no es. Pues parece que la adhesión del poeta Edi Simons a la tribu de los pintores fue una especie de confesión de fe en la orden monástica de los iniciados en la lectura de Los Ojos del Gato. Él mismo me recordaba en una de sus cartas que André Malraux, en su libro La Tête d’Obsidienne, definió como naturaleza original de su amigo Pablo Picasso, la hechicería. «Era un chamán» –decía Malraux, que conocía la intimidad del pintor y de su pintura. Edi concluía, diciendo que entre el arte y la magia, se quedaba con la magia.

Yo mismo conocí un pintor, sabedor excelso de todas las cosas de su oficio, llamado Nelson Nóbrega, que vivió 99 años, pintando día y noche, como a su refinada mujer Lucía, también pintora, en un viejo departamento del centro de la Babilonia paulista, que parecía una caverna de Ali Babá de cuadros, tintas y pinceles. La edad ya le nublaba los ojos para la contemplación de las cosas. Pero continuaba pintando y viendo lo invisible. No sé, en la historia de la pintura de todos los tiempos, de alguien que mejor haya conocido el mundo infinito de los colores y de las formas. De él aprendí que habían formas concretas y formas abstractas, los colores concretos y los colores abstractos. Había un número infinito de formas, al comienzo y al final, como enseñaba Parménides. El conocimiento real y surreal del mundo comenzó con los presocráticos. Ellos inventaron el mundo sphairico y enriquecieron las dimensiones lineales del mundo dískico de Egipto, de Asia Menor, de los judíos, de los persas y del Extremo Oriente. Viene de Parménides la existencia de un número infinito de colores y un solo color verdadero –el gris –, pues el gris está siempre en todos los colores, y todos los colores son el gris, al comienzo y al final. De repente, ante mis propios ojos fatigados, se dirimió y se iluminó la certeza científica de las tres leyes de Descartes, sobre la reflexión y la refracción de la luz. El pintor paulista, anciano de ojos de gato, al revelar, aún joven, la secuencia y con-secuencia cromática de la forma esférica de los cuerpos enunciada por Parménides, hizo, en verdad, el descubrimiento del gris, generado y no fabricado, que procede de cada uno de los colores elementales y está presente en todos ellos. Es un descubrimiento tan importante como el del Teorema de Pascal y de las leyes de Descartes, que son, por cierto, el punto de partida de las leyes de los colores, sobre la cual divagó Goethe, que comienza y acaba en el silencioso reinado del gris.

El texto del libro de Los Ojos del Gato está escrito en caracteres sueltos, y sus unidades sólo consiguen ser leídas cuando el soplo de la voluntad creadora del lector mueve y ordena cada una de ellas para la composición sintáctica de la escritura. Más o menos como en una partitura de sonata: todas las notas de la escala musical residen en las cuerdas de la viola sabia y del piano virtuoso o en los agujeros de la flauta eólica y en el fuelle del órgano tempestuoso. Pero sólo los dedos o el pulmón del artista saben enseñar a los instrumentos virtuales la disposición compuesta de sonidos para el ritmo y la melodía. No es diferente la labor elemental de la pintura, hecha de fragmentos ordenados y unidos en formas y colores, como la poesía hecha de fragmentos de sílabas y palabras, y la música de fragmentos y sonidos. La obra entera de un poeta, de un músico, de un pintor es un échantillon, un patchwork de fragmentos. Por esto, los poetas, los músicos y los pintores se repiten, no ad nauseam, sino ad orgasmum –hasta el orgasmo– atravesando el espesor de los tiempos, vestíbulo de la eternidad, para que se vea el «Carmen Pulcherrimum» de la visión platónica de los ojos del gato de San Agustín –la belleza del orden de los siglos.

Este era el entendimiento de Edi Simons, poeta absoluto, que daba, en una de las últimas cartas que de él recibí, el ejemplo de Picasso, según él «un Proteo que saltamonteaba de una forma a otra, en una aparente dispersión, en un caos.» Pues el mismo Pablo Picasso decía, como sabedor medular de la cosa del pintor, que era preciso que trascurriesen varios siglos antes de lograr conocerse la unidad de su obra.

Al pintor y al poeta –insistía el propio Edi– no le interesa la abstracción ni la figura, sino la irradiación mágica de una intensidad que unirá, en algún momento, los fragmentos vivos. «Esto –dice– lo aprendí contemplando las invenciones de Guillermo Arizta».

En la misma pauta, recuerda la sabiduría mágica de Jorge Pérez Román: el artista no necesita del hilo de Ariadna. Jorge desdeñó todos los caminos trillados. Produjo la regencia de sus propios pasos. No era abstracto ni figurativo, ni se dejó seducir por los fantasmas de la modernidad. Él era él. Como el Dios del Sinaí dice de sí mismo: Yo soy el que soy. Volviendo a lo que aquí arriba fue dicho sobre Abdías –vale la pena repetir la lección de Unamuno, según la cual «ser original es pertenecer a un origen». Jorge Pérez Román, en cuya casa de la banlieue de París pasé algunas de las horas más intensas e inolvidables en contemplación de la belleza, al lado de un sacerdote francés, un voyant y teólogo de la Orden Salvatoriana, que sabía de esto. Era un ser emergido del color y sumergido en el color. El color era, pues, su origen de animal que pintaba. María Zambrano recordaba que «el color es el dios carnal». Por eso Goya decía que no buscaba los colores en la realidad exterior: los sacaba desde dentro de sí mismo.

Algunos días de nostálgicas mañanas de París –Edi lo haría durante un par de años– acompañé a Jorge al Louvre, para aprender como él, como ante una infanta rosa de Velázquez, que lo esencial en una pintura no es lo que se muestra, sino lo que se oculta. Para esto, es necesario descomponer los colores, como Rimbaud descompone las vocales y Wagner descompone el origen de la música en los primeros acordes del «Ring». Así, Velázquez descompone el tiempo y el espacio, por ejemplo, en el claro enigma del retrato de Las Meninas, vistas no en un cierto lugar o un cierto día, sino en el trasfondo de una atmosfera.

Si estas observaciones o memorias parecen originales, no será porque resulten de aquella brillante retórica especulativa con que algunos escritores mejores saben lapidar la frase, con la llamada «palabra in-esperada». Estamos aquí paseando por los orígenes de Edi Simons, poeta absoluto. Parece que la lectura bruja a la luz de los ojos del gato fue el inicio de su aventura poética, incluso antes de tener acceso a las cábalas del libro de Los Ojos del Gato, donde Gerard Manley Hopkins descubrió la visión del in-scape y del land-scape.

Los que se habituaron al conocimiento de la sabiduría griega, atribuyen al Libro de los Ojos del Gato una autoría varia y polivalente. Fue en él que el piloto Thamos se informó de la última agonía de los dioses antiguos y supo del nacimiento de un Niño en Belén, al oír, en la tempestad del mar de Grecia, la voz de los vientos que anunciaban la muerte del Gran Pan. Al llegar a tierra, un desolado sacerdote de Apolo puso en sus manos un ejemplar del libro mágico, el primero en ser escrito en el mundo después de la invención del alfabeto por Linos –para unos, hijo de Melpómene con Apolo, para otros con Orfeo, lo que es menos probable, según mis propias investigaciones en los frondosos árboles genealógicos de las familias y de las sagradas bastardías olímpicas. Hay también quien lo diga hijo de Dionisio, hipótesis poco probable, por motivos obvios que pude verificar, con la ayuda de Homero y sobre todo de Hesíodo, sabedor de los secretos de alcoba de las niñas volubles en las noches eróticas del Parnaso y del Olimpo. Pero esto también es otra historia, apenas para decir que los calígrafos de la corte de Pisístrato, cuando comenzaron a copiar los cantos de la literatura ágrafa de la mnemónica de Homero, encontraron un libro inmemorial, llamado Los Ojos del Gato, venido del Asia Menor o del norte de África, atribuido por los sacerdotes de Tebas a Apolo, u Orfeo, o incluso a Linos, primer poeta en dibujar letras sobre cueros. Más tarde, unos rabinos evadidos que escaparon del cautiverio de Babilonia, comparando los caracteres del letrero escrito a fuego en las paredes del festín de Baltazar en la gran orgía babilónica, señalaban a sus profetas como autores del libro, atribuido sobre todo a Daniel. Algunos querían que fuese de Aarón, por ser un libro sacerdotal, otros del propio Moisés, que habría aprendido letras antes de Linos, al recibir de Jehová las tablas de la ley escrita. Pero esta es una discusión vana, pues son inseguras las averiguaciones que podrían fijar las edades del hijo de Melpómene y del legislador de los judíos.

Jules Janin, y creo que también La Bruyère, aunque nada conste sobre el asunto en el fabuloso libro de Marco Polo, guiados por referencias del Padre Ricci y de unos sacerdotes portugueses que dan noticias del Tibet y de la Mongolia en los Cuatrocientos, hablan de bibliófilos chinos que poseían manuscritos en scroll de papel de arroz, mejor que los papiros egipcios, algunos colgados perpendicularmente en la pared, otros montados en un artefacto rotativo, que formaban un libro, leído por Confucio en la juventud, y que se llamaba Los Ojos del Gato. Interrogué al minucioso sinólogo Padre Joaquín Angélico. La única cosa que sabía era que el mediocre sinólogo Fenollosa, que sabía chino de oído, tenía unos fragmentos de scroll, que su viuda entregó al poeta Ezra Pound en Londres, por algunas monedas o guineas inglesas, y que trataba de Los Ojos del Gato. De esos fragmentos, con sus bellos caracteres en nankín, el poeta transfiguró la lengua china, transfiguró sus inmortales Cantares y hasta alumbró la oscura memoria del piadoso misionero anglicano Fenollosa. Todo esto es posible. Son hipótesis –lo que no es poca cosa– pues la propia creación del Universo descansa sobre hipótesis, como la de Laplace, y la ciencia más avanzada se funda sobre teorías, esto es, hipótesis, como la de Max Planck, la de Einstein, la de Pascal, la de Heisenberg y así en adelante.

Lo que parece cierto es que no sabemos casi nada de los antiguos depósitos de libros, egipcios o asirios. Pero está fuera de duda que había un libro mágico en la gran Biblioteca de Alejandría proyectada por Ptolomeo II. Fue él quien tomó la providencia de prohibir la exportación del papiro egipcio, para proteger la industria librera del país y su biblioteca, e impedir que el rey de Pérgamo llevase a cabo el proyecto de hacer en su ciudad un museo de libros mayor que el de Alejandría. Gracias a esta competencia, los de Pérgamo llegaron a la invención del pergamino, hojas para la escritura de pieles de ovejas de Pérgamo. Pero esto es otra historia.

Para no perder tiempo con la historia de las bibliotecas de todos los siglos, asunto sobre el cual divagué yo mismo, en breve ensayo sobre el texto de la conferencia De Bibliotheca, que recibí de Italia, de Umberto Eco, un escritor dado a divertimentos eruditos, parece fundamental, para esta memoria de Edi Simons, referir aquí un dato conocido sobre la Biblioteca de Alejandría. Se cuenta que Julio César supo una noche, por medio de la reina Cleopatra, acerca de un libro mágico existente en el famoso instituto. Dos días después, la reina le ofrecería, en un estuche de oro y marfil, el valioso libro. Cesar imaginó luego que la Biblioteca de Alejandría era una prodigiosa mina de tesoros de la sabiduría humana, y armó el proyecto de transferirla a Roma, como ya hiciera Paulo Emilio, al llevar como botín la de Macedonia, a Escipión el Africano, que cargó hasta el Capitolio la biblioteca de Cartago. El puñal de Brutus mató al gran Cayo Julio antes de tiempo, pero su amigo Gaius Asinius Pollio, fiel al proyecto cultural del fundador del imperio, promovió la creación de una gran biblioteca romana inaugurada en el Atrium Libertatis, sobre todo con el botín de guerra arrebatado a los partos, en el año 39 a.C. Vinieron otras después, especialmente la Biblioteca de Augusto. Pero en el Atrium Libertatis, ornado de muebles, estatuas, medallones e inscripciones de poetas, permanecieron los libros más valiosos. Entre ellos, los papiros guardados en el cofre de oro y marfil de Cleopatra, como el Libro de los Ojos de Gato. La biblioteca tuvo suertes varias y sus libros pasaron de mano en mano. El obsequio de Cleopatra fue a parar a la Biblioteca Vaticana, donde lo encontró el sabio y austero Papa holandés Adriano VI, que reinó de 1522 a 1523, antiguo preceptor de Carlo de Gand, hijo de Juana, la Loca, de España, que sería Emperador del Sacro Imperio con el nombre de Carlos V. El Papa mandó el libro de regalo a Carlos V, más como una joya que como un libro. Fue como una joya que lo guardó el emperador. Extraído de su caja de oro, pasó al acervo de las joyas de la Corona, el libro llegó al Archivo de la Compañía de las Indias, y de ahí, por artes de algún hidalgo de Castilla, a la biblioteca de los Virreyes de Perú, en la ciudad de Lima. Allí durmió olvidado, en una ruma de antiguos incunables, sin siquiera ser catalogado, no tanto por incuria, sino sobre todo por la imposibilidad de catalogación: era una obra sin título y sin autor, escrita en tres lenguas antiguas.

Chile es un país singular en América del Sur. Estrecha cinta de tierra entre los Andes y el Pacífico, con más de ocho mil kilómetros de costa, se extiende desde los desiertos del norte a las islas del sur, al estrecho de Magallanes y a Tierra del Fuego, más allá de Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo. Sus habitantes esperan siempre la hora de ver el país desaguado en el Océano, por alguno de los terremotos intermitentes a los que se habituaron, o al furor de los volcanes que adornan y amenazan teatralmente su paisaje, de norte a sur. No digamos del este al oeste, porque allí se confunden las latitudes, de tan próximas que se encuentran. Chile no tiene cuatro puntos cardinales, como los espacios del mundo en general. Allí hay apenas dos: el norte y el sur. Esta bizarra geografía lleva a sus habitantes a la belleza de inesperadas aventuras. Es el único país de América Latina que tiene una colonia en los confines de la Polinesia, esto cuando Europa no tiene ya más colonias. Es la única república hispano-americana con vocación imperial. Declaró la guerra a Perú y Bolivia –con justa causa, dígase de paso– en 1879. Venció a sus dos adversarios, ocupó la ciudad de Lima y trajo a Santiago, como botín de guerra el más precioso patrimonio de la Biblioteca de los Virreyes, en una depredación hasta hoy maldecida por los historiadores peruanos, como el buen Ricardo Palma. En uno de los lotes de este patrimonio había un fajo de papiros antiguos que, antes de ser clasificado en los catálogos de la Biblioteca de Santiago, permaneció expuesto en la gran mesa de caoba chilena anexa al Gabinete del Director de la institución. Allí permaneció durante años hasta que un día lo hojeó el historiador Don Domingo Amunátegui, director de la biblioteca. Distraídamente contemplaba los venerados fragmentos, cuando de repente se detuvo, como fulminado por un rayo: los extraños caracteres se ordenaban en una luz verde formando sílabas y palabras en la propia lengua de Don Domingo Amunátegui –el claro castellano de Cervantes y Quevedo. Era inexplicable. Recordó un instante las ideas extravagantes del poeta Vicente Huidobro, que inventó una escuela poética, el Creacionismo, según la cual un poema escrito dentro de sus formas de expresión podía ser traducido a cualquier lengua. Pero esto es otra cosa. Por otra parte, no le gustaba Vicente Huidobro, aunque supiese que era el mayor poeta de su país.

Trémulo y pálido, Don Domingo Amunátegui cogió el fajo de papiros, lo introdujo en su carpeta de cuero, siempre llena de libros históricos, se metió en su abrigo de camello, enrolló en el pescuezo la bufanda de vicuña –única cosa boliviana que toleraba– se cubrió con el sombrero Gelot que no abandonaba, mandó a llamar al chofer y partió apresuradamente a su casa. Subió rápido a sus aposentos, abrió los papiros y se estremeció. Las piernas le faltaron, cayó el bastón y se desmoronó sobre la alfombra con un grito de horror. Los familiares acudieron, trajeron un médico a toda prisa. Estaba con cuarenta grados de fiebre, la presión en la estratósfera y el corazón saltando en el pecho. Le dieron sedantes, parecía adormecido con los ojos abiertos y pasó la noche delirando, pronunciando palabras ininteligibles. Por la mañana parecía mejor. Levantaron las almohadas y lo sentaron en la cama para tomar una taza de té. De repente, sus ojos dieron con los viejos papeles esparcidos en la mesa. Al verlos, todo su cuerpo se estremeció, soltó un grito lacerante y cayó fulminado por un ataque al corazón.

Veinticuatro horas después, todo Chile sabía que el gran historiador muriera en su ley: leyendo y consultando un viejo documento histórico. Era lo que decía la noticia a página entera en El Mercurio de Santiago. El Presidente de la República, Ministros de Estado, Senadores, Diputados, el colegio de profesores de la Universidad con sus becas de la Casa de Andrés Bello, la nata del Club de la Unión, las cincuenta familias del Gotha chileno, acompañaron al día siguiente las pompas fúnebres formadas, en inédita asociación, por «Azócar Funerales» y «Forlivesi Pompas Fúnebres», dos nobles «griffes» de la muerte en aquel tiempo. El carruaje negro con cocheros de frac y sombrero de copa bajó la Alameda Bernardo O’Higgins hasta el grand finale de la apoteosis en el campo santo.

Pero esta es la historia de Edi Simons y no de Don Domingo, que debe ser escrita por alguno de sus nietos, tal vez Juan Pablo Iommi Amunátegui, autor de un libro histórico monumental, editado en París, llamado Le Grand Livre des Dates. Pero si la vida de las personas es siempre una inesperada crónica de caminos cruzados, la de Edi Simons fue un laberinto de sorpresas donde todos encontraban a todos, y todos se desencontraban de todos. Pues fue ahí que la vida del poeta panameño se cruzó con la muerte de Don Domingo Amunátegui.

La más prolongada estadía de Edi, después que salió de Panamá, sin hablar de París, fue en Chile. Allí estuvo largamente integrado al Instituto de Arte de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso, fundado por los compañeros de Alberto Cruz y Godofredo Iommi. El grupo de arquitectos, pintores y poetas ahí reunido constituía una orquesta o un coro en que, cada uno, aunque empeñado en una misma sonata, sabía hacer el solo de su propio instrumento o de su propia garganta. La eminencia de Alberto y de Godo obedecía a una especie de fe, sustentada por un símbolo y manifestada por un emblema. Los dos fueron sagrados, en una hegemonía silenciosa y natural, como emblemas de una fe común en la profesión del arte y la belleza, en que la unidad platónica de la invitación se tejía a gusto y bravura de cada uno. Pues cada uno podía y debía soñar su propio sueño en el río de los sueños en que navegaban juntos, en la mera búsqueda de lo verdadero y de lo bello, en el espacio de nuestra tribu y en el tiempo de nuestro tiempo. No era una orden religiosa, ni una sociedad de intereses, ni una escuela literaria o artística, monótona como todas las escuelas. Era, en verdad, aquella pequeña capilla, silenciosa y serena, imaginada por Goethe para la convivencia de los seres humanos decididos a tocar la piel del mundo sub specie aeternitatis. No sé de santuario más puro y más fecundo para la supervivencia de artistas y poetas en estos tiempos indigentes y depravados por imposturas ideológicas. Edi Simons llegó allí por consenso de todos y de la mano de Godo, que lo introdujera, años antes, en la aventura de las Phalènes. Vivió, en verdad, como pez en el agua, entre los amigos de Viña del Mar, donde todos reconocemos, la grandeza y la belleza de poeta en estado de gracia, de poeta absoluto que fue hasta la muerte.

Un día, para confirmar tal vez la trágica imprecación de Oscar Wilde, según la cual siempre matamos aquello que amamos, Edi se llenó de inexplicable y repentino furor contra el Instituto de Arte, y particularmente contra Alberto Cruz y Godofredo Iommi, a pesar de cultivar hasta la muerte un conmovedor y fervoroso afecto, personal y poético, por algunos de nosotros, creo que especialmente por Miguel Eyquem y por mí mismo. Además, también en París, los humores de su amistad eran inciertos e inestables, volviéndose a veces contra Juan Pablo o contra Christos Clairis. Creo que en algunos períodos de su amorosidad lunar o lunática, llegó a variar su ternura por el poeta inglés Jonhatan Boulting y hasta por nuestro querido Robert Marteau, a quien consideraba uno de los mayores poetas franceses de nuestros días. Y así sucesivamente. Eran terremotos estacionales. Creo que también su amistad con Michel Deguy, que situaba al lado de Marteau en la escala de grandeza poética, nunca llegó a deteriorarse, aunque sin la intimidad calurosa y conmovedora de sus relaciones personales y espirituales con François Fédier, para él, como para todos nosotros, la figura más alta de la filosofía francesa en estos tiempos. Pero esta es otra historia. Sobre todo, porque no se trata aquí de contar la historia de las amistades o de las alergias afectivas de Edi, sino que apenas para dar una noticia del libro de Los Ojos del Gato.

La noticia sobre el Instituto de Arte de Valparaíso y la muerte de Don Domingo Amunátegui son un capítulo de la historia de Edi Simons. Don Domingo Amunátegui era padre de aquella inolvidable Ximena Amunátegui de Iommi, mujer de Godofredo Iommi. Al día siguiente de la muerte del padre, Ximena recogió algunos de sus objetos personales. Con ellos fue metido en un viejo baúl quiteño, floreado de diseños coloridos, el fajo de fragmentos del libro de Los Ojos del Gato –verdadera causa mortis del historiador, aunque ninguno, ni el médico que certificó el óbito, había sospechado de eso. Tiempo después llevó el baúl a su casa del Cerro Castillo, donde nunca le dieron atención. Un día sus hijas lo abrieron al medio de la sala y comenzaron a divertirse con un viejo par de guantes de piel de puerco, una tabaquera de marfil, un reloj de bolso redondo, una cigarrera de plata peruana con las iniciales del muerto, esas cosas nostálgicas que siempre sugieren la resurrección fingida de nuestros muertos. De repente, sacaron del fondo de la canasta un fajo de manuscritos. Viejo rastreador de papeles antiguos, desde los días en que trabajó cuando estudiante, en la biblioteca de la Universidad de Madrid y en el Instituto des Hautes Études en París, y después, como consultor y traductor de viejos documentos contratado por la Unesco, en Ginebra, Edi Simons se apoderó del cartapacio. Pasó el resto de la noche en la lectura de su escritura espectral, y se retiró visiblemente agitado. Al día siguiente, y al otro y al otro, no sé cuantas veces, volvió a las escrituras cifradas, y comenzó a escribir con incontinencia, noches enteras, en la pequeña sala de nuestro departamento en el Pasaje Anwandter, la pequeña calle sin salida en que vivíamos.

Un día, al llegar para examinar las misteriosas escrituras trilingües, recibió un golpe inesperado: Alberto y Godo habían llevado los papiros a la primera casa que estaban construyendo junto al ágora de la Ciudad Abierta, la mundialmente legendaria aventura urbanística y arquitectónica inventada por el Instituto de Arte, en las dunas de Ritoque, cerca de Viña del Mar. Pero no dijo nada, con la esperanza de que los dos amigos no hubiesen alcanzado un contacto de primer grado con las letras enigmáticas del cartapacio, y acabasen devolviéndolo al baúl quiteño, que continuaba en poder de Ximena. Hace algunas semanas, al comparecer a las conmemoraciones de la muerte de Godo, indagué en todas las casas de la Ciudad Abierta, pero nadie sabía nada. Pregunté a Ximenita, a Francesca y a Renata por el bello baúl quiteño, pero parece que una de ellas lo llevó a Francia, dejándolo tal vez en la casa Juan Pablo, anclado en un viejo barrio alegre de París. Tuve una vaga sospecha de que los papeles del Libro de los Ojos del Gato podrían estar en manos de Godofredo Iommi Amunátegui, profesor de altas Matemáticas –de Física, Parafísica, Patafísica, Diafísica, Katafísica y Metafísica matemática– en una universidad chilena. Sus respuestas a mis cautelosas preguntas fueron ambiguas e inciertas. Y el poeta matemático, que tiene la cara del abuelo historiador, las astucias de la madre y la estrella creadora del padre, se tornó un hombre extraño y reservado desde el inicio de sus relaciones con la Belle Dame sans Merci. Pero, una vez más, esto es otra historia.

Lo cierto es que venía un día Edi, sentado con Claudio Girola en el asiento trasero del auto de Fabio Cruz, que manejaba al lado de Alberto, con quien comenzara un verdadero diálogo platónico en torno a los floreos del arquitecto Eupalinos, revivido en la fantasía de Paul Valéry. De pronto, Girola codeó al poeta panameño y le murmuró al oído: «pon atención, que esta conversación va a quedar en la historia». Alberto discurría (según Edi) sobre su entendimiento de la arquitectura, partida apenas de una idea. La idea, como en Platón, precedía la materia, generaba la materia, que se incorporaba en un proyecto, pendida, al final sobre ella, como las estalactitas de la gruta platónica. Fabio, al contrario, partía de la materia. Entendía que el camino lícito para el acceso a la construcción, para incorporar lo material, era la propia materia, como parece que hacían los griegos. El principio y el fin de la construcción que ha de ser alcanzada, no era la idea, sino la materia, cosa de la en-verga-dura de una obra, cuyo destino final no es el de perdurar, sino el de perecer.

No presencié tan refinada discusión. Ni yo, ni José Vial Armstrong, también arquitecto del Instituto, que con su rigor de la matemática musical sabía exactamente la tenue línea divisoria de la frontera entre el espíritu y la materia, entre una idea y un ladrillo, entre un trazo abstracto en el tablero y un bloque de cemento o de granito. Tampoco la oyó Tuto Baeza, que era una especie de sacerdote y servidor del méson griego, el juste milieu. Ni Pancho Méndez, para quien al principio era el color, y el color estaba en el mundo y el mundo era el color. Alberto Vial, que hablaba siempre con frases matemáticas irrefutables, habría glosado el diálogo con una elipse o un trapecio. Otros miembros más jóvenes del Instituto, como Juan Purcell o Pino Sánchez, eran personas de cartas marcadas en este juego, como los aún más jóvenes, Manuel Casanueva, Virgilio Rodríguez, Jorge Ferrada o Carlos Covarrubias, autor de una Elegía a Paulinho Ramos. Miguel Eyquem tal vez hubiese dicho que la arquitectura es la cosa más fácil del mundo, aussi simple qu’une phrase musicale, pero que sólo se podía hablar sobre ella desde lo alto de una cuerda pendiente sobre el abismo. Godo era absolutamente partidario de la idea y de la materia indisolubles, equilibrándose y arriesgándose en la cuerda extendida sobre el abismo. Yo mismo, que siempre fui un habitante del abismo, llamado «Conde del Abismo» por los compañeros de adolescencia, opinaría tal vez diciendo que la buena arquitectura no puede ser hecha sino en el fondo de los abismos. Pero esta opinión vale poco, no soy arquitecto de construcciones, soy apenas un arquitecto de desastres; mi vocación en este mundo que está ahí no es la del éxito, sino la de un contratista de demoliciones, como quería ser Flaubert. Y como Camus que dividía el mundo entre los que hacen la historia y los que padecen la historia, también he vivido, no para hacer arquitectura, sino para padecer la arquitectura. ¡Y cómo la he padecido, de Brasilia a Pekín! Edi intentó oír la opinión de los otros dos sobrevivientes de la Santa Hermandad de la Orquídea, tribunal del Santo Oficio poético al que se inclinaría Godo. Llamó por teléfono a Raúl, en la estancia balnearia Argentina de Pinamar. El poeta Raúl Young, con su voz flexible y su certera puntería de lanzador de dardos, era también fonoaudiólogo y psicólogo, usando un registro de voz situado entre la comedia y la tragedia, encerró la pregunta, informando, con estudiada sutileza, que las únicas diferencias que le interesaban eran entre la physis y la physica. Abdías, que andaba por la época travestido en Senador de la República, pero permanecía fiel a sus orígenes, a la negritud y a la Santa Hermandad de la Orquídea, aconsejó al inconformado poeta no entrar en estos dos laberintos, al África con sus Oguns y Orixás, y a la Santa Hermandad, donde todos sus druidas prestaban juramento a sabidurías insondables. Y no dice más. Pero esto también es otra historia.

Lo que vine a saber por Claudio Girola es que el diálogo platónico de Fabio y Alberto tuvo lances fulgurantes, que él mismo no sabía contar y que yo no sabría reproducir. Lo cierto es que, de repente, Edi Simons pidió abruptamente que parasen el auto y saltó, sin mayores explicaciones en el medio de la calle. Rodeó la plaza verde donde un inmenso reloj de flores en la ladera de la colina hizo el encanto de los turistas ingenuos, paró frente al monumento de piedra que celebra el desembarco de Garibaldi en Chile, antes de partir a la Guerra de los Farrapos, en Río Grande del Sur, donde comandó regimientos de gauchos en los combates sangrientos de la pampa y de las sierras brasileñas. Intentó leer la inscripción en el monumento, pero no lo consiguió. Estaba violentamente perturbado, y no era admirador de Garibaldi.

Vino a encontrarme al bar del Samoiedo, y preguntó a quemarropa si yo había visto el libro de Los Ojos del Gato. Mi negativa fue convincente. Uno por uno interpeló a los arquitectos del Instituto. Godo le respondió enigmáticamente que «tantas letras tiene un sí como un no» y que no hay nada tan parecido a dos letras que otras dos letras.

Llegó a casa enfurecido. Su furia fue desencadenada especialmente contra Alberto Cruz y Godofredo Iommi. Estaba seguro que lo dos se habían iniciado en el saber infinito del libro de Los Ojos del Gato y le negaban acceso a las viejas escrituras del baúl quiteño. Hizo aparentes investigaciones entre los miembros del Instituto. Al fin, todos eran oriundos de la mejor cepa familiar de las cincuenta familia de Chile, y tenían en la genealogía antepasados gloriosos de la Guerra del Pacífico. Todos ellos sabían, hasta por conversaciones familiares, que la Biblioteca de Lima fuera depredada por los vencedores chilenos y traída a Santiago como botín cultural, y que entre los incautados habían preciosos manuscritos e incunables. Contra Alberto Cruz tenía pruebas definitivas: el diálogo de Alberto con Fabio repetía literalmente la sabiduría sobrenatural de las informaciones del libro sagrado. Y las palabras de Godo eran una reproducción fiel de instrucciones que ningún humano sería capaz de producir y que venían de los textos pentecostales leídos a la luz de los ojos de gato.

Pasó a hablar y escribir furiosamente contra Godo y Alberto. Yo mismo lo interpelé en París sobre esta incontinencia de juicio. Respondió textualmente: «Celebraré hasta la muerte la poesía de Godo y la arquitectura de Alberto. Pero hasta la muerte increparé la usurpación del derecho a saber, en que los dos incurrieron, al apoderarse del libro divino que yo comenzara a leer».

El Libro de los Ojos del Gato fue el unfinished touch de su última conversación en el mundo con los amigos que cultivaba –el libro que comenzó a leer, pero que no terminó, el toque que inició, el retoque que no llegó a su fin. Todos sabemos de esto, incluso Godo, que lo precedió algunas semanas en el viaje a la eternidad, donde lo habrá recibido con una sonrisa redentora. Incluso Alberto Cruz, que cuando le comuniqué la muerte de Edison Simons, en la ceremonia memorial de las exequias de Godofredo Iommi, en el Ágora de los Huéspedes, en la Ciudad Abierta, llevó las manos al pecho, movió afligido su cabeza blanca, tal vez con lágrimas en los ojos, y exclamó, en un suspiro compasivo de contenido e incontenido amor: «Edi»!

En cuanto a mí, nunca deserté de la indulgencia, del buen humor y de la amorosa admiración con que la presencia de Edi Simons y de su sabiduría poética iluminaron algunos de los más bellos y más dignos momentos de mi propia vida. Delante de sus iras sagradas, no podía más que sonreír, a la confirmación del aforismo latino que habla de los «irritabile genus vatum». El genio de los poetas no es fácil. Juvenal, recordaba en su primera Sátira, que «facit indignativo versum» –es la indignación que escribe el verso. Y en fin, la compasiva comprensión de Plinio, el Joven: «poetis furere concessum est». Los dioses concedieron a los poetas el poder, el deber y el placer de desencadenar sus propias furias.



No estoy seguro que este sea el retrato de Edison Simons. Sólo Homero puede tener la certeza de retratar un muerto en su funeral. Pero Edi Simons no precisa de retratos. Él es un ícono. Como Linos y Orfeo. Como aquellos íconos bizantinos imaginarios en que pensamos ver la leyenda del rostro de los santos, de los profetas y de los arcángeles. De modo que este no es su rostro, de vivo o de muerto. Pero tal vez será la leyenda de su rostro, el rostro legendario de Edison Simons Quiroz, brisa y flor de las aguas de Panamá, poeta absoluto.


Rio de Janeiro, Junio de 2001.


P.S. 1 En el número especial de la revista Talingo, dedicado a Edi Simons después de su muerte, Manuel Goiás escribe: «Simons busca o consigue expresar las verdades que nacen de las mentiras, es decir, que germinan a partir de la mejor literatura». Debo informar que mandé un día a Edi Simons algunas notas en elogio a la mentira, sobre la cual reposan las verdades de la fe religiosa, de la cultura y de la historia de Occidente. Hablamos de la mentira fundadora de la verdad, como la de Jacob, en el viejo Testamento, de la cual decía San Agustín: non mendacium, sed mysterium –(no mentira, sino misterio). De la mentira de Hölderlin y de Baudelaire, de Goethe y de Rimbaud, de la mentira de Platón y Dostoyevski, del Quijote y del Dante. De la mentira liberadora y salvadora de San Francisco de Asís, sin la cual se obscurece la verdad, se pierde la libertad y se impide la salvación. Edi me envió enseguida un breve ensayo, recordando al poeta portugués Fernando Pessoa, para quien el poeta es un fingidor, esto es, un oficial del oficio de mentir. Celebró la belleza de la mentira –no la impostura, propia de los súcubos e íncubos de la política y de la publicidad– sino la mentira agustiniana, que concibe y genera el misterio, locus original de la verdad. Estoy buscando donde metí esa carta en la babel de mis papeles. Recuerdo que él decía: «Joyce no miente. Euclides no miente. Sarmiento no miente». Se refería a Euclides da Cunha, el hombre de Canudos, a Sarmiento, el hombre de Facundo y a las fosforescentes mentiras de James Joyce.

P.S. 2 Exceptuando las personas citadas cuya muerte es notoria o está aquí consignada, pero que existieron realmente, todas las otras, referidas por sus nombres, existen, están vivas, y son testimonios de la breve e intensa aventura humana de Edi Simons.


GMM

Notas

  1. En un encuentro que el artista Miquel Barceló mantuvo con periodistas en la sede de la Editorial La Fábrica en Madrid, para presentar un número monográfico de la Revista Matador N, que él mismo dirigió, a propósito de Edison Simons confiesa: «Heredé sus cenizas; un borracho me dio sus cenizas en la calle una noche a las seis de la mañana en París; —‹Sabes que ha muerto Edi›. —‹Sí, que pena›, —‹Éstas son sus cenizas› y me las dio. Las llevé a mi casa, las puse en un paquete y puse Edison Simons, la fecha. Y ahí se quedaron todos estos años, 10 años han estado ahí. Y entonces cuando yo conseguí con pena que se publicaran sus obras completas en Mosaicos, en Galaxia Gutenberg, hace muy poco [Barcelona 2009], creo que con muy poco éxito… pues, al menos existen y creo que es un grandísimo poeta. Y su obra inédita se llama The Unfinished Touch y es ésta, es un fragmento de esta obra que está escrita en todas [las lenguas]. Y como homenaje a Edi, hace unos años pensé hacer una placa no de los lugares donde vivió –que siempre vivió en sitios muy miserables, aunque había trabajado en Naciones Unidas, era un gran príncipe pero vivía como un mendigo, como un clochard, lo hubieras visto–; pensé poner una placa en todos los bares donde bebía cada día de los 60, 70 años que vivió. Bebió en Nueva York, en Barcelona, en Palma, en Panamá, en París muchísimo; entonces hice una placa que pone:

    AQUÍ BEBÍA
    EL GRAN POETA DE PANAMÁ EDISON SIMONS
    1933 COLÓN PARÍS 2001
    ALTO YACE BORRACHO DELANTE
    DE LA ETERNIDAD.

    Es un pequeño caligrama. Lo que hice fue mezclar las cenizas del poeta con la tinta para imprimir este texto […] Mi intención era que tiznara, imprimimos sobre el papel plateado para que quedaran los dedos con un poquito del ADN del poeta, y me pareció que era una buena forma de deshacerme de esas cenizas después de tantos años».

    Ref: Entrevista a Miquel Barceló, La Fábrica, Madrid 2011, en línea:
    [ http://www.telemetro.com/insolito/2011/02/06/nota66553.html ]
  2. En La Travesía de Amereida, relizada en 1965 desde Punta Arenas hasta el sur de Bolivia –donde se declara a Santa Cruz de la Sierra Capital Poética de América–, participaron los arquitectos Alberto Cruz y Fabio Cruz; los poetas Godofredo Iommi M., Jonathan Boulting, Michel Deguy y Edison Simons; el filósofo François Fédier; el escultor Claudio Girola; el pintor Jorge Pérez Román, y el diseñador y plástico Henri Tronquoy; la Travesía fue recogida en el poema Amereida, publicado en 1967 en Santiago de Chile; en 1986 el libro Amereida II continua el tono unísono entre poesía y oficios, y transcribe la bitácora completa del viaje.
    En 1984 se incorpora esta modalidad a la Escuela de Arquitectura UCV y se inauguran las Travesías de Amereida por el continente americano, realizadas cada fin de año por los tallers, sus alumnos y profesores.

    Ref: Amereida, volumen primero. Editorial Cooperativa Lambda, Colección de Poesía. Santiago de Chile 1967. || 3.a Ed. Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso 2011.
    Amereida, volumen segundo. Taller de Investigaciones Gráficas, Escuela de Arquitectura UCV, Valparaíso 1986.
    Amereida Travesías 1984 a 1988, Escuela de Arquitectura UCV. Taller de Investigaciones Gráficas, Viña del Mar 1991.
  3. «La ‹Phalène› se denomina el juego poético o ronda abierta a la voz y figura de todos, por aquello de Lautréamont de que ‹la poésie doit etre fair par tous et non par un›. Ronda iniciada en Valparaíso en el año 1953, cumplida a través de toda Francia, Irlanda, Inglaterra, en Delfos, Cuma, Istambul, Munich. Y en América, desde Tierra del Fuego hasta Villamontes en Bolivia; desde Santiago de Chile hasta Vancouver en Canadá». Phalène del Golpe de Dados, Varios Autores. Revista Amereida N.1. En colaboración con la Revue de Po&sie. París - Viña del Mar 1969.

    «30 de Julio de 1965, Punta Arenas. Anoche tras la comida, primera reunión. Se afinaron las reglas del juego poético y reajustaron finanzas. / Reglas de juego. / ‹No juicios›: Todo cuanto ocurra y se construya en los actos es poético. / Libertad de ‹hacer›: Ejemplo, si Pérez Román quiere pintar cuadro, objeto, muro, etc., a raíz del acto poético pero después de ocurrido, vale. / Obediencia al que se le ocurre el acto: No por mandato sino por disponibilidad. / Transgresiones: La idea es equivocar el equívoco». Amereida, Vol II, pg 159.

    «Todo acto poético se inicia siempre con la recitación del poema El Desdichado de Gerard de Nerval. Así se iniciaban, se inician y espero que se inicien siempre las Phalènes desde el año 1952. El primer verso es el que marca el tono fundamental de la Phalène:
    ‹Yo soy el Tenebroso, - el Viudo, - el Desconsolado, El Príncipe de Aquitania, el de la Torre abolida Muerta está mi única Estrella, - y mi constelado laúd Luce el Sol negro de la Melancolía›». Ibid, pg 204.