Introducción al Primer Poema de Amereida
Título | Introducción al Primer Poema de Amereida |
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Año | 1982 |
Autor | Godofredo Iommi |
Tipo de Publicación | Libro |
Editorial | Taller de Investigaciones Gráficas. Escuela de Arquitectura UCV |
Edición | 1a |
Colección | Amereida |
Palabras Clave | poesía, américa, amereida, constel |
Archivo:AME 1982 Introduccion Amereida.pdf | |
Nota | Taller de América, Escuela de Arquitectura UCV, 1974 |
Desde antiguo se nos dijo que el poema alcanza por sí mismo a ser escuchado mas no necesariamente por todos y que no pocos, sino los más, requieren ayuda. En el lenguaje, semejante separación abre, por lo menos, grados diferentes a una suerte de hermenéutica introductoria a la palabra misma –que implícitamente se debiera suponer cifrada a fin de descifrarla–. Tal concepción –muy al uso y no sin rigores– merece, al menos, ser revisada, pues la hermenéutica de palabras poéticas (dicción de dicción) “redunda” lo dicho o deja de ser lo que pretende a causa de la constitución propia de la palabra poética. Exponer un poema con palabras distintas a las que dicho poema ciñe, no puede pretender otra cosa que abrir un ámbito de resonancias, en el cual, sucesivas redundancias que caigan desde ángulos múltiples, muevan y sean al par movidas por el poema mismo, cuales reflejos de lo mismo en transparencias y opacidades que distinguen en el lago la curva de un follaje. De lo mismo pues, un juego de multiplicaciones. Un día, así por cierto, se nos dijo que el sol es cada día nuevo, proposición inteligible bajo el lugar común desde que, de hecho, el sol podría desde mañana no aparecer jamás. La admirable redundancia del cada día se expande para devolvernos a la admiración del alba. Lo curioso es precisamente la posibilidad misma de la redundancia y aún de qué manera ésta deja entrar a muchos, de suyo sordos, a la mera dicción primera y poética.
Pero de hecho hablamos ya de una dicción primera y poética como de una piedra que cayese al lago, dándolo a oír y dibujándole, a la vez, círculos concéntricos, hasta la misma invisibilidad de las orillas, o escritura consecuente. —¿No está así –como se nos dijo– la escritura apoyada en profundas raíces según el ritmo del pensar y es ella, a la vez, el depósito de sonidos?
Pero ¿qué es esto de dicción primera? ¿Cómo puede haberla en el sentido que de suyo apareje otras segundas y consecuentes –y según nos fuera dicha también– originarias y fundadoras? Porque la dicción primera o primaria dice de sí misma tal dicción y exige, por ser inicial, un origen.
La relación entre dicción y origen fue cantada desde antiguo, como que consumada la creación del mundo Zeus preguntó a los dioses sumidos en silenciosa admiración si algo faltaba para que fuese perfecto.
Y le respondieron que algo faltaba: una voz divina para pregonar y alabar todas esas magnificencias. Y le rogaron que engendrara las Musas. Algo así como que al silencio de la admiración que antecede por y en el tiempo le correspondiese este otro silencio sordo que exige la voz hermenéutica ante el himno; ante la palabra eregida que viene de un fondo y permite el habla, es decir, por definición, la palabra en cuanto mythos.
Hablar, pues, de origen implica hablar de mythos, de aquello mismo que en el célebre fragmento 668, ya en las postrimerías de la vida, de quien fuera el pensador por excelencia le hizo exclamar aquello de “cuanto más solitario y aislado estoy más he llegado a amar a los mitos”. ¿No es, pues, así que la esencia del mundo se consuma en el cantar y en el decir? –acaso mediante ese doble silencio recurrente–.
En la alternativa sin escape de discurrir acerca del origen, difícil es no sentirse forzado ya y ubicado en el juego de un “antes” primordial y los “después” consecuentes. Aun fuera de toda cronología en el plano mismo de la lingüística –se nos advierte– la temporalidad es a la vez trozada en sus tres articulaciones distintivas y muy limitadas en cada una de ellas. Centrada en el “hoy”, ella sólo puede distinguir hacia atrás y hacia adelante dos distancias. No queda sino que “ayer” y “mañana” separados y determinados por “hoy”, como términos originales marcando distancias temporales a partir de un presente lingüístico. O bien, en plena relación metafísica centrada, esta vez, en el tendere ad, pues “en la actualidad –dijo el santo– mi atención está presente; por ella atraigo lo que en el futuro fue, así se hace el pasado”. De hecho, nadie puede pretender que el transcurso propio de todo discurso, con su tiempo escurrente que desaparece, no extienda, a su vez y al par, la retención o memoria como escritura irreductible desde la cual sea siempre posible “incipit vita nova”. Pero también con la condición misma de la memoria, ya no como facultad retentiva, sino como aquello que de hecho le es dado en el ritmo de emergencias y desapariciones, debe trabajarse. Y aún en la propia vida de la lengua, más allá de la base estadística que supone los cambios lingüísticos de suerte que se puede esperar que una lengua sea completamente transformada o reemplazada en un lapso aproximado de cinco mil años, más allá de tales consideraciones, se nos dice y con claridad, que las lenguas no mueren sino que con la desaparición de comunidades y culturas –y esto en cuanto lenguas habladas–; aparición y desaparición por aquello de que en el fondo de cada lengua se dice una visión del mundo que, en cierto modo, le es propia.
Memoria, mythos, origen se ligan y entrelazan peculiarmente a todo historein. Más aún, el propio fondo originario de cualesquier historein, para ser tal, es un hueco, literalmente un agujero. Juan llegó al sepulcro, dice el sermón, y lo que vio fue el vacío, el agujero en la historia que colma con su nada la atención de un sentido, su atención hueca. Pues la atención –agrega– no contempla nada, ella no mira otra cosa que nada.
Por eso, para Juan, la Resurrección ya no requiere de pruebas para ser evidente. El hueco de esa nada abre la realidad ineludible del futuro. Ese anonadamiento fue descrito múltiples veces por quienes lo experimentaron desde quien confiesa las seis angustias cuya la primera, nos dice, y más ligera, es de una tal violencia que todos los hombres de la tierra, del cielo y purgatorio y aún los ángeles, no podrían soportarla si fuesen dejados a su libre y desnuda voluntad, hasta la absoluta tiniebla mística. O bien, por quien supo dejarse cazar, llevar a fondo la caza contra sí mismo, anonadándose ante Dios y perseverar, así, en el fondo, abandonándose completamente a la voluntad admitida del Señor. O bien, en otro horizonte diferente, ¿quién no recuerda el célebre diálogo?:
— “Tienes que aprender a esperar, a conocer la verdadera espera”.
— “¿Y cómo se aprende?”.
— “Desprendiéndose de uno mismo, y dejando tras de sí y junto, todo lo propio y en forma tan decisiva que no quede de uno si no un estado de tensión sin propósito”.
La derrelicción que no puede en su fondo sin fondo eludir la promesa.
Que la nada se haga nada
aparte el ser y el no ser
el sitio, la hora, la imagen.
Canta un himno del siglo XIII. ¿No diríamos que tales transfondos son descripciones de estados, como una suerte de fenomenología antecedente a cualquier palabra-mytho, pues es en vista de éste que se reconocen aquéllos?
El silencio primario –se nos dice, ya a un nivel diferente de toda experiencia religiosa– es la angustia que abate la palabra. La nada se desvela en la angustia, pero no como ente. Y tampoco es dada como objeto. La angustia no es una aprehensión de la nada. No obstante, la nada se manifiesta por ella, mas no como si la nada se mostrase desprendida, “junto” al ente íntegro que se yergue en la desolación. Todas las cosas y nosotros mismos nos hundimos en un “da igual”. Tal experiencia radical vivida por un filósofo es la que da lugar al habla, tal como lo confiesa nada menos a quien le tocó advertimos el paso de la metafísica al pensar. A la vista de tal paso, se declara aquella primordialidad. ¿No late en toda recuperación del habla abatida la promesa de un dicho?
Pero, aun más, cuando se pretende perforar ese extremo y el trazo –se nos dice– se produce como su propio desaparecimiento, de suerte que la presencia, entonces, es el trazo del trazo, el trazo del desaparecimiento del trazo. El trazo de este trazo que (es) la diferencia, no podría sobre todo aparecer ni ser nombrado como tal, es decir, en su presencia. Es ese como tal que, precisamente, como tal se escurre para siempre. La diferencia es, puede ser –se nos agrega– más antigua que el ser mismo. Habría, pues una diferencia más impensada aún que la diferencia entre el ser y el ente. Y sin duda no se puede de hecho nominarla en nuestras lenguas pues se difiere sin cesar (se) trazaría (ella misma), esa diferencia sería la primera y la última traza si aún se pudiera hablar de origen y de fin. Esta apreciación extrema se arroja, tal vez a su pesar, al secreto júbilo nostálgico de un futuro en el cual tal diferencia nos donaría ya a pensar una escritura sin presencia y sin ausencia, sin historia, sin causa, sin arjé, sin telos, desarreglando absolutamente toda dialéctica, toda teología, toda teleología, toda ontología. Una escritura –se nos dice– que excede de la historia de la metafísica. La comprendida en la gramma aristotélica en su punto, en su linealidad, en su círculo, en su tiempo y en su espacio. El arranque lírico, por insistido, del párrafo, dice de suyo la nostalgia liberadora de un aire que por sustentadamente perecible fuese, a su vez, imperecible.
Por otra parte, con una finura penetrante, el poeta nombra lo originario renovado a través de todo pretexto como una anulación incesante con su mensaje constantemente nulo y lo reanuda desde otro poeta señalado en 1127:
Je ferai vers sur pur neánt
ne sera sur moi ni sur autre gent
ne sera sur amour ni sur jeneusse
ni sur rien autre
je l’ai composé en dormant
sur mon cheval.
Claro está que tal nada va a dar la dama que se ignora quien es, a quien nunca vio pero ama.
J’ai fait ce poème
ne sais sur quoi
et le transmettrai à celui
qui le transmettra à autrui
la bas ver l’Anjou.
La anulación incesante, pues, se arroja, quiérase o no, a la transmisión y especialmente al amor mismo de cuyo invisible: la pura promesa desnuda en su errancia.
La casi imposible disociación de palabra con mytho ha sido analizada en nuestros días no sin empeño tenaz para desmitologizar “rigurosamente” los Mitos, de suerte que se pudiese desvertirlos considerándolos como fabulaciones eficaces, o bien, para “deshacerlos” y dar con su vacuidad. Lo cierto es que toda palabra que habla de palabra no puede eludir la significación primordial de la palabra mytho que es precisamente la de: palabra. Con brutal ingenuidad y legítima indicación hay que decir que desde siempre mytho quiso decir palabra y que, en tanto, se usan éstas se usa de aquél. Cierto es que mythos indica palabra, ya se la considere como fuente originaria, como centro o como centro inestante o como fluidez escurrente y sin huella al modo del vuelo del pájaro sin estela.
¿No está enraizada la palabra en la calidad misma de la memoria como tal y memoria como Mnemosine?
Antes de aproximarnos a cualesquiera tentativa de respuestas, cabe reconocer que se entiende por mitología tanto en su realidad compleja y cultural como en su acepción misma: palabra, en niveles diferentes y aún en aquellos en los que la palabra no se “relaciona” ni por mientes con mythos.
Para quienes pensaron con toda acuidad la mitología cual aptitud o realidad fundadora en cuya misma interioridad y desde la cual es sólo posible pensar y verificar una determinada cultura más que cultivadora, les quedó dicho aquello que la mitología nace de “golpe”, tal cual, y no tiene otro sentido sino aquel que dice. Así, por tal necesidad con la que nace –se dijo– la mitología posee desde los comienzos una significación real y al mismo tiempo doctrinal y vista la necesidad con la que nace, igualmente su forma; es preciso comprenderla tal como se manifiesta, como si nada hubiese en ella de sub-entendido, cual si no dijere sino lo que dice. La Mitología no es alegórica sino tautegórica (término tomado en préstamo al conocido sabio Coleridge, el primer inglés que haya comprendido y sabido inteligentemente utilizar la poesía, la ciencia y sobre todo la filosofía alemana... en razón de este excelente término que le tomo en préstamo –se nos dice– le perdono con gusto todos los que me tomó prestado en sus obras sin mencionarnos).
Y aún campos tan distantes del mencionado como son los de los trabajos antropológicos se dice que el mito, según se lo encuentra en comunidades primitivas, es decir, en su forma original, no es mero relato sino realidad viviente; no se trata de pura ficción –parecida a aquella que gozamos en cuentos y novelas– sino de un hecho originario que de manera ininterrumpida domina y define el mundo y el destino de los hombres... es un factor viviente de la civilización humana, no una explicación intelectual o una fantasía artística... Afirmo –se nos dijo– que hay una clase especial de relatos que se incorpora a la ética y a la organización social y forma el elemento esencial de las culturas primitivas. Tales relatos no se propagan por su interés superficial, externo, ni como descripciones ficticias, o porque pretendan ser “verdaderos”, sino porque representan la afirmación de una realidad más allá y más importante que determina la vida actual, el destino y la “actualidad” del género humano, y porque su conocimiento constituye la base de acciones éticas y rituales.
Con la relativa precisión científica del caso se llegó a probar que en Homero mismo, mythos es una palabra más antigua que logos y que corresponde a la más antigua esencia de la palabra como testimonio de aquello que fue, es y será; como propia revelación del ser antiguo y venerable sentido que no distingue entre ser y palabra. También se ahondó aún más cuando se probó que es imposible ya separar mythos de culto, de suerte que lo divino en donde el hombre se sabe protegido no es, para los griegos, lo “del todo distinto” en donde se refugian aquellos para quienes la realidad mundana está desdeificada. Todo lo contrario, se nos dice y no sin ímpetu, es precisamente lo que nos toca y se hace forma en la realidad de nuestros sentidos y de nuestro espíritu. Todas las cosas y fenómenos hablan de él en la gran hora en que hablan de sí mismos. Alguien agregó que el mytho es lo constantemente actual. Aún en sus extremos la anulación incesante es simétrica de aquello que se dijo en Noa-Noa en cuanto que “la selva, entera en los límites de la inmensa vida, perpetua transición”: renacimiento sin fin.
Lo cierto es que nadie puede disolver la memoria (Mnemosine), fondo genuino de toda escritura y depósito sonoro y, con ella, el enigma mismo de todo historein que sólo reconocemos por la palabra histórica. Por tal razón, nadie puede eludir el término mythos en cuanto dice “palabra”. Versado sobre Hesíodo, un filólogo nos advierte la identificación teogónica que yace en Khaos, Gaia y Eros como instancias primigenias y causantes de la entera realidad, como tensión de rememorar y nombrar el todo. Nos dice, no sin finura, que el vínculo constitutivo del despliegue teogónico es Khaos, que en Khaos vivimos, nos movemos y somos, de donde el “todo” es, pues, absoluta simplicidad entitativa del “abierto”, de cuya modalidad depende el todo configurado, el todo como tensión de las partes. Por eso, agrega, Mythos es ahora desplegar analíticamente la presencia del manifestante en la articulación del manifestado. La fuerza infrangible de Khaos, el todo manifestado, en contraposición del todo manifestante, ejerce en el todo manifestado la Memoria o Musas o Canto. Ellas –se nos dice con agudo ingenio– retroceden del todo manifestado y en la exaltación que resulta de este hymnein se transparenta la coronación de la palabra de Calíope. Para concluir, audazmente, proponiéndonos que las contraposiciones y armonías, especie de concordia-discors preheraclítica manifiesta en Hesíodo la alertada vigencia de la mente helénica, determinada por los contextos objetivos del mundo suscitante de una nominación infrangible del objeto y viviente en una experiencia de concordia “musical”. En las Musas –agrega– a su vez confírmase la memoria del todo originante articulado, armónico y la palabra exultante en el hymnein constitutivo de las Musas. Pareciera, hasta aquí, que enfrentamos la encrucijada que Mythos-Palabra lleva latente.
Conviene, en todo caso, antes de llegar a semejante encrucijada, reconocer cara a cara los sentidos que pueden darse a Mythos como Palabra. Para ello haremos un corte en las cotas cuyas muestras serán, suponemos, suficientes para englobar matices distintos que no consideramos, dejando de lado el falso deber de una antología.
¿Cómo se discurre de la palabra en la ciencia lingüística? Recordemos un verdadero teorema siempre oportuno, aquel que nos indica que una lengua es radicalmente impotente para defenderse contra los factores que desplazan de instante a instante la relación del significado con el significante. Es una de las consecuencias de la arbitrariedad (inútil fingirnos que no la asociamos al hueco o agujero) del signo. La lengua –prosigue el teorema– no está limitada por nada en la elección de sus medios pues no se ve que podría impedir asociar una idea cualquiera con una serie cualquiera de sonidos. Y para corroborar esa afirmación como corolario se nos dirá, además, que se ha pretendido que la lingüística quepa directamente en la psicología y de ella espere sus luces. Mas, ¿posee la psicología una semiología? La pregunta es inútil –se responde– pues si ella poseyera alguna, los fenómenos de la lengua que la psicología ignora serían tan preponderantes por sí mismos, como base del hecho semiológico, que todo lo que pudiera decirse, más allá de estos mismos, por la psicología, no representa, de hecho, nada o casi nada.
En territorio, pues, de la palabra como tal, la lingüística se las ha de haber con esa encrucijada que aludíamos, aunque por cierto nada le impide, como a cualquier ciencia, tener un desarrollo fecundo dejando entre paréntesis ese problema sobre el cual puede repentinamente por otra vía volverlo a tomar y repartir. ¿Pero, cómo señala una palabra su distinción de otra, científicamente hablando? Gráficamente –se nos dice– por el blanco que se deja entre ellas aunque –se advierte– en muchas lenguas el acento es nítidamente demarcatorio. O bien, para delimitar las unidades sucesivas del discurso se ha considerado calcular la probabilidad de cada uno de los segmentos mínima –fonema o letra– en el lugar donde aparece. Sin embargo, se constata que los blancos de los textos no coinciden necesariamente con la caída de la curva de probabilidad, en la ocurrencia, porque las ortografías, en general, están llenas de inconsecuencias. Todos los esfuerzos –se confiesa– para dar al término “palabra” un estatuto propiamente científico, topa con el hecho que junto con el caso sobre el que se puede pronunciar uno, sin dudas, hay otros en que ninguno de los criterios utilizables nos permiten responder por sí o por no. Y el lingüista, no sin coraje, concluirá señalando que es, sin embargo, detrás del “ecran” de la palabra donde aparecen muy a menudo los trazos realmente fundamentales del lenguaje humano. Ese “hueco” se nos ha venido presentando como una cuasi constante y no deja de ser indicativo el hecho que justamente el concepto de “palabra” sea el más remiso para ser cernido científicamente. Pero aún más, en cuanto se refiere ya a la diversidad de estructuras de las lenguas humanas hemos de encontramos con factores tales como “iluminación interior y gracia de circunstancias favorables”, tal como lo recuerda aquel célebre parágrafo “La aplicación a los fines internos de la lengua de formas sonoras pre-existentes... puede ser pensada como posible en los períodos medios de la formación de una lengua. Por una iluminación interior y por la gracia de las circunstancias favorables exteriores (cómo no recordar al paso la noción antiquísima y sostenida de Fortuna, agregamos) un pueblo podría impartir a la lengua que ha heredado una forma tan diferente que aquella se tornara una lengua de hecho otra y nueva”. “Sin modificar la lengua en sus sonoridades y menos aún en sus formas y leyes, es el tiempo el que a menudo por un desarrollo creciente de ideas, una elevación de la fuerza del pensamiento y una profundización de la capacidad de sentir introduce en ella lo que antes no poseía. Entonces, en la misma morada va a posarse un sentido nuevo, bajo el mismo sello se ofrece alguna cosa diferente y obedeciendo a las mismas leyes de relaciones se anuncian otros escalonamientos en el cuerpo de las ideas. Esto es el fruto constante de la literatura de un pueblo y en la interioridad de ésta, sobre todo de la poesía y de la filosofía”. Iluminación interior, Fortuna, tiempo y mismidad de morada para la renovación incesante. Y bien sabemos cómo en los mejores períodos de la escolástica se trabajó burilando el concepto desde dentro sin modificar la forma y sonoridad (por ejemplo, el concepto de “persona” desde Aristóteles hasta Santo Tomás).
Pero, respecto de la lengua en cuanto tal, hubo otro modo, realmente mítico, de considerar la palabra. Las sílabas de la palabra griega –se nos enseña– tienen una duración propia, establecida desde siempre e independiente del estado afectivo circunstancial del que habla. Una ley objetiva y propia del idioma y que le da una rigidez particular. Por ello –se explicita– en el idioma griego, antiguo, el ritmo surge de su estructura un espíritu se nos aparece y que no depende de nuestra voluntad. Las palabras –se nos dice– están regidas a manera de esfinges. Se agrupan como piedra de mosaico. Forman figuras estáticas, no puede establecerse comunicación entre ellas y nosotros, no es posible refundirlas en una unidad del sujeto. El idioma griego es una lengua de máscaras, no se asemeja a la expresión facial viva... el idioma griego es una presencia como la máscara en la tragedia griega... A esa palabra le es ajeno el pathos condicionado por el contenido que a menudo se infiltra en el discurso. Ese hablar rígido contiene el ritmo estático de “tiempo cumplido” algo de inmodificable que asusta pero justamente, por eso, se presenta también con carácter liberador. Ese hablar crea la realidad al nombrarla. Estas palabras pueden ser dichas con admiración. Querer declamarlas expresivamente en sentido occidental sería disminuirlas. Lo que está presente en el verso griego es el destino mismo, es el dios y éste no debe convertirse en una oscura declaración humana. El hecho de que el verso no sólo sea idioma sino también música en sí mismo, sin que nada deba añadírsele para lograrlo, sólo puede radicar en la circunstancia de que el idioma no es únicamente “idioma” en el sentido habitual sino que posee además un atributo musical particular. Y por eso exige a su vez el dominio del movimiento corporal: la danza. Thesis significa bajar el pie; Arsis, subirlo. Y esas son las designaciones del pie en el verso griego. La palabra físicamente realizada. De allí la Mousiké.
Por cierto que ante la viva configuración que se funda en mytho hay quienes suponen al hombre “arrancado” (tal sería la condición humana) del ritmo cósmico y arrojado a construir y reconstruir desde esa su “impropiedad” la “propiedad” de rythmos,.
Pero hay otros que suponen y admiten incluir la serie natural de la vida en el principio teogónico universal. El vacío que sustenta el hombre está preñado de una protoforma –el mytho– las representaciones filosóficas particulares y tempranamente finitas, serían apenas formas alusivas. Dios –o los dioses–, el origen más fuerte y profundo que el decir filosófico o mitologema inicial de una cultura. Las cosas –agregan– realmente abiertas unas a las otras, existen unas en otras concluyendo y refluyendo en su existencia procesal y atrópica un determinado mundo mítico –nos dicen– constituye un matiz de posibilidades que gobiernan un período del acontecer mundial.
Hemos visto hasta aquí las diversas opiniones del mito a nivel del discurso lógico que sobre aquel discurso. Plantearnos, –como lo hicimos inicialmente– el problema mismo de la hermenéutica, en poesía nos llevó a una afirmación: la redundancia. Y la hermenéutica en poesía, por ser tal, dicción de dicción, al hecho de una palabra primera y otra consecuente. La noción de palabra primera conduce necesariamente a la concepción de palabra como mythos y por ello nos fue necesario recorrer algunas de las vicisitudes que la acepción de la palabra mythos y mitología tienen y tuvieron.
La necesidad inicial se nos plantea porque pretendemos redundar acerca del poema inicial de Amereida, que afronta el hecho simple pero irredargüible de la aparición de un Nuevo Mundo que de hecho o aparentemente brota, sin palabra mítica.
Y antes de urdir el juego de resonancias que nosotros llamamos única y posible hermenéutica de un poema –pues toda otra que pretenda explicarlo no puede hacerlo, por definición, no puede “introducir” al poema–. Antes de urdir tal juego debemos constatar un hecho que se desprende del camino recorrido en el análisis del mytho.
La memoria como Mnemosine (es decir, en su acepción más honda y de suyo inalcanzable) constituye el hueco o fondo parlante tanto en las consideraciones sobre la redundancia como acerca del sentido mismo de mythos. Sea éste considerado como “origen”, punto inicial que transparenta el origen, como vivo espejismo de un futuro cual emergencia incesante que no permitiría siquiera la posibilidad de nominar su trazo –en este último caso– como en el de la anulación incesante el mytho vendría a ser un sostenido originarse sin escape alguno. En seguida, es legítimo agregar aquí que en este mismo escrito en el que tratamos de explayarnos, el transcurso, que como todo transcurso implica consigo una geometría (sea lineal o no), es ineludible y responde al cursarse mismo de la memoria-depósito; memoria cual pulso propio del ojo de la fantasía y del ingenio que bajo determinantes también biológicas diseñan un mundo; memoria tácita y callada y, sin embargo, elaborante sobre datos iniciales, ya hereditarios, pero decidibles, o aún sobre funciones más alejadas y oscuras (lo arbitrario mismo), en la aurora, no ya de un pueblo sino de una lengua que concluye por construir, dar figura y destinación a una comunidad humana. Es decir, constituyéndose ésta finalmente en historia por el Kairos esencial que le sobreviene –coherencia, ocurrir– desde la propia esencia de la temporalidad que la memoria “per se” testimonia. Si se la piensa aún más fuertemente que como mera función rememorante (con su binarismo de olvido y recuerdo) y aún como previsora, por un juego determinado de stimulis, nos parece que hay en ella una constancia ineludible que, como su propio rythmo, la expande y que con delicadeza debemos llamar nostalgia. De hecho, el mytho ha sido tratado desde perspecuidades agudas y múltiples pero ninguna, a nuestro parecer, puede eludir esa nostalgia o conjunto vacío de la memoria. La lengua portuguesa con envidiable finura tiene un término para señalarla: saudade, que es nostalgia de todo y de nada. Y no recuerdo y olvido. Nostalgia evocadora, promisoria, cuasi jubilante frente a su propia desaparición sin estela. Remembranza que clava en un futuro siempre diferido un dardo arrojado –el continuo ir presente– desplazándose o dirigido hacia un hacia cualquiera, etc., etc. La pregunta radical es: ¿cabe Mnemosine sin nostalgia originaria?. De otro modo, lo que se pregunta es si es posible que, en sí, Mnemosine (el mytho) pueda dejarse de decir inicialmente. Pareciera que la nostalgia se descubre siempre de hecho y subsiste en el propio actuar del hombre, en cuanto todo hombre está hecho para grandes acciones y bellas palabras, según el paradigma de Aquiles. Lo cierto es que ya se trate o se des-trate de la palabra, del origen del discurso, el mytho aparece de modo proteico y doquier. El vigor nebuloso de la nostalgia puede darnos a entender el ritmo mismo de la memoria. Esa suerte de conjunto vacío en el juego de entrelazamientos, súbitas perspectivas que se incluyen, se distinguen, se destierran, levantan fondos de claros oscuros, exponen un ritmo de cadencias diferentes. Pareciera que hasta hoy la ladera por donde tal ritmo desciende rueda desde una cima hueca como cráter sin fondo. Ladera que ha permitido la cadencia como especie de rememoración primigenia o anamnesis, sean cuales fueren sus interpretaciones o modos.
Mnemosine se nos presenta así también como fundamento mismo de la Razón –aquella Razón con mayúscula que dijo Rimbaud–; y su cadencia es la que nos hace estar y ver o no ver las pulsaciones del mundo moderno ya sea en la ansiosa o en la calma pregunta acerca del mundo contemporáneo y su tradición. No olvidemos aquí, y al paso, a quienes sostuvieron que la leyenda es la verdad y la historia el engaño. La pregunta por una memoria sin nostalgia primigenia es un contrasentido, desde que la motivación propia de la palabra supone justamente la palabra en su estructura última de evocación y alcance.
Ahora bien, para nosotros, el caso es extremo; debemos enfrentamos al hecho simple y brutal –como un diamante– concreto e histórico de la Aparición de América para tantear en él la posibilidad, al menos, de una cadencia en el rythmo de Mnemosine y por ende en la palabra en cuanto ella por ser rythmo es canto.
Por ejemplo, no es posible pensar Europa sin el Rapto. De hecho se acota y se explica la noción y la historia de Europa a la luz de tal Mytho que va poéticamente desde el cruce acuático a lomo de toro a la fecundación de Leda por el Cisne.
“Europa –enseñó Ratzel– es de suyo un concepto político”.
O bien, Husserl dirá: ¿Cómo se caracteriza la estructura espiritual de Europa? Es decir, Europa entendida no cartográficamente o geográficamente, como si pretendiese circunscribir el ámbito de los hombres que conviven aquí territorialmente en calidad de comunidad europea. En el sentido espiritual pertenecen manifiestamente a Europa los Dominios Británicos, EE.UU., etc., pero no los esquimales ni los indios de las exposiciones de las ferias, ni los gitanos que vagabundean permanentemente por Europa. Con el título de Europa trátase evidentemente aquí de la unidad de un vivir, obrar, crear espirituales: con todos los fines, intereses, preocupaciones y esfuerzos, con los objetivos, las instituciones, las organizaciones. En ellos actúan los individuos dentro de múltiples sociedades de diferentes grados, en familias, en linajes, nacionales, donde todos parecen estar interior y espiritualmente. De este modo se habrá conferido a las personas, a las asociaciones de personas y a todas sus creaciones culturales un carácter de enlace total. “La estructura espiritual de Europa”. ¿ Qué es esto? Es mostrar la idea filosófica inmanente de Europa (de la Europa espiritual) o, lo que viene a ser lo mismo, la teleología inmanente a ella, que se da a conocer en general desde el punto de vista de la humanidad universal como el surgimiento y el comienzo de desarrollo de una nueva época de la humanidad, de la época de una humanidad que en adelante sólo quiere vivir y puede vivir en la libre formación de su existencia y de su vida histórica a partir de la razón hacia tareas infinitas.
Aunque las naciones europeas se hallen tan enemistadas como se quiera, tienen ellas empero un peculiar parentesco interior en el espíritu que las penetra a todas, que trasciende las diferencias nacionales. Es algo así como la fraternidad que nos da en esta esfera una conciencia patria. Esto salta a la vista tan pronto como tratamos de compenetrarnos, por ejemplo, con la historicidad de la India, con sus múltiples pueblos y conformaciones culturales. En esta esfera existe, por su parte, la unidad de un parentesco familiar pero extraño a nosotros. Por otro lado, los hombres de la India nos sienten como extraños y solamente a sí mismos, entre ellos, procedentes de un hogar común... prescindiendo de todas las consideraciones de utilidad se convierte para ellos en un motivo continuo de europeización, no obstante la voluntad inquebrantada de la autoconservación espiritual, mientras que nosotros si nos comprendemos rectamente jamás nos aindiaremos. La Europa Espiritual tiene un lugar de nacimiento. Es la "nación" de la Grecia Antigua hacia los siglos VII y VI a.C. En ella surge una nueva actitud hacia el mundo circundante... los griegos lo llaman filosofía. Correctamente traducido, esto quiere decir, en sentido originario, ciencia de la integridad del mundo, de la unidad... una humanidad peculiar que viviendo en la finitud tiende hacia polos infinitos... Esto ocurrió primero en el espacio espiritual de una sola “nación”, la griega, como desenvolvimiento de la filosofía y de las comunidades filosóficas.
En cambio, América, tiene de suyo una fecha precisa de irrupción en el mundo y no tiene “mytho”, sencillamente porque no ha sido pronunciado, no ha sobrevenido a la voz. Impropio, nos parece pensar, que los mitos precolombinos sean tratados como mythos americanos porque eran cosmogónicos, configurando mundos propios ajenos a América, así bien llamada a causa del señor Vespucci.
¿No nos propone esa peculiaridad de América tentar el oído más finamente sobre la cadencia de Mnemosine? ¿Pues que la configuración americana va desde Alaska a la Antártida y es de hecho –y de qué modo– eje del Historein contemporáneo?
A tientas entremos en esa brusquedad.
Dos momentos laten en la memoria de América. Su descubrimiento, mejor dicho, su aparición medio a medio de la proeza europea. Proeza que se alumbra desde la cabal noción de imperio como ámbito propio y libre para el ejercicio del derecho (aclaración necesaria para no confundir imperio con "imperialismo"). Por otra parte, como tal aparición, no se promulga en mytho.
Puede pensarse –y así lo hacen no pocos– que América es una modificación integrada al rapto inicial de Europa que en la fecha asomó desde Castilla y Sagres, o viceversa, otros pretenden que el mytho-mundo de los precolombinos incluiría al nuevo continente. Pero ni los desarrollos ni las indicaciones que ofrecen esos trabajos, pese a sus finuras, dan cuenta de un hecho: AMERICA. Antes bien son discursos ricos en sugestiones, mas no enfrentan esta existencia o inexistencia de Mytho.
En el intento, pretenderemos permanecer cara a cara a la sencillez del hecho recibido y tal como nos fue dado.
El resultado, nos parece, produce de hecho una real mutación en la cadencia de Mnemosine. La aparición mera, cuya nota es ser precisamente aparecida como una expansión que no cupo en cálculos ni en expectaciones, semejante a un súbito "aquí estoy", y que por esa razón, con delicadeza, hemos llamado: saludo. El saludo, de hecho, supone el hallazgo e implica subsiguientemente un reconocimiento, pero de tal modo que ese presente se acentúa más como regalo que como inminencia y con ello cual gratuidad insospechada, es decir, mero hallazgo.
Mas, ¿cuál es la configuración propia del hallazgo? Sin abandonar el nivel del lenguaje mitológico, digamos que él implica en su fondo un Aidós (con la fuerte connotación admirativa que da la significación de pudor). Tal como se dijo de Aidós, pues en la vega intocada donde el pastor no se atreve a apacentar el rebaño, donde nunca irrumpió el hierro filoso, por donde sólo pasa la abeja en su vuelo vernal, aquí reina Aidós vertiendo el rocío puro. El hallazgo se diferencia del encuentro porque no cabe en ninguna perspectiva de la acción que se emprende y menos aún puede estimarse como el re-encuentro de lo que se busca o aún de aquello que sin saberlo inicialmente se descubre y reconoce como ya existente en un fondo inconfesado.
Por cierto que puede aducirse –pero ya en nivel de lenguaje histórico– que aquello que apareció como América distaba mucho de ser lo “emanado de la pureza” que cantó el poeta. Pero aquí no tratamos de lo que fuera el lugar antes de aparecer como América sino de esta misma América de hoy, tal vez aún nunca sida plenamente y compareciendo como hallazgo real y verdadero. Confluencia de la impensada aparición con el historein real (a diferencia, por ejemplo, del continente australiano explorado y buscado tenazmente en el Pacífico).
Pero, debemos avanzar aún más, para aprehender la posible mutación de la cadencia de Mnemosine y avanzar en el terreno mismo de la palabra en cuanto palabra. ¿Cómo es en ella posible un mero hallazgo?
La respuesta se aproxima si se avista la palabra en cuanto palabra poética. Ésta –y manteniéndonos por comodidad expositiva en el lenguaje mitológico– es regalada a Hesíodo a fin de sobrepasar el estado ventral del hombre. La nota decisiva de tal palabra regalada es que ella puede exponer, mentir o decir verdad. Es decir, la condición misma del lenguaje. Nosotros, desde siempre, hemos sostenido que la palabra poética, como tal, se deja reconocer, se da a conocer cuando, más allá de las significaciones que son inherentes a toda palabra, deja a la luz ese filo constitutivo de su ser poiesis y no otra cosa. A diferencia de las palabras principalmente significativas. De allí –agregamos– que la palabra poética no lo es porque ella indique ni verdad ni mentira, sino que a través o con lo que indica se ofrece en la plenitud de su riesgo que es precisamente su esencia poética o manera de ser propia. Ella se nos da como tropo sin posibilidad de juicio pero como posibilidad de que éstos existan. Su modo de decirse es ella misma –imposible pues escindirla en modo y significación– y por ese hecho es de suyo rítmica, modulación última que apaga cuanto pueda preferirse y se erige a sí misma en filo de significados. Tal palabra es mero hallazgo, imprevista donación. Y continuando con el lenguaje mitológico, digamos que es hallazgo en pleno Aidós y por eso real Fiesta (así se cuenta el “tiempo” de Mnemosine) que acarrea consigo su invencible ambigüedad, filo o finura que produce la palabra poética. Por una parte –nos fue dicho– apaga la punta del rayo eterno, se apodera con el sueño, en pleno cetro de Zeus, del águila y deja pender a derecha e izquierda su ala rápida al rey de los pájaros. Sobre su cabeza –canta la Pítica– ha esparcido una nube sombría, dulce coraje de los párpados, duerme y levanta su flexible dorso poseída por la magia de sus sones. Así también –continúa– el violento Ares depone la punta armada de su lanza, deja al reposo suavizar su alma y de los mismos dioses, tus trazos, encantan el corazón gracias al saber del hijo de Leteo (anotemos el olvido) y las Musas de amplias vestiduras. Pero, por otra parte, el himno agrega, que todo cuanto en la tierra y en el mar no ha querido Zeus se estremece al oír el canto de las Pierides. Por lo uno y por lo otro, desde el dulce coraje de los párpados al estremecimiento adverso.
La palabra así expuesta, cual solamente, donada, imprevisible e imprevista, paso en el campo de un cálculo. La palabra, indicándose antes que nada a sí misma en esa su condición de los más allá y más acá de las consecuencias, esa palabra la llamamos hallazgo y a su aparición, saludo. Curiosa, pues, esta esencia o manera de ser de la palabra poética, como tal, con el advenimiento de América “sin mytho”.
Pero aún cabe una duda, ¿de qué manera el don o hallazgo se indica a sí mismo y exclusivamente como tal? Aquí la relación con el tiempo, con el mismo historein puede aclararnos. El recuerdo, la promesa, la inaprehensibilidad fugaz de cualquier origen o fin, la expectación y, con más rigor, en la constitución de toda temporalidad histórica, la esperanza es función: arroja allí sus dados.
Precisamente, el modo propio que tiene el hallazgo de indicarse exclusivamente como tal, a sí mismo y simplemente, cual saludo o don es el de equivocar, no dar con la esperanza "esperada". Caer fuera de ella desde un Aidós que, como tal, se manifiesta en el campo de cualesquier esperanzas o desesperanzas.
"Muchas formas son tomadas por el destino
y muchos acontecimientos inesperados se cumplen
por los dioses. Lo esperado no llega a su término
y a lo inesperado el dios le abre paso. Se lo ve
por el fin de esta acción"
–nos dijo el trágico.
No deja de ser curioso, por otra parte, que cuanto venimos diciendo lo escribimos deliberadamente en la confluencia del lenguaje mitológico y del lenguaje histórico, pues tratamos de un hecho históricamente reconocido por esa ciencia, de la aparición de un Nuevo Mundo que ha hecho y hoy hace –¡y de qué manera!– mundo y de la palabra misma que puede revelarlo como tal.
El canto que nos ha obligado a tan larga redundancia nace de esa confluencia y lleva consigo los múltiples significados que concurren de la ausencia de palabra mítica, hasta sus más precisas significaciones históricas.
Veámoslo.
La primera estrofa escurre como una modulación en forma de pregunta, pues lo es, pero de modo tal que más afirma que interroga sin medir respuesta, cual simple admiración. Y de hecho, en la misma interioridad de la pregunta como un paréntesis se intercala la admiración del Aidós mismo, de suerte que al final de la pregunta, en la voz final de la estrofa, ya levemente levantada, se pierde la entonación en notas, acaso más agudas, que no se pronuncian.
¿No fue el hallazgo ajeno
a los descubrimientos
–; oh marinos
sus pájaras salvajes
el mar incierto
las gentes desnudas entre sus dioses!–
porque el don para mostrarse
equivoca la esperanza?
Literalmente, Cristóbal Colón nunca vino a América aunque zarpó tal como lo canta Hölderlin en su hymno de proeza. Su horizonte fue el Asia de especias en la certera visión planetaria que tenía. América interrumpió el paso, desarregló toda expectación, dejó la esperanza errando y mostró un mundo –el actual– desaviniendo el tiempo propio del mythos europeo. Intercalándose en el rapto, pero “sin voz”.
El Asia o las Asias de especias y comercio subsumen la riqueza que brilla en el oro. Pero si el reflejo es la devolución de lo mismo –lo doblado– situado en otro espacio inasible pero existente, donde por el resplandor de la luz reaparece cual reflejado; ese resplandor mismo, “per se” y, por ello, forma propia de la luz ya desprendida de la fuente, fue, desde siempre y antiguo, cantado como oro. Espejismo mayor de toda proeza en niveles diferentes –aventura de la idea (el sol) o argucia de guerras, objeto del derecho, etc.–, distensión de la mayor capacidad para el arrojo o pasión y por eso también arco de la proeza. Esa lucidez excluyente ocupa el ojo desde su propia interioridad, desde la mirada misma ya seducida por aquello que la hace y revela mirada. Como algunas veces tras el parpadeo con que se puede mirar el sol mismo, cerramos la mirada y en un fondo rojizo ardido con algunos trazos azules o rosados nos descubrimos ciegos. Ceguera eficaz y vidente pero ceguera al fin. O bien, como en ciertos casos cuando a cielo cubierto el sol postrero entra súbita y casi tangente desde el horizonte, de suerte que más parece el reverbero emanar de tal muro, de aquel follaje o de un rostro quedo, justo en el momento último, cuando la declinación y lo oscuro devolverán el mundo a la ceguera. Videncia innominable o de borde donde a menudo lo visto esplende en su propio fin y objeto. A esta manera de ver como entrecerrando y abriendo los párpados ante la luz intocable, los griegos –se nos dijo– la llamaron “meyein”, posible etimología de la palabra mythos. Lo que se ve ya no puede verse más, pero se ha entrevisto. Modo propio de la contemplación (un temple para ver) y por eso inicial y final a la vez: premio y destrucción.
Lo que se ve y lo que se entreve
de la sombra que deslumbra:
tal era ese lugar sorprendente
–cantó Hugo.
En la segunda estrofa, con una modulación que vuelve a preguntar sin interrogar y construida en dos cadencias: la primera, que va desde el comienzo hasta “ciego” realizada en tres acordes que señalan los versos, y la segunda en una continuidad que comienza con “por esa” y, tras leve censura de verso, cae en el codo final que nombra “la apariencia”, se dice:
¿No dejó así
la primera pasión del oro
al navegante ciego
por esa claridad sin nombre
con que la tarde premia y destruye
la apariencia?
De hecho, también la empresa de Colón llevaba en el ojo del corazón el brillo dorado de las especias y del comercio fecundo, el oro en su cabal y metálico sentido. Y aún el encuentro con el metal, cuando se dio con él, fue a su vez sostenida justificación de la empresa (con reales consecuencias históricas para España y para América Latina). “Ceguera” real por limitación audaz del objetivo. Pero por ella fue menester justificarse, con lo cual las relaciones y primeras crónicas tienen varios niveles de lenguajes. Uno que exalta méritos acentuando penurias; otro que describe perspectivas que alienten apoyos al par que entre ambos y los datos reales históricos que se consignan se desliza –como entrevista– la realidad misma e insospechada de la América que se tiene delante; realidad aún inconfesada en el alma misma de los americanos de hoy día, pues se trata realmente de algo imprevisto, de un Nuevo Mundo que se filtra entre el parpadeo de los lenguajes que describen.
La tercera estrofa, elevándose a la aparición misma, conserva y concluye la modulación de pregunta que afirma. El hallazgo cae fuera del ciclo expectante o tensión reconocida como noche-día, día-noche, sea ciclo aquello concebido ya circular o linealmente. De tal modo, se habla de tercera jornada; se dice tercera para indicar la transgresión del ciclo aludido y se dice jornada por cuanto esta palabra dice de empresa cometida. En el cuadro de la temporalidad que ordena la esperanza, el modo de una jornada tercera expone, de suyo, su “sin lugar”, su utopía y por ello así se la designa con el antiguo vocablo que trae consigo semejante nota: isla. Por otra parte, una irrupción semejante desarticula el trazo con que la proeza viene tensa (la flecha disparada del arco); o bien, se ofrece de un modo peculiar, de suerte que su “hecho” se instituya antes que se repare en él, que se caiga en la cuenta que se está ya en él. Como si se disimulara para no herirnos. Así solemos conservarnos en engaño y recibimos tales irrupciones sin ser destrozados. El alto caso del engaño aun el negativo con todas sus consecuencias lo canta la segunda Pítica “su espíritu –dice– perseguía un fantasma seductor. Era una nube que descansaba a su lado, muy parecida a la ilustre reina del cielo hija de Cronos. El arte de Zeus había formado esta bella y engañosa imagen que debía perder a Ixion”. Como se sabe, Ixión “amado de los hijos de Cronos, sentado a su lado, no pudo resistir una felicidad tan grande y su alma insensata se atrevió a concebir amor por la diosa que comparte el lecho afortunado con Zeus”. Por eso y tras el engaño, Ixión, extendido sobre la rueda que lo arrastra en su rápido girar, no cesa de repetir a los mortales –“Pensad en pagar a vuestros bienhechores con una generosa correspondencia...” El mito cuenta aún que la Nube, (con ayuda de las Gracias), dio a luz a un hijo único (hijo del engaño) no honrado por dioses ni hombres. Éste se unió a las yeguas de Tracia y nacieron los Centauros. El educador de Aquiles.
La realidad se instituye sin violentar la empresa que no la espera. La estrofa modulada sobre la nominación directa y breve del ciclo –día y noche– se tiende en un continuo que agrega a las leves cesuras de los versos dos pausas contenidas entre la conjunción “y” y “sin violentar” para que la cadencia retorne anticipadamente en “suavemente” aquello que el último verso indica como la misericordia en la recepción humana.
¿y ni día ni noche
la tercera jornada no llegó como una isla
y suavemente sin violentar engaños
para que el aire humano recibiera sus orillas?
De hecho, Colón llegó a una isla, sumergido ya en la quietud del mar de los sargazos, ya en las olas inquietas del temor de sus tripulantes ante el horizonte perdido, ya en el engaño mismo que como Almirante se veía forzado a sostener, para que no decayera su gente, alterando las posiciones medidas y a fin de mantenerse él mismo en la ya oscura luz de su admirable proeza. Hasta que la voz dice cuanto avizora y nombra solamente lo querido: tierra. El conocimiento de la tierra por el cielo es real fundamento poético de toda ecología y no el solo juego de equilibrios, según explotaciones posibles. Los antiguos llamaban metereólogos a los físicos. Esa “tierra”, a secas, anunciada, llega al fondo mismo de la esperanza y al júbilo y es Asia no siéndola. Este alcance o llegada de la realidad, que se ha de revelar más tarde distinta que la esperada y calculada, es el modo de decirse de lo “real”, lo real que irrumpe y en el poema provoca la pausa que separa la estrofa del dístico siguiente y donde, ya, el impulso a modo de pregunta cesa, para mudarse en murmullo que se asemeja más a un anhelo u oración que a una afirmación apodíctica. Ruego que nos concierne aún, ahora y aquí, como americanos que somos, es decir, según el destino que nos ha sido confiado. La mansedumbre es, por lo demás, la cualidad de toda estancia instituyente que así se pone como manifestación sin trabas palpables, es la disponibilidad, la dócil abertura a ser americanos, tal como de pronto en un pueblo suele aparecer el ethos mismo, sometido al riesgo que disputarán después verdad o falsía, mas que no lo es él. Y el canto bajando el tono susurra:
que también para nosotros
el destino despierte mansamente
Para Colón no hubo tal despertar. Murió sin saber del engaño. Sólo tras el reconocimiento de Américo Vespuccio el Nuevo Mundo se configura, saliendo así, y de una sola vez, desde los océanos, como América.
Sin embargo, la gratuidad que apareja el regalo, ese insólito saludo, apenas, pareciera ser obstáculo más que facilidad para abordar por vía propia aquello que de esa manera se ofrece. Como si junto a la cadencia nueva que ejercitó la memoria (lo inesperado) se requiriera una leve mutación también en los andares y procedimientos hasta allí conocidos. De otro modo se podría suponer estar y poseer lo que realmente no se tiene, aun cuando ya nos acoja. La estrofa habla de nuestra actualidad y señala que la permanencia del yerro no ha sido todavía recogida como don sino tratada como obstáculo a vencer. Sobre esa melodía que parte de “desde” y se cierra en “todavía”, con acentuación del segundo verso entero, se extiende el equívoco dicho, señalándonos como intratable justamente aquello que nos llama, que nos toca, la propia morada abandonada.
desde aquella gratuidad del yerro
se abren todavía
los grandes ríos crueles de anchas complacencias
las montañas solas sobre las lluvias
los árboles difíciles dejando frutos
en la casa abandonada
De hecho, tanto en los descubrimientos como en la conquista, como tras las luchas históricas de las independencias americanas, aún hoy, a vuelo de pájaro sobre el continente, aparecemos esparcidos y reñidos con nuestro íntimo ethos postergando o confiando en advenimientos extraordinarios lo que ya nos fue mansamente confiado: este continente regalado que es un saludo, es decir, una cabida extensa e interior sin treguas, para razas diversas y lenguas distintas. Aún hoy toman formas de conflicto casi insoluble, lo que es de suyo entregado como tránsito de meras lejanías. Quién sabe si F. J. Turner no vio claro cuando escribió dando vuelo a la historiografía norteamericana diciendo “This perennial rebirth, this fluidity of american life, this expansion westward with its new opportunities its continuous touch with the simplicity of primitive society, furnish the forces dominating american carácter”. O quizá vio más claro Herbert Eugene Bolton el otro historiógrafo norteamericano cuando concibió en 1932 “La epopeya de América la Grande” que, en boca de Bernard Moses, dice que la historia de América en su sentido verdadero, abarca todos los ensayos para establecer y desarrollar sociedades civilizadas en este continente, sea que dichos intentos hubiesen sido realizados por ingleses, franceses, portugueses o españoles.
Fuerza es reconocer la belleza intrínseca que el equívoco desencadena en la mirada enceguecida por el oro que la enciende. Se diría una brillante y equivocada lucidez que perdura en pos de su proeza acometiendo lo casi impensable hasta consumarlo; justamente para probar que concluyéndose deja instaurada otra realidad que la deseada. Con toda rapidez –cuatro breves palabras– el primer verso de la estrofa contracta la secuencia de gestas y las estampa retomando la modulación de pregunta que no interroga. Pues la proeza no cejó nunca en su resplandor y tras él, palpó el cuerpo americano surgido súbitamente de las aguas, como si fuera obstáculo para su videncia, y su fin fue sobrepasarlo. Con ese vivo afán del ojo iluminado que busca, en su íntima noche y aventura, el sol que requiere.
y aún con otros
¿no buscó el paso su abertura
tanteando en la costa
como en la noche el ojo su aventura?
Nuestra historia refleja ese tanteo fundador en las ciudades perimetrales del continente, en la radical carencia de “interioridad” hasta un grado sorprendente que más que las palabras vuelve elocuente un mapa. Los esfuerzos y las gestas indudables llevan el oro en el ojo y el ojo a Asia, hasta Magallanes, que descubrió el estrecho, y pasa hacia el objetivo –a la postre, ya inútil para el brillo que lo indujo– más que, por otra parte, por el advenimiento de América y el regreso al punto de partida constituye por primera vez en la historia moderna el mundo como entero-mundo geográfico con su ciclo y el Océano Pacífico de nuevo revelado.
América, la inesperada, irrumpe como un saludo medio a medio de la proeza.
¿No tiene el saludo un estado peculiar cuyas características más gruesas son la de ofrecerse y proteger pero cuya finura es simplemente la de exponerse en la figura “inicial” que lleva? El saludo trae consigo tales o cuales gestos y tales o cuales palabras pero cuidadas en su precisión, indicando siempre un recato, una suerte de silencio a partir del cual es posible extender o no las relaciones posibles. Pier de Caminha cuenta en su crónica cómo el mar ruidoso no dejó oír las primeras voces que querían intercambiar quienes descubrían y quienes debían ser descubiertos orilla por medio. En el saludo hay algo hondo que se inicia para desaparecer en seguida. Nadie yace saludando. Es, tal vez, de los gestos humanos –como el adiós, otra forma de saludo– el más propiamente fugitivo, el que con propiedad simplemente pasa. Como un aire.
Adivinad qué es:
antes que el diluvio
fue potente creatura
sin carne ni hueso.
No tiene venas ni sangre
ni cabeza ni pies
no envejecerá jamás y jamás será más joven
tal como lo fue en el comienzo.
Cuando se lo llama no viene
no teme la muerte
no tiene deseos
como otras creaturas.
¡Dios grande! el mar blanquea
cuando él llega de lejos
grandes son sus bellezas
ellas son él mismo.
En los campos, en las forestas
sin pies, sin manos
sin edad ni vejez
sin destinación celosa.
Es del mismo tiempo
que los cinco períodos de las cinco edades
y es más viejo
que quinientos mil años.
Es tan vasto como
la superficie de la tierra
no nació jamás
no se le vio jamás.
Sobre el mar o sobre la tierra
él no ve, no se le ve
no tiene ninguna fidelidad
no viene cuando se le desea.
Sobre tierra o mar
es indispensable
no tiene trabas
no tiene semejante.
Viene de las cuatro regiones
se lanza hacia sus viajes
desde un pesado plinto de mármol.
Su voz es ronca, es nudo
no tiene cortesía
es colérica, es valiente
cuando se abate sobre la tierra.
Es mudo, su voz es ronca
es violento
muy grande es su estandarte
desplegado sobre la paz del mundo.
Es bueno, es malo
está más allá, está aquí
siembra la discordia
y se va cuando quiere.
Es bueno, es malvado
no brilla nunca
no se manifiesta
no se le ve jamás.
Jamás cometió pecado
es húmedo o seco
viene a menudo
del calor del sol o del frío de la luna.
Esta viva fugacidad es por sí y en sí el viento en la voz del antiguo bardo gaélico. El viento que fue voz de Dios murmurante en Elías y pneuma –su figura– sobre las aguas desde siempre. Ese viento, ante la faz de la tierra desconocida, pasa como saludo y presencia huidiza sobre el primer barco, como un saludo real cuyo estandarte va desplegado sobre la faz de un mundo con la aparición americana. Viento que viene de inocencias como lo será siempre y de suyo la extensión que ya ni siquiera es marítima sino fluvial ante un río cuyos bordes son invisibles. Saludo cuya sorpresa ya en medio de equívocos que son, a su vez, como aquellas damas-disfraces de Dante, modo de cuidado y guarda de un hecho cuya fragilidad es comparable a la virginidad, de allí el rodeo u engaño para recibirla. Momento en que la tierra –siempre y doquier, por lo demás– para darse se retira, puesto que se abandona al que llega.
La estrofa sigue la modulación de la anterior y ligada como una sola pregunta se tiende en un continuo que va quebrándose y sosteniéndose en la repetición de sus atributos con la partícula “su” hasta “sobre las pampas” para luego tras una mera conjunción extender el motivo del pudor o Aidós propio de la tierra que se entrega.
¿y no entregó el viento en torno al primer barco
su saludo más vasto
su inconsolable inocencia
sobre las pampas
y la dulzura de otro mar blanco inexistente
cuya sorpresa guarda la mirada
cuando la tierra púdica se entrega?
La proximidad del primer barco que penetró el Río de La Plata –río sin bordes, llamado entonces justamente Mar Dulce– seguro de haber hallado el paso que dejaría sobrepasar el obstáculo y llegar a Asia deseada, se encuentra en un estado casi virginal ante el viento y ante la tierra que allí se les entrega; tal como es ella, disimulada en su entrega a los que esperan. Así, Colón y así Solis, como los dos principales que se reciben en la dulzura del engaño.
Mas, si el engaño ha venido constituyendo desde el comienzo mismo del poema su eje o cántico en la interioridad del canto, cabe ahora enfrentarlo en toda su latitud. Podríamos ya saber que existe la mesura y que ciertas grandezas son imposibles salvo que quedemos aferrados a cuanto se llama ilusión, que es un hecho tan real como la realidad misma, pero distinto al pretendido. Podríamos ya intuir una cierta delicadeza para acercarnos a aquello que de suyo nos inquietaría de tal modo que no nos dejara recibir lo que realmente podemos recibir, como una suerte de vía de adecuación de lo ofrendado al receptor. Pero el engaño, a la manera como se engaña el toro cuando embiste la muleta creyendo embestir al torero, da lugar a un juego que es el juego más riesgoso pero más propio, corriente y hondo del hombre, su vida misma. Algo así como tan impropiamente se suele decir su “razón de vivir” –como en última instancia la hubiera y no fuese esencialmente gratuita–. El engaño en sus honduras y su desfondo nos dice la vía misma para cumplir la proeza, si proeza es ya más que indicación precisa de un destino en la calma insondable de la existencia humana.
Calma quiere decir aquí el irreductible mismo que es simplemente existir, estar dado ya a la existencia que es donde caemos en la cuenta que somos y estamos, e insondable, porque en ella somos y estamos sin que medie algo que nos concierna para impedirlo o promoverlo. Eludimos toda referencia psicológica a la voluntad, etc. y nos referimos al hecho escueto y desnudo que tenemos por delante –lo así dado–. La relación profunda es con el Dios o la imposibilidad de decidir mi aparecimiento, en seguida, la condición de los dones y la fortuna en su múltiple fluidez que despeja la frente y traza la fisonomía singular de cada uno y, finalmente, el modo mismo de llegar al cabo de cuanto implicaba la propia ecuación. La hondura de tal juego del engaño en la existencia como elemento propio del juego (riesgo) que ella es, la canta Homero en el caso de Héctor. Cuando Héctor enfrenta a Aquiles en un momento dado, exclama “—¡Ay, así, pues los dioses me llamaron a la muerte! Porque Deifobo, a quien creía a mi lado, se halla en la ciudad y a mí me engañó Atenea; cerca me está la muerte y nadie puede salvarme”. Pero Héctor, lúcidamente desvela la latitud del engaño como cumplimiento de su existencia hasta ese momento pensada de otra manera, pero jamás traicionada en su coronación por los dioses, y exclama “—¡Ahora me ataca la Moira. Pero no sucumbiré sin pena ni gloria, sino en una hazaña de la cual cantarán las generaciones futuras!” Los dioses guardaron el cabal cumplimiento de héroe que Héctor, a su modo, tenía, pese a los críticos que nunca cayeron en cuenta hasta que lo destacó Walter F. Otto. En la estrofa dividida en dos momentos por un corte que dice “la seña”, escurre esa viva realidad del engaño inserta en lo más cotidiano: el propio trabajo y la mano. Y precisamente, cuantas veces la mano, para alcanzar el gesto conclusivo del empeño en que se encuentra, es conducida solemos decir “azarosamente”, por una vía insospechada. Mas, lo que se nos entrega y se protege de los usos que podrían bastardizarlo, es la condición misma de la entrega: el regalo. Algo así como si en la cima del empeño no se recibiera consecuentemente lo lógico y atendido, sino lo regalado.
porque así como el trabajo encubre
la mano que se arriesga
la seña
la verdadera seña miente como el día
para salvar de otros usos
la noche regalada
Es esta, sin duda –y aquí el poema muda y gira porque pasa a advertimos de cuanto olvidamos y no hacemos o no sabemos hacer– la abertura que América, desde la cadencia inusual de Mnemosine, nos pide. Una clarificación de tareas dentro y en torno de la cual el regalo, presente, gratuidad, gratitud y reconocimiento suenan en el aire como alas que hacen viento.
Hemos hablado de una cadencia de la Memoria cuyo ritmo llamamos nostalgia. Una cadencia porque América aparece y aún no tiene Mythos, es decir, palabra primera –sea cual fuere– que indique un campo, una orientación, un destino –que puede ser éste o aquél y aún la propiedad de una incesante no destinación, etc.–. Lo que argüimos es la falta de esa palabra o palabras, de esa escritura ineludible e indeleble que está en la condición humana. Pero, en verdad, en el ritmo propio de Mnemosine también puede haber cadencias que indiquen un modo de temporalidad. Esa temporalidad sobreviene. Con más propiedad se dice “hay tiempo”, ese tiempo y no otro, por ejemplo. El tiempo sobreviene de la misma memoria que habla, por eso es que allí se escucha lo que nos parece habitualmente inaudible, es decir, la modalidad, el acento, la modulación, la cadencia temporal que nos habla y nos invita en la circunstancia dada, en la que nos encontramos pleno a pleno y de una vez, como en un margen inesperado.
¿Cuál, pues, en cadencia o temporalidad posible de América según su origen?
La estrofa entra de lleno al tema con un corte simple que nos advierte diciéndonos “sin embargo”, para recorrer el sentido y la procedencia de la memoria que llama con su melodía desde su más genuina realidad o ritmo, que llamamos nostalgia como clase vacía, y que en la estrofa cobra su nombre propio: “luz vacía”. Tras una pausa suspendida en el verbo “llama” se alude a la cualidad de la cadencia que dijimos inusual. Un tiempo que sobreviene de la guardia. Guardia en sentido lato implica velar por otros u otro y dice también guarda. Un tiempo que es vela y recato.
y sin embargo
escucharon esos extraños
la útil y sola melodía del cordaje
responder bajo la luz vacía que aún nos llama
porque allí el tiempo nace de la guardia
Literalmente, así sucedió cuando, por ejemplo, Solis detuvo perplejo sus naves en el supuesto estrecho descubierto, en ese mar sin orillas que al probar sus aguas, ya no azulosas, eran dulces –contracanto de las que hiciera probar Balboa, saladas, al descubrir el Mar del Sur o Pacífico–. La nave a solas, anclada, habitada por los extraños a la tierra de arribo y, a viento mudo, el leve balanceo del barco dejando oír la melodía simple del cordaje ante la luz reflejada en el agua plateada, vacía en la quieta improbabilidad de Mar, Estrecho o Río.
Aquí toda prudencia no basta. Hecha la advertencia, digamos que, a la postre, tal vez nosotros los americanos llevamos ese tiempo de vigilia y de recato sin saberlo. Tiempo que brota de una tradición y adquiere en América un tono peculiar. Un tiempo que no nos lo hemos revelado siquiera a nosotros mismos pero que late en la flagrante búsqueda de identidad. Tiempo que no oímos aún desde el fondo de nuestra Mnemosine que con su aparente silencio nos invita a escucharlo como cadencia propia.
No; no sabemos qué hondos desapegos llevamos con nosotros y que tal vez mal juzgamos, pues bien pueden ser desapegos impropios en los hijos solares (Apolo) pero tal vez no en nosotros, frutos del “error”, de un sino nocturno y regalado. Quién sabe qué levedad lleva consigo ese tiempo, esa Mnemosine o temporalidad que heredamos. Y al decir tiempo se habla de vida y muerte. Vida de vigilia y recato que tal vez no produzca tumbas graves y densas, más que se levanten apenas como saludos para reiniciar nuestra gratitud o gracia de un pasado.
Un modo propio de temporalidad es a su vez un diseño de la muerte que se asume y la muerte que va configurando el pasado. Puesto en trance en ese filo de pura temporalidad de vigilia y recato, en ese paso que acaso busque con su torpeza más la graciosa liberalidad del andar que el aplomo –otro fundamento del pie– de suerte que venimos por otro camino ya no a ser hijos de la Proeza sino nietos de ella. Así, la extensión, el andar, reconoce nuestro paso y con ello la filiación más que la genealogía, este modo de andar que tal vez lleve en sí lo extenso y no el recodo: el horizonte de una cima inalcanzable y nevada o de una pampa ilimitada sin una sola vertical o este conjunto aparentemente homogéneo, pero siempre distinto, de las selvas nunca vírgenes y de nuestros cielos, que nos son aún desconocidos porque no conocemos nuestro mar interior, del que hablaron Oviedo y nuestro Ovalle; y de este otro inmenso mar que nace junto a nosotros como este mar que nos yace ignorado: el Pacífico. Vocación y llamado. Un mar por otro. De un mar al otro.
La estrofa con un vago fondo melancólico que puede sonar a evocación más que a admiración y con ello destila una sutil tristeza que a modo de antiguos peanes nos canta nuestra condición de hijos de América: desapegados, no solares, en el peligro, al par que en el encanto mismo de quien es regalado, aún, en la forma inusual de levantar un pasado.
¡oh desapegos que uno mismo ignora
antiguas gentes nocturnas
a quienes el peligro abre sus ofrendas
y la primera tumba inútil
donde con gracia
comenzar otro pasado!