Chile es un Archipiélago

De Casiopea







TítuloChile es un Archipiélago
Año2009
AutorJaime Reyes
Tipo de PublicaciónLibro, Tesis de Magister
CiudadValparaíso
Páginas166
Palabras Clavepoética, historia, mar, archipiélago
Carreras RelacionadasNáutico y Marítimo"Náutico y Marítimo" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property.
Siempre, ¡oh poderoso!, vives tú y reposas a la sombra 
De tus montañas, como antaño; con brazos de adolescente estrechas 
Todavía a tu país encantador, y de tus hijas, ¡oh Padre! 
De tus islas, las florecientes, ninguna aún se ha perdido.

El archipiélago, Friedrich Hölderlin.
 
Trapalanda, Tierra de la Trampa-Engaño, y también Trapananda, Tierra de la 
Trampa-Cárcel. ¿Son todavía estas tres palabras, trampa, engaño y cárcel, luces 
potentes que iluminan la realidad de este territorio, y que aún hay que tener en 
cuenta a la hora de amarlo y convertirlo? 

Aysén, Carta del Mar Nuevo. Ignacio Balcells. 


Where are your monuments, your battles, martyrs? 
Where is your tribal memory? Sirs, 
in that gray vault. The sea. The sea 
has locked them up. The sea is History. 

The Star-Apple Kingdom. Derek Walcott.


Introducción

El Ritmo


Sucede que las obras de arte se bastan a sí mismas para ser lo que son y no requieren ni siquiera de los antecedentes de los artistas que las han creado. Una vez que una obra es lanzada al mundo, adquiere vida independiente y no depende de nada que no esté en su intimidad para esplender como arte. Una obra de arte es como una estrella, única y solitaria, que se basta a sí misma para brillar. Las constelaciones son invenciones humanas que, al agrupar estrellas, nos permiten estudiarlas y conocerlas. Pero ¿Podemos decir, por ejemplo, que Rimbaud es quien es porque leyó a Baudelaire? O que ¿Kandinsky pintaba así porque conoció a Klee? Debiésemos primeramente afirmar que no existe una cosa tal como una ‘historia del arte’. Al menos no como una sucesión de hechos, personajes y circunstancias encadenadas y relacionadas a través de diversos factores. Si las obras son paradigmas únicos y se asemejan a las estrellas en el sentido de que se bastan a sí mismas para esplender y brillar, también es cierto que entre todas ellas conforman una unidad mayor que es el cielo. Observando el cielo es como se aparecen las estrellas, pero el cielo no son las estrellas, sino que es aquello que permite que éstas sean visibles. Se trata de distinguir y ordenar elementos varios para aproximarse a la relación que existe entre las partes y el todo. Esta relación en las artes, como en la poesía y como en la vida en general, se da a través del ritmo. El poeta Godofredo Iommi apunta (Iommi 1985; Por Qué, Cómo y Cuándo Hay Arte):

“Cualesquiera que sean sus significaciones, el Arte es Arte cuando indica, antes que nada, su propia posibilidad de significar. Si eso no sucede no existe arte, aun en un cuadro intrínsecamente “bueno”. Cézanne agrega: “Cuando pinto, veo colores que se ordenan como quieren, todo se organiza, árboles, rocas, casas, por medio de manchas de color. Sólo continúan existiendo colores y en ellos la claridad, el ser que piensa”. ¿Pero de qué se trata en el fondo? En el fondo se trata del ritmo. “Mi modelo, mi color y yo tenemos que vivir con el mismo ritmo”. Nunca fue fácil encerrar en un concepto lo que indica la palabra ritmo. El ritmo no se alcanza con una medida o canon a que se ajusta un motivo. El ritmo es la manifestación de lo continuo en lo discreto y de lo discreto en lo continuo, según la cadencia en que se está inmerso. Arquíloco señala que el hombre es cogido, poseído por el ritmo y no éste por aquél”.


Su primerísima significancia o sentido –en el griego- nos llega hoy demasiado corrupta y en nuestros días resulta ser una palabra que designa demasiadas cosas. Pero pistas sí tenemos. Una definición simple podría ser aquella en la que ritmo no es más que una combinación u orden de elementos estructurados de acuerdo a un intervalo periódico de tiempo. Cualquier persona puede definir el ritmo en estos términos, sobretodo si establece analogías con lo más cotidiano que tiene a mano como la sucesión que son el día y la noche, las estaciones, la vigilia y el sueño, etc. Pero esta ‘noción’ se aproxima más a lo que es un compás que al ritmo. El compás es la división de una obra musical en segmentos que tienen todos la misma duración; es una sucesión regular, indefinidamente repetida, de tiempos fuertes y tiempos débiles y que una vez que ha sido establecido al principio de una composición, continúa siendo inmutable hasta el final: es una fórmula mecánica. El ritmo, al parecer, tiene otra naturaleza. 


Tal vez y a pesar de lo irreconciliable, el griego sí nos muestra una pista a través de la palabra ‘fluir’ o ‘escurrir’. Si sabemos o acordamos que el ritmo está referido al tiempo, se trataría entonces del fluir del tiempo. Aún cuando también aprehendemos el tiempo como una sucesión aparentemente ajena a nosotros mismos a través de relojes y calendarios, en verdad el tiempo no es una abstracción que se divide en partes iguales carentes de sentido. El ritmo es algo más que una medida útil para ordenar el tiempo; es la manifestación misma del tiempo en sí y por ende la manifestación de nosotros mismos. Ese fluir es una emanación definida, en palabras de Octavio Paz (Paz 1993):


“...el ritmo es un ir hacia algo... en el ritmo hay un ir hacia, que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros... es visión de mundo... continuo renacer y remorir y renacer de nuevo”. La misión del ritmo entonces no es dividir para ordenar ni para configurar sucesiones o parámetros; sino que debe exactamente “ritmar”.


Es decir, manifestar el tiempo original desprovisto de convenciones superfluas. El ritmo reside en una profundísima intimidad del hombre y se manifiesta en la obra de arte para que surja la posibilidad de las posibilidades, para que el arte cumpla con su misión que no es otra que precisamente crear y recrear constantemente al tiempo de los hombres. Una historia del arte es también y necesariamente una cuenta de la historia de todas las historias por cuanto se ocupa de la revelación más compleja y paradójica: el ritmo. Sólo porque el ritmo es esencialmente parte de la condición humana sucede que las obras de arte, cuando lo manifiestan y lo revelan, trascienden y su belleza atraviesa las edades y las eras. Es por esto que además son independientes de toda clasificación; se sostienen en la pretensión de que no son las circunstancias políticas, sociales, económicas, etc., las que determinan o inducen la creación de tales obras sino precisamente a la inversa: son las obras de arte las que posibilitan que existan las circunstancias recién mencionadas. El arte abre el ritmo de la historia y así sus obras abren la realidad misma una y otra vez.


La noción de ritmo que hemos adelantado recientemente pertenece más bien al campo de la poética moderna, casi diríamos a la música, pero su dominio en verdad se extiende sobre los quehaceres y aconteceres del hombre. Diremos para comenzar que existen dos tipos de unidades fundamentales para componer un ritmo: las continuas y las discontinuas. Nuevamente oímos al poeta (Iommi 1976; Elogio a la Unidad Discreta):


“La continuidad, pues, supone la articulación compleja de unidades discretas. O bien, la lengua puede con el supuesto de la continuidad tender, moverse, articularse a fin de exponer, poner de manifiesto la discreción misma, y entonces su sentido sería, ya no la continuidad, sino lo discreto mismo. Por cierto, la continuidad no se alcanza por la mera voluntad de conjugación de tales o cuales unidades discretas y reglas ordenadas para fines semánticos. Del mismo modo, tampoco se puede hacer aflorar lo discreto mismo mediante el juego de tales o cuales rupturas desarticulaciones manifiestas. Cabe preguntarse, pues, de dónde proceden tales alternativas y cómo se deciden. Pero antes conviene anotar que la continuidad, tal como se ha visto en el caso del soneto, requiere un real cálculo, una incesante “invención” de unidades discretas a diversos niveles. Así, la otra alternativa requiere a su vez un cálculo que permita la suposición de la continuidad desde la que aflore, para manifestarse, el sentido de lo discreto mismo”.


El ritmo es entonces la manifestación de una continuidad en lo discontinuo y viceversa. Es este juego de apariciones y desapariciones, de sístole y diástole el que se desarrolla en las obras de arte y en general en casi todas las manifestaciones del conocimiento humano. Baste recordar la teoría corpuscular de la luz que identifica unidades discretas o cuantums de luz y que se diferencia de la teoría ondulatoria de la propagación de la luz. Al respecto dice Martinet (Iommi 1976):


“Las unidades discretas son, pues, aquellas cuyo valor lingüístico no resulta afectado en nada por variaciones de detalle determinadas por el contexto o por circunstancias diversas”. Pero en la poesía sucede que las unidades discretas son tales, porque confirman sus distingos con las demás impidiendo que se las confunda, con el agregado que implican fijación de contexto y circunstancia. La unidad discreta en el poema existe como tal pero cada una trae consigo determinaciones contextuales que impiden cualesquier variaciones de posición.”


Aún cuando ambas teorías son completamente diferentes en su esencia, ambas coexisten mientras una explique satisfactoriamente fenómenos que la otra no puede. Resulta una paradoja, pero sucede lo mismo con el arte y sus obras. Y aún más; ciertos elementos que en un momento pueden ser identificados como unidades discretas dentro de una obra, y que son por lo tanto aquello esencialmente discontinuo, al momento siguiente pasan a ser precisamente los que posibilitan que en esta misma obra se manifieste una continuidad. Cuando el ritmo, que es el alma misma, se aparece y está en una obra, las unidades discretas que antes enumerábamos separando, ahora son el todo ya indivisible de un cuerpo mayor. Esta característica de los elementos rítmicos -la que permite que lo continuo se vuelva discontinuo y viceversa- es la principal dificultad para tratar con dichos elementos. No es, sin embargo, del todo imposible su estudio. Godofredo Iommi exponía este horizonte, en el que los elementos estructurales de lo continuo y lo discontinuo no deben pensarse como antinómicos, diciendo que la relación entre discreción y continuidad no se puede plantear como opuestos que se enfrentan, sino como la manifestación de un ritmo (Iommi 1972).


“Se trata de observar la carrera pedestre de 110 metros con vallas. La pista plana es una franja periódicamente atravesada por obstáculos que van de un borde al otro impidiendo el rodeo. Al ojo, la pista plana y horizontal y los obstáculos verticales aparecen contrapuestos. Ahora bien, allí y en esas condiciones sucede las carrera. La carrera consiste, precisamente, en la invención de otra pista que no es visible sino durante su transcurso. El corredor, que en verdad no salta, a la manera del salto alto o largo, pasa las vallas y diseña fugazmente una pista ondulada que sube y desciende alternadamente desde la altura de las vallas. La nueva pista escurre ondulándose desde el plano hasta los indicadores de altura, de suerte que los que fueron obstáculos para la franja plana se reiluminan con otra función. La carrera se muestra, allí, donde parecía imposible, revelándonos una pista que no se ve ni antes ni después del transcurso sino únicamente en él y su durante. Esta pista -inhaparente, fugaz, inventada- que se cursa es la carrera misma que como tal se expone.”


Es a través del ritmo que se pretende penetrar en la problemática que plantean las partes principales de este estudio, y por ello la primera atención residirá en la palabra poética. En ella se encuentra la entrada a la profundidad de estos asuntos. Pero no se trata de hacer buenos o eficientes análisis rítmicos de éstos o aquellos autores; no se estudiará a la poesía en cuanto a su forma o su contenido literario como se estudia a cualquiera obra arte. De hecho definiremos que la poesía no es un arte. Al menos no en los términos corrientes. Martin Heidegger (Heidegger 1988), cuando interpreta el verso de Hölderlin “poéticamente habita el hombre sobre esta tierra” dice: 


“La poesía no es adorno que acompaña la existencia humana, ni sólo una pasajera exaltación ni un acaloramiento y diversión. La poesía es el fundamento que soporta la historia, y por ello no es tampoco una manifestación de la cultura, y menos aún la mera “expresión” del “alma de la cultura”.


Todo arte se ocupa de una determinada materia; la escultura trata con la piedra, el mármol o los metales; es decir, los materiales para conformar las tres dimensiones. La pintura aborda a la luz o al color; la danza interviene con el cuerpo; la arquitectura construye el espacio y así podríamos elaborar una cantidad de materias y hacerlas corresponder a alguna de las artes. Sólo la música podría aparecer como algo lejana a esta reunión, pero según veremos enseguida también puede ser incluida. Porque podríamos extender esa lista e incluir materias que no son tradicionalmente vinculadas con el arte. Las leyes, la medicina, el deporte y en general todos los oficios humanos poseen una materia con la cual tratar a la hora de consumarse. En este sentido cualquier oficio puede ser artístico en cuanto realice una tarea creativa, en cuanto sus actividades tiendan hacia la producción de belleza. Y ahora entenderemos belleza como el surgimiento de una ‘novedad’. Toda materia deviene en lenguaje; los oficios, para ser tales, requieren de la exclusividad de un lenguaje propio. La matemática, la geología, la filosofía: son todas lenguaje. Y así se desprende que el poeta tampoco tiene oficio: la poesía no posee ninguna materia ya que su trato no es con un lenguaje sino con la lengua misma (Iommi 1976; Elogio a la Unidad Discreta); “la manera de ser fundamental de la lengua, se muestra, antes que nada, en la unidad discreta, que como tal se da como elemento irreductible y presente. Dicha unidad discreta en su variedad”.


Por esto es que podemos comenzar preguntándole a la poesía, desde cualquier oficio -en este caso la historia-, acerca de ciertas claves que nos permitan acceder hacia la esencia misma de ese oficio, hacia el secreto de sus lenguajes, hacia el desvelamiento del ser inherente de un objeto de estudio o de trabajo o de vida.


Así la construcción de esta tesis considera o escoge ciertos elementos para estudiar en virtud de sus posibilidades de ser los que componen el ritmo de los mares de América. Son las unidades discretas capaces de erigir un cuerpo mayor, un ‘corpus’ que de cuenta de una totalidad más allá de la mera suma de las partes. Es distinguir elementos que puedan sostenerse a sí mismos como necesarios para la comprensión de los mares americanos, sin que dependan de circunstancias distintas a ellos mismos. Más aún, que puedan estos casos de estudio crear un contexto propio y único sobre el cual confirmarse como esenciales. Estos elementos de estudio son válidos si se los cuenta como ‘invenciones’ capaces de estructurar o construir un cuerpo mayor, cuya continuidad permita ver o desvelar la situación de Chile y acaso de América como un archipiélago, para que aparezca una realidad plena de belleza que durante siglos ha permanecido inadvertida.


Los elementos o ‘invenciones’ recogidos son entonces las fuentes, los documentos, la información que se presentan a continuación, ordenados a través de un modo de interrogarlos y reverlos.


La tesis reconsidera como poéticos ciertos textos provenientes de otros campos. Las Leyes de Indias, por ejemplo, son no sólo un cuerpo legal, sino sentencias esenciales y generadoras de paradigmas y heredades que influyen, aún hoy, en la relación entre Chile y el mar, entre los americanos y el mar.


Compara la tradiciones marítimas y náuticas entre dos de las lenguas que pueblan América; el inglés y el castellano, porque en esa comparación se desvelan dos cosas fundamentales que residen en el origen de nuestro modo de hacer la realidad:

  1. Las carencias en las relaciones entre nuestro habitar y los mares, lo que se traduce en la imposibilidad de llevar a cabo el desarrollo integral de todos los aspectos que componen la esencia de un pueblo o nación.
  2. Las herencias reales y extraordinarias que no hemos considerado como cuestiones vitales a la hora de elaborar nuestros imaginarios colectivos. Aquellos aspectos que se constituyen en leyenda, que son por tanto la base primigenia del conocimiento sobre nosotros mismos y que hasta ahora no han sido oídos del todo.

Siempre hay dos posibilidades a la hora de interrogar fuentes de naturaleza poética. El poema de Amereida en la página 81 dice que:




claro     puedo hablar de continentes sin haber estado en ellos 
de ciudades sin haber errado por ellas – esto es   sin embargo   por- 
que nosotros hemos ido – la leyenda reposa en esta prueba   la comu- 
nicación con los otros    el lenguaje    tiene como mediación    la ex- 
periencia    las verdaderas ciudades imaginarias son aquellas que uno 
ha visto    supuesto en carne mientras uno iba errante    es decir du- 
rante la prueba de ese desierto entre la cosa y el nombre      porque 

El poeta Ignacio Balcells también sostenía como falsa la premisa que para escribir sobre algún tema había que tener su experiencia. Sin embargo el poeta practicó durante toda su vida el viaje como modo de aproximación a los contenidos de su poesía. Navegó y visitó las costas de Chile y del mundo para hacer del mar su mundo radical. Esta tesis consideró entonces recorrer las costas primarias americanas de ambas lenguas en varios viajes de diversa índole.


El inglés en la costa este de EEUU desde los bordes, puertos y ríos entre Nueva York y Boston, visitando Newburyport, Amesbury, Gloucester, New Bedford, la isla de Nantucket. Después el castellano en ‘La Española’, hoy Santo Domingo, la capital primada de América en República Dominicana y finalmente la isla de Cuba, especialmente La Habana, Santiago de Cuba y Trinidad de Sancti Spiritu.

El inglés en Jamaica, Gran Caymán y las islas colombianas de San Andrés y Providencia. El castellano en las costas de Yucatán y la isla de Cozumel en México. Cartagena de Indias, las islas del Rosario en Colombia.

Los viajes de ‘Travesía’ realizados desde 1988 hasta hoy, en las distintas costas y mares americanos, especialmente aquellos en Aysén del Mar Nuevo y la Patagonia occidental. La fundación del pueblo Santa María del Mar en la Isla de Churrecue a la salida del canal de Moraleda. El muelle en las proximidades de Puerto Raúl Marín Balmaceda, en la desembocadura del Palena. La embarcación Amereida y las múltiples obras en San Ignacio de Huinay, en el fiordo Comau. La escultura ‘Adagio Cumplido’ en Quiaca, de la isla Llancahué en el mismo fiordo. Las dos esculturas de José Balcells en Puerto Guadal del lago General Carrera, la de Puerto Williams.

La Observación


Para interrogar estas fuentes, para obtener las conclusiones y para abrir los campos de estos estudios se ha utilizado la ‘observación’. Esta definitivamente no es una metodología o método, no es fórmula ni experimento. No es un procedimiento que pueda garantizar el éxito. El arquitecto y profesor de nuestra Universidad, Fabio Cruz, es uno de los artistas que mayores esfuerzos puso en definir y explicar la ‘observación’. Decía en una de sus clases (Cruz 1993; Sobre la Observación): 


“tal como la entendemos aquí y en su sentido más radical, [la observación] es posible porque “la condición humana es poética, y por ella el hombre vive libremente en la vigilia de hacer un mundo”.


El hombre está irremediablemente llamado y obligado a hacer y rehacer el mundo. Vale decir a re-inventarlo una y otra vez. (nótese que etimológicamente la palabra invento tiene que ver con “ventura”, y consecuentemente con “aventura”).


Y esta urgencia y obligación, puede cumplirla porque tiene la posibilidad de ver el mundo, su mundo, siempre de nuevo, de verlo como por primera vez (ver está tomado en sentido amplio; tal vez podría hablarse de “percibir”).


Tenemos entonces que este medio que nos envuelve, y donde transcurre nuestra vida, aparentemente tan concreto y objetivo, no es tal. Depende de nuestra “mirada” y de nuestro ”punto de vista”, para mostrarse y revelarse según rasgos y connotaciones profundamente diferentes. 


“Observar” sería entonces esa actividad del espíritu (¡y del cuerpo!) que nos permite acceder, una y otra vez, a una nueva, inédita, visión de la realidad. 
Observar, en el sentido que lo estamos considerando, se convierte en una verdadera abertura. Se trata de algo profundamente artístico y por ende poético”.


Se trata entonces del intento de ver algo como por primera vez, verlo de nuevo. Es también entonces una suerte de volver. Volver al principio original de eso que se está observando. 
No se puede garantizar la aparición o la ‘videncia’ de un regalo o de un don, ni siquiera cuando de ella dependa el proceso creativo, aunque Fabio Cruz distinguía una serie de pasos a seguir en el intento de consumar dicho proceso.


La aplicación de la observación es para la concreción de una obra. Y hay que considerar que un estudio de historia, una pieza musical o una estructura de ingeniería son todas obras. Incluso pueden ser obras de arte.

El Encargo

Lo primero es establecer un encargo, que puede provenir de las más variadas fuentes. Este encargo es ajeno a la naturaleza de la obra misma y no depende del autor de ella; está formulado por necesidades o requerimientos cualesquiera, que al ser externos la condicionan necesariamente imponiéndole un objetivo o término a cumplir. En este caso la necesidad o finalidad de concebir a Chile como un archipiélago no es estrictamente una problemática de la historia. El encargo, que es una indicación poética que dice que Chile es un archipiélago, viene desde fuera de la historia; a ella se la requiere para que elabore una proposición que le de cabida a este encargo.

El Tiempo de la Observación

La observación está en el inicio del proceso de este estudio y en gran medida sus fundamentos dependen de ella, del nivel de penetración con que se mire la realidad y se la revele. Lo que se observa son aquellos hechos y mitos, textos y contextos, informaciones y formaciones, más o menos amplias, que se relacionan con el encargo. Las trivialidades y lo obvio, lo cotidiano y lo ordinario salen de lo neutro (o de lo continuo) y cobran un sentido. Un sentido nuevo e inédito. La observación es entonces una clave que nos permite acceder al secreto íntimo de los acontecimientos, de los cuerpos, de los lugares. Hay una clave cuando observamos que un archipiélago no es un conjunto de islas, sino un conjunto de mares. Aparece entonces una realidad distinta, con nuevas exigencias, sobre la que debemos operar.

La Obra

No se trata ya de combinar elementos o datos de acuerdo a un programa preestablecido, no se pueden meramente organizar datos o las series de datos conforme a patrones corrientes. No es posible aplicar estructuras convencionales. El arte requiere darle cabida a esta nueva realidad compleja, sorprendente y asombrosa. Fabio Cruz agregaba (Cruz 1993; Sobre la Observación):

“¡Estamos de lleno en el arte! ¡Estamos en el dominio de la e-moción y la admiración! ¡Estamos en el mundo de la belleza! ¡Aquí topamos, aquí se acaban las “explicaciones”!”.

Se trata entonces de ‘abstraer’, hay que elegir de entre el sin número de connotaciones, datos, elaboraciones y aconteceres vistos y percibidos durante el viaje o bien en la lectura de los poemas. Hay que descubrir una línea conductora que subyace allí mismo, que existe oculta. Pero ese descubrimiento es más bien una imposición del autor. Es quien está ejerciendo el ver o la percepción el que establece esa línea a través de una asertividad, en un acto constructivo de naturaleza poética. Es el difícil dialogo entre la mente que abstrae y el cuerpo que ejecuta. La forma final de este estudio quisiera ser una obra que haga el elogio de lo contemplado.

Fundamentos

El poeta Ignacio Balcells se lamentaba haciéndose una pregunta ¿Cuándo se dará cuenta Chile de que es un archipiélago?


Prácticamente en todas las ocasiones en que se pregunta ¿qué es exactamente un archipiélago? la respuesta es siempre la misma: ‘un conjunto de islas’. Sin embargo esa es la respuesta en castellano, porque se encuentra otro concepto cuando se analiza no sólo la etimología esencial de la palabra, sino algunos poemas. Archi significa muchos, innumerables, tal vez infinitos. Piélago [1] significa océano y mar, pero también abismos e inmensidades. Un archipiélago no es un conjunto de islas, sino un conjunto de mares. Y esa diferencia es radical. 
 Sin embargo nuestras sociedades tienen un serio problema a la hora de considerar la construcción de su habitar en un universo que se constituye a partir de mares y océanos devenidos en abismos inmensos. Un abismo por esencia es aquello sin fondo, lo que no se puede ver, lo espantoso e informe, un espacio-tiempo en cuyo último recodo residen las peores atrocidades. Y las sociedades modernas resisten cada vez menos lo ‘imprevisible’, lo asombroso, lo desconocido. El volumen II del poema de amereida reflexiona sobre esto (Autores 1986), Amereida II págs 81-83:

Nuestra época moderna remata hoy en la per- 
fección de sus cálculos.   La forma acabada de es- 
tos cálculos es la planificación 
Para   la   planifica- 
ción, el cálculo se extiende hasta lo que era has-

ta aquí lo incalculable por excelencia:  el futuro. 
La planificación  (y su útil indispensable, el cálcu- 
lo de probabilidades)  le quitan al futuro su ca- 
rácter de incógnita. 
¿Por qué asistimos al desarrollo tan notable 
de la planificación prospectiva?    ¿Es por una ma- 
yor comodidad en las explotaciones?  Pero entonces 
¿por qué la previsibilidad  es así más cómoda? 
Si la previsibilidad es de este modo más có- 
moda, es porque el futuro se siente como amenaza. 
En efecto, mientras no es tomado en conside- 
ración por el cálculo, el futuro permanece como 
lo que es capaz de trastornar la planificación pre- 
sente 
Pero la planificación no hace más que acentuar el 
carácter amenazador del futuro.   En efecto 
1) Ella transforma   en presente  anticipa- 
 do todo lo que puede en él, calcularse

2) no dejando al futuro más que su parte 
 de imprevisto, imprevisibilidad, en po- 
 cas palabras: la amenaza que él presen- 
 ta contra toda previsión. 
El tiempo de nuestra época es así:  por una parte, 
factor determinado o coordenada especial en un 
cálculo universal; por otra, amenaza para ese mis- 
mo cálculo. 
En   este   Tiempo,   el hombre sólo puede 
vivir         en tránsito,  es decir,  en la indiferen- 
cia del pasado, del presente y del porvenir 
con solamente   la posibilidad amenazadora de  la 
ruptura de esa indiferencia 
Romper esta doble mutilación del Tiempo     tal es 
la condición previa a toda modificación de la vi- 
da


Considerar entonces al mar, aún ya como lo llamaran los griegos caos, como un ‘Lugar’. Pero ¿Cuándo se genera un lugar? Y no pensemos sólo en las partes, pensemos en algo que está más allá de la mera composición espacial. Se genera un lugar cuando se establecen lazos afectivos, y ¿cuál es el primer lazo afectivo posible? La amistad es ya un segundo paso. El saludo, esto es: ¿Qué sucede cuando hay un saludo? Hay un encuentro. Allí donde hay saludo hay encuentro y así hay Lugar; ‘Lugar de Encuentro’. Entonces la esencia del lugar depende de la esencia del encuentro. Pareciera que en la medida en que la técnica no encuentra nada más que un objeto-técnico, es decir la Tierra (o el mar) en tanto que explotable, surge el fin de todo lugar, o dicho de otro modo, encontrando a la Tierra como objeto de explotación la técnica transforma todo encuentro en un solo tipo de encuentro y así toda la variedad de lugares en un solo lugar. Para evitar esa ‘doble mutilación del tiempo’ existe un primer paso (Autores 1986), Amereida II;página 89: “Se da un primer paso cuando el tiempo es aprehendido en su plenitud, entonces el presente ya no es el espectro analógico de una eternidad técnica, sino un verdadero FRUTO”.


¿Qué es un fruto? un alimento, proteínas y vitaminas, un producto, una cosa natural. Está bien, un fruto es todo esto, pero más simplemente aún ¿qué es un fruto? Una manzana. Aquí había que llegar; una manzana ¿qué hacemos con ella? La comemos. Y en este comer está involucrado el gusto, el olfato, el tacto, la vista, el oído y muchos otros sentidos que no son físicos. Pero hablemos de los sentidos; comerse una buena manzana es una experiencia sensorial, es decir sensual y erótica. Nosotros no comemos nada intelectualmente sino con todas las posibilidades de nuestros cuerpos, mentes y espíritus. Pues bien, así mismo ha de ser el proceso de aprehensión de la realidad. Los niños aprenden la realidad llevándose todo a la boca porque sabor es saber, porque literalmente se la comen y así son transformados. Lo que comemos nos transforma efectivamente a través de un proceso orgánico y la realidad viene a constituirse exactamente igual. No es cierto que la verdad se descubra a través de un proceso intelectivo mediante el cual separamos objeto y sujeto u observador y observado. Aquello que observamos es transformado en el proceso de la observación y no puede existir así una verdad del todo objetiva, que no sea entonces que la verdad se constituye a sí misma de este modo.


Un tiempo aprehendido como fruto es un tiempo que no se fuga hacia la muerte; un presente que se parezca a la eternidad, pues en ella nada tiende hacia la muerte, como nos lo cuenta magníficamente C. S. Lewis en la carta XV de sus ‘Cartas del diablo a su sobrino’. Es decir un tiempo en donde el futuro no se presenta como amenaza. Y es más, un fruto esplende como tal cuando sirve más para el regalo que como alimento. Un tiempo regalado, como la semilla que es un signo viviente que guarda y cuida en secreto la maravilla de la creación, porque a través de una maduración y un florecimiento ya no perece. Un tiempo como un hijo –fruto del amor- que encarna el renacimiento y la resurrección atravesando la muerte para que recomience el ciclo de la vida. Nosotros no sólo llevamos inexorablemente esta condición –porque somos hombres y mujeres- sino que debemos manifestarla, hacerla presente, convertirla en regalo.


Esta es la esencia del encuentro que se requiere para refundar los mares de América, encontrárselos una vez más, con una vista nueva que los invente de nuevo, que los convierta en regalo y así sean presente y disponibles. Incluso se puede pensar o creer que es posible hacer esto ‘cada vez’, reiniciar las bases y los fundamentos de nuestro conocimiento y sobretodo de nuestras leyendas. Permitirnos abandonar todo prejuicio y los supuestos ya tan antiguos que los creemos como inmodificables partes de nuestro modo de ser. Se trata de crearnos los orígenes, para que al concebir entonces a Chile como un archipiélago, sea posible plantearle un nuevo destino.

Objetivos

Objetivo General

Se trata de concebir a Chile como un Archipiélago, desde una perspectiva histórica-poética.

Objetivos Específicos

  1. Relacionar el modo como los griegos concebían su archipiélago y el mar en general con el cómo lo hacemos en Chile. Para este ejercicio hay que atravesar el mar latino y el mar español.
  2. Estudiar un origen para los modos del habitar en Chile y en América. Establecer cómo las leyes de indias son hoy una de las bases esenciales de esos modos del habitar y de concebir al continente como un ‘territorio’ que abandona al mar.
  3. Comparar la situación del mar en el habla inglesa y en el habla española o castellana.
  4. Definir una característica esencial y original para cada uno de los cinco mares de América; el Caribe que es el origen, el Atlántico que es la luz, el Pacífico que es la aventura, el Mar Nuevo de Aysén que es el ancla, y el Mar Interior que es el desconocido.

Hipótesis

Chile es un archipiélago porque se encuentra rodeado por un conjunto de mares. 
En el oeste está el Océano Pacífico, siendo el país que tiene el mayor frente marítimo de todo este océano, con 4.300 kms. lineales. Existe además lo que se ha llamado el ‘mar presencial’, que involucra a Chile en tres continentes; América, la Polinesia a través de la Isla de Pascua y la Antártica y que prolonga nuestras fronteras más de 4.000 kms. mar afuera. Al este se encuentra el Mar Interior de América, que comienza para nosotros en la vasta cordillera de los Andes, con los mismos 4.300 kms. lineales, 1/5 de la distancia entre los polos. Al sur se encuentra el Mar Nuevo de Aysén, con miles y miles de islas que poseen más de 50.000 kms. lineales de costa. También en el extremo austral Chile nuevo y viejo tiene al Atlántico, desde la península de San José en latitud 42 grados hasta Nueva Shetland del Sur.

Archipiélagos en las Palabra

La nota 16 de la bitácora de la primera travesía de amereida dice (Amereida: Bitácora de la Travesía):

“Christos Barnabas, moribundo, buscando en vano las orillas perdidas para volver a tocarse a sí mismo. Ese vivo desierto de la aventura y el emigrante que jamás se cancela. Pero Clifton, sin embargo, tiene consigo además un raro temple. ¿Cuál? Todos convendremos más tarde, cuando reflexionemos sobre el punto, que él lo lleva en la lengua que habla, en el inglés de los imperios que retrae a sus propios sonidos y en sus propios significados todas las lejanías.”

Según uno de los poetas franceses de que viajaba en la primera travesía, la poesía francesa no tiene raíces, como sí la tiene la italiana o la inglesa, ¿qué quiere decir esto? ¿Cuál es ese raro temple que lleva Clifton, el inglés de 70 años que es más joven que su propio hijo? ¿qué es un temple?


Primero es una idiosincracia, se dice de quien tiene fibra de bravura, agallas en el corazón. Es el talante del coraje. Pero al mismo tiempo el que templa es el que modera y tempera, el que apacigua y contiene. ¿Es posible esta contradicción en los significados? por ahora convengamos en que la lengua, al igual que la vida, además de contradicciones presenta también paradojas. Y una paradoja es, por ejemplo, algo que es dos cosas aparentemente contradictorias al mismo tiempo. Por ejemplo cuando aquello que consideramos un obstáculo en la vida, es a su vez aquello que enriquece y embellece la vida.


Pero volviendo a nuestra pregunta: Un temple que se lleva en la lengua, en el inglés ¿todas las lenguas lo llevan? ¿lo habrá tenido el turco otomano cuando dominaba el mundo conocido? ¿sería una característica del latín de Augusto, cuando manda a escribir la Eneida para que se complete la gloria del imperio? ¿lo llevaría Alejandro Magno en su avance interminable hacia el oriente? Tal vez Amereida se refiera a las lenguas imperiales. Pero ¿qué significa o qué hace un temple llevado en la lengua? ¿Qué significa que pueda retraer a sus propios sonidos y en sus propios significados todas las lejanías? Significa nada menos que el mundo, todo, -el universo si se quiere- se vuelve casa, es decir un lugar plenamente habitable, donde concebir hijos, dominios, artes. Significa que al inglés el mundo entero se le vuelve lo propio.
Cualquiera que haya leído Moby Dick comprenderá esto perfectamente, cuando en inglés, incluso el mar, que es aquello inhabitable por excelencia, aquello vedado al hombre, es concebido como la máxima de las aventuras, donde prosperan los cuentos y surgen los nuevos mitos, donde el miedo al desconocido se convierte justamente en el motor esencial que mueve al los hombres. El monstruo abominable, lo absolutamente imposible sí existe, sí es cierto. Después de que Ahab atraviesa el globo tras la ballena blanca, los mares son un lugar habitable para el resto de los mortales. ¿Moby Dick? es un libro, son palabras. ¿Qué quiere decir esto? (Amereida: Bitácora de la Travesía nota 31) “Que son los poetas son los que enseñan a ver aquello que nos circunda y que ha de ser lo propio. Nuestro propio campo. Nuestra heredad”.


¿Sucede lo mismo con el castellano? Nosotros también tuvimos nuestro imperio, y fue acaso mucho más vasto que el inglés, ¿Cuál es la diferencia?

Desde el Griego

Podríamos interrogar a los grandes poemas griegos para dilucidar algunas de sus concepciones acerca del mar. La Ilíada, si bien es la épica de una guerra, contiene innumerables referencias y pasajes marítimos, en los que se manifiesta la visión griega sobre el mar. El poema, ya en el canto primero describe al mar como un ser divino (Homero Siglo VIII AC); Canto I:

“Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pélida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos”.


En varios pasajes los guerreros le rinden sacrificios y homenajes y se purifican en sus aguas. La misma madre de Aquiles es hija del anciano del mar. Poseidón es un dios poderoso, el que ciñe y “bate la tierra”, osa desafiar al invencible Zeus y a menudo decide el resultado de las batallas al favorecer a unos u otros guerreros con sus poderes de aguas o simplemente arengándolos en secreto, como se lee en el canto XIII:

“Mas Posidón, que ciñe y bate la tierra, asemejándose a Calcante en el cuerpo y en la voz infatigable, incitaba a los argivos desde que salió del profundo mar, y dijo a los Ayantes, que ya estaban deseosos de combatir: ¡Ayantes! Vosotros salvaréis a los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no de la fuga horrenda…”.


Más aún La Odisea contiene al mar como el elemento esencial sobre el que soporta toda la aventura y desventura de lo héroes protagonistas. El mar es prácticamente la forma del destino de los hombres, contra el cual nadie puede rebelarse. Así se lamenta Odiseo en el canto VII (Homero Siglo VIII AC):

“¡desdichado de mí!, pues aún había de verme envuelto en la incesante aflición que me proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía incesantemente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la tempestad”.


Si bien la Ilíada y la Odisea son fuentes extraordinarios para conocer el mar de los griegos, hay otro poema que canta no sólo esto, sino además nos acerca ese mar hasta nuestro tiempo.


El gran Hölderlin escribe su poema Der Archipelagus alrededor del 1800 y a través de este alcanza la perfección en el afán que lo ocupó toda su vida lúcido; traer Grecia. Traerla siempre y en toda circunstancia, para satisfacer el ansia de hacerlo, para responder a su mandato o misión que es revelar a su pueblo -Alemania- su propio origen, para concederle a ese mismo pueblo -que ama profundamente- la claridad respecto a su propia identidad y sobretodo respecto a su propio destino. Es decir, Hölderlin escribe Der Archipelagus creyendo que el poema va abrir nuevos y extraordinarios horizontes para su propia nación. Horizontes duros y difíciles pero verdaderos. Los griegos sabían que habitaban en un archipiélago y lo pensaban como un compuesto de mares y no de tierras. Significa que concebían el propio espacio en el que vivían de una manera distinta a cómo lo hacemos quienes respondemos con islas. Nosotros tenemos la idea de que lo propio del hombre es habitar en territorios. Nuestra vocación es pensar que lo adecuado y lo correcto para lo humano es la tierra, lo terrestre. Hölderlin ubica, por cierto, a sus personajes humanos en islas, pero siempre condiciona lo que dice en un personaje mayor; el “poderoso” y “divino”: el mar. A través del mar el poeta alemán sabe que puede traerle lo griego a su Alemania.


El mar para Hölderlin es el padre y las islas son sus hijas dilectas y madres de los héroes. El mar es quien transmite a los hombres los dones de los dioses y le están sometidos además las aguas de los ríos, de los arroyos y las de beber. El mar unifica lo distante y lo lejano y permite el contacto entre las razas y los comercios y los oficios humanos. Todas las ciudades florecen siempre en honor del mar y por sus rumbos y profundidades se juega el resultado de las guerras. La victoria o la derrota flotas y ejércitos depende de su aquiescencia y de los homenajes que recibe. Sólo los pueblos amantes del mar, acogidos en los brazos paternos de éste, pueden estar humanamente felices y poseer un mismo espíritu común a todos.


Pero el elogio que hace el poeta no es sólo al mar de los griegos antiguos, no pretende meramente evocar melancólicamente las virtudes de una edad de oro ya inalcanzable o extinguida. Aún cuando ya los himnos griegos no festejen al mar como antaño, las olas le traen el lenguaje de los dioses y le hacen oír específicamente “el cambio y el acontecer”. Esto significa que a través del mar puede comprender y aprehender el ‘tiempo’, hasta que le sea concedido “recordar el silencio de tus profundidades” (Hölderlin 1995)(der Archipelagus).

Desde el Latino

Los héroes, a través de las eras, han sido tratados desde diferentes perspectivas en orden a construir alrededor de ellos toda clase de justificaciones territoriales, políticas, sociales, etc. Los mismos héroes que para determinada cultura representan ciertos valores, a la vuelta de los años son reinterpretados y ubicados desde nuevos puntos de vista favoreciendo o aborreciendo pensamientos, ideas, vocaciones, etc. Existen ciertos héroes mitológicos cuya personalidad y acciones tienen una característica o impronta ética indeleble a través de los siglos, pero cada tiempo ha interpretado su forma física, sus cualidades y hasta su historia para adecuarlos a un modelo de comportamiento moral y de justicia que se adapte a las circunstancias. Los héroes son personajes que de un modo u otro han vivido en los límites de lo corriente o lo establecido, llevando su accionar hacia la frontera entre lo imposible y lo increíble. Siempre movidos por el anhelo de un mundo mejor, combatiendo la injusticia y la maldad, construyendo mundo allí donde reina el desorden, reforzando o manteniendo con vigor los fundamentos de la civilización. Ellos son representantes no sólo de las fuerzas benéficas que combaten contra la maldad y la perdición en un cosmos imaginario no terrenal, sino que además representan la lucha del hombre consigo mismo, con sus propias pasiones. Es por esto que la poesía y las artes se han ocupado de ellos tan intensamente.


Atendemos ahora una preocupación particular: Eneas. Como el personaje principal de la Eneida de Virgilio ha sido estudiado profusamente no sólo desde la literatura, sino que desde múltiples disciplinas, hay que intentar adentrarse desde otras observaciones.
No se trata de averiguar si él realmente existió o si Virgilio nos dejó velados y misteriosos secretos en su poema. No se trata de conocer sicológica ni moral ni simbólicamente a Eneas. Al hablar de identidad se hace referencia a una igualdad que –en Eneas y en la Eneida- se pueda verificar siempre, sea cual sea el momento y en lugar en que se llevan a cabo las interpretaciones. Muchas veces esta identidad deviene por medio de la comparación; cuando igualamos esto con aquello decimos es ‘idéntico’. La comparación, bellamente realizada, es una metáfora y el arte a lo largo de las épocas se ha valido de ella para expresar valores y sentidos de todo orden. Al ir un poco más lejos podemos pretender que esta metáfora identificatoria nos ubique en alguna verdad acerca de quien es –aún hoy y aquí- Eneas.


No podemos arrogarnos la sabiduría suficiente como para descubrir las profundas motivaciones que llevaron a Virgilio a escribir una obra como la Eneida. La poesía es tal precisamente porque cuando dice o canta, al mismo tiempo calla y es eso que calla acaso lo que deviene como la poesía misma. Junto al decir se da el callar y cualquier interpretación que se adentre en ese campo tiene pocas posibilidades de ser exitosa o coherente. Sí podemos buscar reflejos, consecuencias y coincidencias en lo que el poeta escribió, pero de ahí a obtener sus verdaderas y profundas motivaciones y a decir con responsabilidad lo que el poeta quiso decir cuando dijo esto o aquello hay un abismo. Además no existen dos o más clases de poesía; sólo hay una y cuando llamamos ‘poema épico’ a la Eneida estamos segregándola hacia un terreno que tal vez nos permite estar más tranquilos a la hora del estudio y del análisis, pero que en cuanto al poema no avanza para nada.


Así, no nos preocuparemos de las circunstancias que influyeron a Virgilio a escribir su poema. Es bien conocido que ciertos hechos, amistades y anhelos del poeta tienen una relación directa con la obra, pero basta una lectura de la obra para comprender en seguida que todo cuanto allí existe está mucho más allá de cualquier cotidianidad. Es posible decir que Virgilio se adentró en el mundo histórico y mítico porque su contexto, en ese momento, lo permitieron y hasta lo exigieron, pero el resultado es infinitamente mayor que la causa. No esta la ocasión para descubrir la trascendencia que la obra virgiliana tiene para la civilización occidental, pero se ha escogido a Eneas ahora precisamente porque es alguien completamente diferente a cualquiera otro de los héroes que la poesía y la literatura han producido jamás. Nosotros, los latinos, hemos heredado a Eneas no sólo como un personaje que nos represente en cuanto a valores ni como modelo de acción o vocación. Eneas no es un semidiós que nos establezca modos o ejemplos ni de comportamiento ni de valentía. Ni siquiera es un reflejo de las complejidades del alma humana aún cuando sus dudas, sus pecados, sus fracasos y sus logros sean un magnífico espejo de cuanto el hombre es. Nosotros lo heredamos no como un capital –poético, cultural, etc.- del que disponemos para progresar. Eneas es “...como algo que alumbre, que venga a luz, que se de a luz como una mujer que da a luz y que con ello señale, indique o mejor dicho abra un campo existencial” (Iommi 1982). Heredamos a Eneas para que él nos de a luz una tradición que, si bien permanece callada en el poema, se oye de todas formas después de todos estos siglos. Heredamos a Eneas para que “...se destaque un camino de apropiación definitiva y glorificadora” (C.A. Disandro). Si un camino ha sido abierto por la Eneida, precisamos que algún otro haya sido cerrado. En verdad son todos los caminos anteriores los que, más que cerrarse, han quedado incorporados en un nuevo tiempo.


Cuando Virgilio decide escribir un poema épico, es evidente que tiene en cuenta a la Ilíada y a la Odisea. Pero este tener en cuenta no es, en ningún caso, repetir lo que fueron estos poemas griegos. Por el contrario, ellos son la luz necesaria, lo que se requiere para restablecer o remirar aquello que conforma la más profunda esencia de un pueblo: su leyenda. La Eneida es la leyenda de la fundación de Roma en el sentido de ser su fundamento más primigenio; allí donde está el más hondo modo del ser romano. La Eneida, más que interpretar ese ser, lo crea. Eneas era un mito como muchos otros que tenía el mundo romano, pero Virgilio lo lleva más allá del mito y lo convierte en la leyenda fundamental. Pareciera ser que los pueblos, las razas, las grandes naciones, requieren de un leyenda o epopeya fundamental para ser eso que son. No se trata simplemente de una identidad cultural o de la historia de independencias o las guerras de los padres de la patria, no hablo aquí de construcciones de ciudades o conquista de territorios. Me refiero a la creación íntegra de esa patria, desde el cero hasta la máxima grandeza. Ese acto de creación, que sólo lo puede la poesía, es lo que regala el origen y por lo tanto el destino a una nación y también a un imperio. Virgilio le regala a Roma su origen y al mismo tiempo le dicta su destino. No en términos de vaticinios ni predicciones como hacía el oráculo griego, sino en el sentido de sentido. Es decir, le da sentido al modo romano. Más aún, le da sentido al ser latino, a la latinidad toda. No es un sentido único y es más bien complejo, porque decíamos que en la poesía junto con el cantar se da el callar, por lo que aún cuando sea tremendamente explícito el dictamen en la Eneida (en el canto VI), Anquises le dice a su hijo (Virgilio):

“creo también que habrá otros que tendrán la habilidad para dar al bronce el soplo de la vida y sacarán del mármol rostros vivos, defenderán el derecho con más elocuencia, describirán con el compás el movimiento del cielo y la salida de los astros; tú, romano, regirás a los pueblos con tu imperio. Tu oficio, recuérdalo bien, será imponer el hábito de la paz, perdonar a los vencidos y dominar a los soberbios”.



Este puede ser interpretado una y otra vez. Sin embargo es éste un mandato de destino y muy extraordinario por lo demás, pues es la primera vez que una nación poderosa tiene como destino u oficio “imponer el hábito de la paz y perdonar a los vencidos”. La latinidad es este modo y aún cuando se argumente que Roma ya había comprendido que su forma de ser imperio estuviese basada, entre otras cosas, en ‘urbanizar’ al resto del mundo, aquí aparece con toda nitidez esta vocación. El mismísimo Dante va a decir que Roma cumplió con esto y que sólo bajo la pax romana pudo nacer Cristo.


La Eneida es la historia de un buscador de patria, de un errante. Eneas no es un guerrero y si bien debe librar una guerra siempre será “Eneas el piadoso”. Incluso en el momento cúlmine del poema, cuando va a matar a Turno, detiene su brazo y vacila un momento. Semejante vacilación no es una cuestión menor, no ha sido puesta allí para enternecernos ni para darle suspenso al desenlace. Esa vacilación es el tono de Eneas; es la expresión de lo que ha sido su peripecia; siempre llena de ‘piedad'.


Sin embargo, la trascendencia de Eneas para nuestro estudio, no es tanto su ‘piedad’ como el hecho de que la suya es una errancia marina. El héroe, el fundador de patria, realiza su destino a través de una travesía marítima. Moisés buscó la tierra prometida en la travesía del desierto, y tal vez en ello resida la herencia terrestre de su pueblo, que nunca se aventuraron en los mares del mundo. Al menos no como mandato nacional. Pero la latinidad sí se expandió por todo el mediterráneo en las embarcaciones venecianas y genovesas. El mundo de occidente llegó a reunirse y aglomerarse en Venecia y Génova y desde allí también partió y se expandió por el mundo conocido. Llegó incluso hasta el mundo desconocido por excelencia: América. Y la errancia de Eneas acontece a través de un naufragio. Los naufragios suceden sólo en el mar ¿cuál podría ser su sinónimo terrestre? ¿existe alguna palabra ligada a la tierra que pueda decir lo que es un naufragio? Nos dice Iommi (Iommi 1982):

“…hasta que Eneas siente que el barco flota ya sin piloto, a la deriva, abandonado, en medio del mar, a la ventura. Es el máximo extremo de la errancia. No hay en la literatura una situación semejante. Es el máximo extremo de la errancia, el límite. Allí no queda más que recrear o desaparecer”.



El poeta agrega que es “palpar el borde del propio ser en su mayor zozobra”. Lo que heredamos de la latinidad es entonces esa instancia del naufragio como único modo de acceder a la patria verdadera.

Desde el Americano

Lo sabe Amereida cuando comienza cantando “oh marinos…”


Entonces podemos pensar en América, nuestra América, y preguntarnos en qué nos va a nosotros ese conducto por el cual nos llega lo griego y lo latino. Es decir aquello que heredamos directamente. Ya sabemos que no habitamos el mar, como sí lo hicieran los vikingos, los yámanas y tantos otros pueblos. Tenemos en cambio, por ejemplo, la democracia, el modo de organización político y social es heredero directo del modo griego. Obviamente filtrado a través del tamiz de miles de batallas y guerras, revoluciones, etc., pero no mantenemos dictaduras ni imperios, al menos no quisiéramos; nuestro ideal es aquello que llamamos democracia, y ésta nos viene sin más directamente desde Atenas. Por lo tanto, para poder sostenernos aunque sea un instante en nuestra propia organización política y social, debiésemos saber de la democracia griega. Hay otras herencias, incluso aún más directas que tenemos en nuestras ciudades de América. Me refiero a las plazas. La plaza es una heredad directa que tenemos en castellano. En inglés existe una square, que significa otra cosa. Además en inglés son bastante distintas; cualquiera que haya estado en Times Square de Nueva York, comprenderá lo que digo. Trafalgar Square en Londres es una explanada dura y seca. En América, en cada pueblecito perdido hay una plaza. Era una ley real fundar así las ciudades; así comenzaba la fundación de las ciudades. Por eso nuestro Valparaíso no tiene Plaza de Armas porque no fue fundado oficialmente, porque fue siempre el puerto de Santiago y no tuvo, durante la colonia, el estatuto de ciudad. Así también se fue construyendo sin las ordenanzas ni el damero que rigió para el resto de las ciudades americanas. Parte de aquello que Hölderlin quiere traerle a los alemanes, nosotros lo tenemos por hablar el castellano de nuestros colonizadores españoles. El hecho de vivir en ciudades llenas de plazas nos permite una comunicación directa con nuestro origen. Si nos ocupamos por un instante de hacer ciudad, debemos comprender lo que significa y de donde viene y de qué se trata una plaza. El ejercicio de la poesía es inmiscuirse en lo principal, en los orígenes para tener un presente, para saber ‘donde estamos parados’, de suerte que pararse en una plaza cualquiera sea una vivencia entera y colmada de sentido. Entonces hay que saber de nuestros orígenes no por la acumulación de conocimiento ni por la erudición ni mucho menos por tener herramientas de comprensión. Se trata de una cuestión vivencial, en la cual el oficio se juega la vida. Pero esas son heredades terrestres y a nos interesan la marinas. El mismo Ignacio Balcells se quejaba amargamente de que a pesar de que sí poseemos una tradición marítima, la poesía en castellano ha abandonado al mar, dedicándose a la tierra (Balcells 1988): “Parafraseando a Bolívar diría que cantar el mar en castellano es ararlo. Sí: hace mucho tiempo, hace siglos que el castellano y sus poetas vienen optando por la tierra y negándose el mar”. ¿Tendremos que seguir poniendo los oídos a la lengua inglesa de América y comparándonos para hacer sus canciones en castellano?

Desde el Castellano Terrestre

Dado lo largo de los viajes, es probable que un pasajero cualquiera acabase convertido en navegante; interiorizado de los secretos y del lenguaje naval. Hasta el más radical de los campesinos tuvo una experiencia sustancial y total a bordo de los barcos, que aún provocándole aversión tuvo que traducirse en lo que toda experiencia se convierte: lenguaje. Desde incluso antes de Colón, el arte de navegar se basaba en los nuevos conocimientos adquiridos sobre las distancias, las corrientes marinas y los vientos dominantes, imprescindibles para el transporte a vela. La firme determinación de marinos y navegantes, un afán descubridor sin precedentes y una sabia utilización de los conocimientos geográficos, crearon las condiciones para establecer una ruta transoceánica de enormes dimensiones y trascendencia, que llevaba de Occidente a Oriente, por los derroteros del Atlántico y el Pacífico. Todo esto no puede llamarse menos que una de las más grandes aventuras emprendidas por el hombre a través de la historia. Pero ¿En qué oscura instancia se nos extravió este origen? ¿Por cuál sortilegio sucedió que semejante herencia no recaló en nuestra identidad americana? Y ya dijimos que no se trata de la ausencia de un lenguaje, porque basta revisar las bitácoras de los navegantes e incluso los léxicos de nuestros humildes pescadores, para caer en la cuenta de una infinidad de términos y palabras que revelan un castellano que siendo tan extraordinariamente rico en vocablos marinos es a su vez desconocido para el cotidiano andamiaje que construye una lengua. Pero de nada sirve en tanto esa riqueza sea sólo una pura suma técnica que no alimenta, vivamente, la fantasía marina en castellano.

El Castellano Marino

Balcells agrega en su Aysén Carta del Mar Nuevo (Balcells 1988):


“Porque de fantasía se trata. Sin fantasía, ¿qué es el mar en castellano?: un abismo o un muro o, más pragmáticamente, un yacimiento o una vía” para luego progresar hacia “un buen día (hoy mismo, ¿por qué no?) como aparece el alba en la ventana y con ella la habitación recibe el imperio de sus afueras, así en el vidrio oscuro de su costa Chile verá aparecer, dulcemente el mar... iluminados por el mar no nos reconoceremos ni a nosotros mismos ni a la tierra que habitamos”.

Más de trescientos años de descubrimientos, conquista y colonia atestiguan un tiempo extraordinario en la forja de un continente. Sin embargo todos estos siglos aún no han bastado para conservar una memoria marina. América latina o América luso hispana no tiene ni discernimiento ni percepción de su continentalidad porque no se sabe marina. Los Estados Unidos son el reflejo fulgurante que demuestra el anverso de nuestra honda carencia. 


La independencia de los países americanos supone el fin de la hegemonía del imperio español. Algunos años antes Gran Bretaña ha perdido sus colonias en América del norte, y ha centrado el eje de su imperio en la India. Pero no será hasta 1898 que el mundo ve surgir una nueva potencia definitiva: Estados Unidos. La guerra entre España y los Estados Unidos, que dura apenas algunas semanas entre la primavera y el verano de ese año y que se expande incluso hasta las islas filipinas, marca un giro que modifica la posición de los norteamericanos en el mundo. EE.UU. se embarca en un proceso imperialista que en muchas formas se parece a otros como el de Japón y el de la misma Inglaterra. Antes de la guerra con España, EE.UU. se ha anexado Hawai y después Samoa. Extiende su influencia en el área del Caribe y en el Pacífico sur; logrando que se le abran los puertos en Japón y China. Además compra Alaska a Rusia.

El Inglés de los Mares

Junto con esta colosal expansión sobre el Caribe y el Pacífico, Estados Unidos va a emprender la que acaso es la empresa más importante de su historia; se va convertir, en los cien años que van desde 1800 hasta 1900, de un país ribereño del Atlántico en la nación más poderosa del mundo. Y lo consigue porque conquista su mar interior. Lo que los norteamericanos llaman ‘La Conquista de Oeste’ es la historia épica por excelencia; es el fundamento que forja a un pueblo; es la leyenda. Los que hasta hace no mucho eran colonos, se lanzan a atravesar un continente gigantesco fundando ciudades y estados (y por cierto aniquilando a los pueblos nativos), en una empresa descomunal que les permite unir y convertir un continente en un solo territorio que va de océano a océano. Es el sueño de Bolívar. Sólo saliendo de los bordes hacia la conquista del mar interior -para unir todos sus océanos-.


Hay un trazo que sesga la historia de América; un trazo que se atraviesa en la visión de mundo que ilusionaba a los americanos desde que se fundaron sus repúblicas luego de la liberación del colonialismo español. Una visión de mundo fundada en el paradigma de desarrollo de Europa. Las naciones de América miraban hacia Europa haciéndola el modelo ideal heredera directa de Grecia y, por lo tanto, fundamento esencial de occidente. Es la luz que viene de Europa y que viene a iluminar la vida social, política, institucional, etc. Nuestras sociedades se reflejaban en los modos europeos de hacer artes, academia, ciudades, cultura. Nuestras naciones tendían, guardando todas las proporciones, a comportarse como estados adalides del bienestar común. Educación de calidad, salud gratuita, ciudades donde reina la igualdad de los ciudadanos, el trabajo es oficio que se transmite de padre a hijo generación tras generación. El trabajo no es empleo y responde a un secreto ancestral y no a lo que dice un contrato de servicios. Las universidades fueron construidas con libertad de cátedra de los profesores y no tras el cumplimiento del programa de una asignatura. Ese modo de ser de la luz constructora de la realidad hace 30 años sufre un sesgo, un trazo que lo atraviesa y lo hace tambalear desde sus cimientos. Surge el paradigma estadounidense que interviene en los modos como se construye la realidad. La luz ya no viene solamente de Europa, sino también desde esa América anglosajona que habla en inglés. Todas nuestras instituciones entran en conflicto cuando añoran aquel modo de la luz europea y sienten que se les impone esta nueva iluminación. La vejez ya no la cuida el estado, sino que los ‘fondos de capitalización individuales’. Ahora es cada individuo el que debe construirse su seguridad social. ¿Cómo es posible leer en esa nueva luz sin extraviar aquello que ante la voz de la poesía sigue siendo esencial? Aquello no es otra cosa que sostener la construcción de lo en común, de lo que va de todos a todos y que mantiene a los seres humanos ante su propio ser. ¿Es posible encontrarse, en una buena lid, con esa nueva luz? ¿Acaso no es esto precisamente el sueño bondadoso del proceso de la globalización y mundialización? Este proceso requiere que los americanos mantengamos absoluta claridad respecto de quiénes somos. Nuestra pregunta por el ser americanos sigue siendo radical, porque si por cualquier motivo esa pregunta desaparece, nos resulta imposible recibir esa nueva luz. Es difícil, sin esa pregunta, que nuestros pueblos logren insertarse en el proceso de la globalización. Creer en las preguntas de la poesía implica confiar en el reflejo que ellas anuncian como una respuesta que jamás llegará; lo importante es confiar en que esa pregunta no puede mantenerse individualmente (con el perdón de todos los fundamentos orientales); que la única fórmula posible es preguntárselo en una comunidad, en donde se vive y se trabaja y se estudia en común. Es justamente a propósito de la nueva luz que nos llega que la pregunta por quiénes somos se hace más radical, vigente y necesaria.

The Rime of the Ancient Mariner

O tal vez el tránsito a través de las relaciones entre el hombre, la naturaleza y el mismo Dios en The Rime of the Ancient Mariner, de S.T. Coleridge. Para que el mar exista en nosotros no basta que sepamos el derrotero de sus rutas comerciales; que conozcamos la orientación de sus vientos ni la dirección de sus corrientes; que reconstruyamos sus batallas; que identifiquemos a sus más eminentes y estimables personajes. En el desvelamiento del mar para América hay un papel primigenio que le toca a la lengua. Es decir a la poesía, que canta a un pueblo su origen y por lo tanto su destino. Mientras tanto nos corresponde la espera poética. Y esta espera incluye la elaboración y el acaecimiento de todos los estudios, los trabajos y las vidas.


El viaje del viejo marinero no es solamente una bitácora ni un cuento. No se agota con la fábula porque no contiene, al menos no explícitamente, moralejas ni lecciones que aprender. Es simplemente la creación de un mundo marino, en cuyos límites todo es posible, pues las leyes tradicionales que rigen el curso ordinario de la vida ya no cuentan. El propio Coleridge proponía abandonar toda incredulidad frente a la poesía, de suerte que sea posible trascender más allá de los significados. Un poema que es preciso comprender tal como se manifiesta, sin buscar entre las líneas (aún cuando allí mucho exista) y dejando entender exactamente lo que se dice. Esto es el fundamento del mito, la pura aparición de lo real.


El mismísimo Ismael dice al respecto en el capítulo 42, The Witness of the Wale de Moby Dick (Melville 1851): 


“Bethink thee of the albatross, whence come those clouds of spiritual wonderment and pale dread, in which that white phantom sails in all imaginations? Not Coleridge first threw that spell; but God's great, unflattering laureate, Nature”.


“But some time after, I learned that goney was some seaman's name for albatross. So that by no possibility could Coleridge's wild Rhyme have had aught to do with those mystical impressions which were mine, when I saw that bird upon our deck. For neither had I then read the Rhyme, nor knew the bird to be an albatross. Yet, in saying this, I do but indirectly burnish a little brighter the noble merit of the poem and the poet”.

“¿Os acordáis del albatros, de quien esas nubes de asombro espiritual y pálido temor, en las que ese blanco fantasma navega en todas las imaginaciones? No fue Coleridge el primero que arrojó ese hechizo, sino la laureada y sin halagos de Dios: la naturaleza”. (traducción del autor)



“Sin embargo, algún tiempo después, me enteré de que era goney un nombre de algunos marinos para albatros. Así que no había ninguna posibilidad de que la salvaje Rima de Coleridge tuviera algo que hacer con mis místicas impresiones, cuando vi a esa ave sobre nuestra cubierta. Porque que ni me había leído entonces la rima, ni conocía a un albatros. Sin embargo, diciendo esto, indirectamente hago brillar aún más el noble mérito del poema y el del poeta”. (traducción del autor)

Moby Dick

Hace algunos años navegábamos a bordo del Aquiles de la Armada de Chile, desde Valparaíso hacia el Mar Nuevo de Aysén. Una noche, al preguntar al navegante dónde estábamos, en una carta nos ubicó justo frente a la isla Mocha. Cada isla tiene su historia atada al mar, algunas tienen además su nombre atado a la literatura, y unas pocas tienen un nombre que hace sentido en la poesía. La isla Mocha es de estas últimas. Y hace sentido por su relación extraña y directa con otra lejana isla ubicada en otro continente. Se trata de la isla de Nantucket, en la costa este de Estados Unidos.


Hace algunos años llegué hasta Nantucket en un viaje que consistía en plantear preguntas directas a las leyendas de los siete mares, precisamente a propósito de esta misma tesis. 
Esta es una isla que gobernó las rutas fabulosas de los hemisferios, que envió hombres hasta el último y más desolado de los confines, que leyó en la niebla las partidas y de la mano de la muerte impuso su leyenda en los oídos de todas las latitudes.


Su orilla aún está infestada de máquinas marinas de toda laya que de a miles y miles plantan una espera. Sus anclas son más que un bosque dulce, más que la pesca y aún más que la historia.


Esta isla desciende del matrimonio entre un monstruo y la poesía. Y es una hija pródiga y fiel que decide su distancia y que gesta sus movimientos como lo aprendió hace cientos de años. Es una hija silenciosa que admite curiosidades, pero que aún se reserva el estallido del viento sobre los colores y que no resigna su reverencia ante la luz de los faros.


En ella comenzó un nombre que abriría la sed moderna por el poder en las naciones. Se dijo ese nombre para que Dios continuara gobernando el terror de las quietudes y el diablo arrancara en las tempestades. Se anunció ese nombre sobre todas las bordas del mundo, para que todos los hombres recordaran, sin cesar, la hondura. Se sugirió ese nombre para marcar cualquier emprendimiento sobre los horizontes sin senda; para designar cada calma muerta, cada tormenta de espuma, cada noche de nuevas estrellas.


Se gritó ese nombre desde los mástiles y las proas cuando la amenaza se convirtió en poema, porque así el desconocido tuvo tiempo propio y sus extensiones volvieron al seno abrigado del mundo. Porque así también se enfrentó el mayor de los miedos y pudieron entonces las musas nadar nuevamente junto al siseo de las quillas y danzar con la útil y sola melodía del cordaje.
Ese nombre que creímos fantástico o cantado sólo en el mito ha abierto tumbas verdaderas sobre el suelo de esta isla. Tumbas en cuyos fondos también se ve el mar; tumbas que abrigan a la locura terrible y a la niñez inocente; que ligan huesos roídos con nacimientos y cuentos antiguos con residencias eternas. El nombre que convence y convierte, que abruma, inventa y recrea. Como los náufragos que se devoraron entre sí mientras la sombra los extraviaba más allá del dolor, mientras el sol hirviente les secaba perpetuamente los ojos, ellos volvieron sin embargo, al mar, cada vez que la vida les susurraba ese nombre, ese puro y espantoso nombre. El nombre que aún se lee en los reflejos brillantes de los faros de esta isla; que todavía recorre golpeteando la madera de sus muelles y que roza el balanceo de las boyas. Aquí, antes de embarcarse, todos preguntan una vez más y todos atisban y otean desde la orilla. Como si la verdad, la belleza y el drama estuviesen rondando a pocas millas; como si la silueta siniestra y alba los observara semi sumergida aguardando renacer con mejor furia, con más veladuras y con la culminación total de la aventura.


Por supuesto, Moby Dick es el nombre en la isla de Nantucket.


En Nantucket me encontré versiones que indican que el primer nombre de la más famosa novela de Herman Melville fue “Mocha Dick” (J.N. 1839). Cuenta la leyenda y las bitácoras que en los alrededores de esta isla dos barcos fueron atacados por un enorme cachalote gris. El mismísimo Melville, de hecho, navegó estos mares. Lo cierto es que Moby Dick está basada en la crónica que escribiera un joven sobreviviente del Essex, un barco ballenero de Nantucket (el Essex, ballenero de 87 pies, fue botado al mar en 1799 en Amesbury, Massachusetts). El 20 de noviembre de 1819 el Essex se hundió a 3.700 kms. de la costa. Su tripulación de 20 hombres se lanzó al mar en 3 botes. En abril de 1820 fueron rescatados 7 hombres con vida. El primer oficial, Owen Chase, escribió una crónica del desastre (Chase 1821). En ella narra como el Essex fue atacado, partido en dos y hundido por una enorme ballena frente a las costas chilenas. Los sobrevivientes debieron incluso alimentarse de sus muertos. Uno de los botes fue rescatado frente a las costas de Iquique y otro llegó a Juan Fernández. Uno de los sobrevivientes escribió y publicó la crónica del naufragio y, entre otras, en esta crónica basó Melville su novela.


¿Y qué de la poesía con todo esto? Al final del volumen segundo de amereida hay una bitácora, escrita por el escultor Claudio Girola, de la primera travesía (La ‘primera Travesía’ es el nombre que se la da al viaje que realizaran, en 1965, un grupo de artistas y profesores de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la PUCV entre Tierra del Fuego, en la Patagonia, y Santa Cruz de la Sierra en Bolivia). Godofredo Iommi le hizo unas notas a esa bitácora. La nota 46 de la Amereida: Bitácora de la Travesía dice:

“También el olvido es bello, olvidar, por ejemplo, que el arrojo es la travesía y no la vida de un obstáculo, en este caso, el perro. Pero la hermosura cuenta menos que la ruta y esto sí que es difícil aprenderlo. ¿Qué es la ruta? Es sólo seguir partiendo siempre, es mantener el rumbo abierto. ¿Será un comienzo sin fin, como el amor? Hacer tal ruta, abrir tal rumbo, tal vez de tales cosas, interrogaba Kant a los capitanes de barcos balleneros, aquellos que Melville dijo que buscaban la ballena blanca y tal vez Ahab sea el nombre de la musa de toda pura travesía”.


¿Por qué Ahab puede ser la Musa de toda pura Travesía?
Porque la ballena blanca es el miedo vuelto nombre, y así, nombrado, se hace real y existente. El miedo hecho carne sobre la realidad. “El miedo es una musa”, nos dijo Balcells [pág. 477 (Balcells 2001)].

“Vine a Aysén porque el miedo (no cualquier miedo sino el miedo del mar y el de los terremotos, el miedo que es inminencia del abismo) reduce el cuerpo a un estado en que el espíritu puede ver a través de su carne y sus huesos que se vuelven transparentes. Hace dos mil años Horacio descubrió que ese miedo lúcido es otra forma del entusiasmo poético. ¡Claro que sí! El miedo del mar es una musa y en estos mares de Aysén he recibido día y noche su terrible, su arrebatadora visita”.

Y sólo en el abismo más espantoso es posible concebir un miedo semejante. Ese abismo terrible es el mar. La tierra firme no puede elaborar un vértigo como ese; uno donde incluso la muerte carece de tiempo y de lugar. Para la mayoría de nosotros, sobre todo para los latinoamericanos y extremadamente para los chilenos, el mar no es parte de este mundo; no existe como posibilidad de ‘ha lugar’, de habitación, de vida y promesa de más vida.

El Mar es la Historia

Derek Walcott, que habla en el inglés del Caribe, no sólo escribió y cantó como ninguno el mar, su Caribe natal, sino que enuncia o indica que el “mar es la historia” (Walcott 1997).

“Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that gray vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.

First, there was the heaving oil,
heavy as chaos;
then, likea light at the end of a tunnel,

the lantern of a caravel,
and that was Genesis.
Then there were the packed cries,
the shit, the moaning:”


No vamos a extraer significados desde el poema, sino a oírlo. Y sus voces nos indican que el mar mantiene una bóveda o caja fuerte con todo lo que normalmente consideramos parte de la historia. Los monumentos y edificios, los hechos y acontecimientos, el pasado entero está aprisionado bajo las aguas del Caribe. Todo lo sucedido no está ante los ojos, no puede intervenir sobre el presente, no existe en sus islas un testimonio que fuerce la tradición. Todo es susceptible de comenzar de nuevo. El suyo es un pueblo sin ruinas que no necesita de la tierra para iniciarse. Es un modo de construir el presente a partir de la novedad, sin las ataduras del pasado. Pero el poema no reniega de ese pasado, no quiere negarlo en el sentido de desmentir su existencia, sino que lo sitúa como inofensivo. Se trata de de rever las tradiciones que el colonialismo ha dejado en las islas, para poder elaborar de nuevo los mitos y las leyendas. El poema ‘cuenta’ de nuevo la historia desde una mirada original y propia. Y la obra de Walcott es ese intento. Su obra Omeros relata la vida de un pescador pobre llamado Ulises, y el resto de los nombres de ese poema impresionante se llaman todos como los personajes homéricos. Es el modo de traer la historia -toda la historia- de nuevo, vista ahora desde una perspectiva americana y Caribeña, en donde confluyen occidente y África y América. Es generar raíces con los mismos elementos, pero mezclándolos y erigiéndolos con una matriz nueva. Sólo así es posible levantar un presente adecuado que pueda funcionar como generador de futuro. Es el clamor del último verso del primer poema de amereida “donde con gracia comenzar otro pasado”.


Como lo contara Baudelaire cuando relata lo sucedido a la Caribeña y extraña Savannha la Mar (Baudelaire 1994):

“Dios ha herido a Savannah-la-Mar y, en una noche, la ha hecho descender con todos sus monumentos aún en pie y su población dormida, desde los sólidos cimientos de la ribera al lecho de coral del océano. Dios dice: “He enterrado y amortajado a Pompeya y la he ocultado a los ojos de los hombres durante diecisiete siglos; enterraré esta ciudad, mas no la amortajaré. Será para los hombres un monumento de mi cólera misteriosa, fijado durante las generaciones venideras en una luz azulada; pues la engastaré en el domo cristalino de mis mares tropicales”.


El poeta francés escoge este pasaje, lo sucedido a Savannah la Mar no para hablar del mar sino para explicar el fenómeno del tiempo presente:


“Y luego, volviéndose hacia mi, decía: he aquí algo melancólico y lamentable; pero una calamidad menor no habría bastado para los designios de Dios. Comprende bien esto… el tiempo presente se reduce a un punto matemático, y hasta ese punto matemático perece mil veces antes de que hayamos podido afirmar su nacimiento. En el presente todo es finito, y ese mismo finito es infinito en la velocidad de su huida hacia la muerte. Pero en Dios no hay nada finito; en Dios no hay nada transitorio; en Dios no hay nada que tienda hacia la muerte. De ello se sigue que, para Dios, el presente no existe.


Para Él, el presente es el futuro, y con vistas al futuro sacrifica el presente del hombre. Por ello opera mediante el temblor de tierra. Por ello trabaja a partir del dolor. ¡Oh! ¡Cuán profunda es la labor del temblor de tierra! ¡Oh! ¡Cuán profundo (y aquí su voz se henchía como un sanctus que se eleva desde el coro de una catedral), cuán profundo es el trabajo del dolor! Pero no menos que esto se necesita para la agricultura de Dios”.


Es lo que comprende perfectamente el demonio Orugario cuando le escribe cartas a su aprendiz sobrino enseñándole como tentar al humano que le ha sido asignado (Lewis 1993) (Carta XV):

“Los humanos viven en el tiempo, pero nuestro Enemigo [Dios] les destina a la Eternidad. Él quiere, por tanto, creo yo, que atiendan principalmente a dos cosas: a la eternidad misma y a ese punto del tiempo que llaman el presente. Porque el presente es el punto en el que el tiempo coincide con la eternidad. Del momento presente, y sólo de él, los humanos tienen una experiencia análoga a la que nuestro Enemigo tiene de la realidad como un todo; sólo en el presente la libertad y la realidad les son ofrecidas. En consecuencia, Él les tendría continuamente preocupados por la eternidad (lo que equivale a preocupados por Él) o por el presente; o meditando acerca su perpetua unión con, o separación de, Él, o si obedeciendo la presente voz de la conciencia, soportando la cruz presente, recibiendo la gracia presente, gracias por el placer presente”.


Tal vez el ser isleño considere un cierto desprecio por la tierra, como si no participasen del mito del diluvio, que le otorga a los hombres el hecho y el nombre de la tierra firme como única salvación.


Al parecer el ser isleño es como lo observa Balcells en Pascua, cuando dice que (Balcells 2001) “el pueblo rapa nui no erigió la isla como un accidente terrestre, sino como una meta marina”.
El poema de Walcott agrega aún otra indicación sobre estos asuntos. El mar es incluso la única vía posible para comunicarse con el pasado, el principio de todo presente y por ende la posibilidad de poseer destino. El mar es el depositario de pasado, el medio a través del cual este pasado nos es revelado y así constituye el presente. Finalmente el mar es el hacedor del tiempo, su ‘sin lugar’ inabarcable le permite recibir y acoger la medida de todos los tiempos. Por eso la historia de los hombres puede tener allí residencia.

Archipiélagos en el Habitar

Concebir a Chile como un conjunto de mares implica comprender por qué hasta ahora no lo ha sido. El habitar en una nación como la nuestra tiene antecedentes y orígenes precisos que provienen en gran medida de las disposiciones establecidas por los españoles durante la conquista y la colonia. Tal vez sea posible distinguir herencias de los pueblos originarios, sobre todo en lugares como México o el mismo Perú. En Chile también mezclamos esos modos españoles con las tradiciones originarias como lo que se observa en Chiloé o en nuestros desiertos altiplánicos. La amplia variedad de influencias que determinan o inducen los modos de habitar en Chile y América son testimonio de la extraordinaria mezcla que somos y a la que debemos fidelidad a la hora de construir hoy esos mismos habitares. La ciudad constituye en la actualidad el lugar de habitación de la mayor parte de la población y esa tendencia sólo seguirá creciendo. Independiente de si eso es adecuado o deseable, la cuestión es identificar con precisión el origen de estas influencias para saber como actuar frente a ellas. Aún más, para saber desde donde actuamos cuando ejercemos los oficios que determinan los modos de habitar, considerando que muchas veces esas acciones se ejecutan movidas por una suerte de sentido común que dice que así se hacen las cosas porque siempre se han hecho así, o ¿se le ocurriría a alguien pensar hoy una ciudad sin plazas en Chile?


Sabemos que nuestros habitares no son marinos, no consideran al mar ni lo tienen en la cuenta ¿cómo provocarlos entonces?

La Ciudad Europea y la utopía Urbanística

Hay que considerar brevemente algunos antecedentes de la ciudad europea como el contexto sobre el cual se dictan las Leyes de Indias.


El advenimiento del fin de la edad media produce cambios en la ciudad europea. Cambios provocados por factores diversos (económicos, políticos, etc.) que le plantean nuevas exigencias a la ciudad. Estos cambios representan esencialmente ‘modificaciones’ que serán ejecutadas por la arquitectura. Esto quiere decir que la ciudad se ve intervenida por determinadas piezas arquitectónicas puntuales y representativas de los modos dominantes en ese momento. Cuando un arquitecto actúa sobre el espacio privado, es decir, diseña el edificio de un hogar, es posible que pueda plantear nuevos modos y maneras de habitar. Sin embargo, la actuación de los arquitectos sobre los espacios públicos, durante este período que tratamos, es a través del ornato y embellecimiento de dichos espacios. Es un intento por dirigir y controlar el uso comunitario del espacio público. De hecho cuando se expropia espacio privado, una parte significativa de este va a ser redestinado al uso público. Existe un estado, configurado en corte, que pretende salir de los palacios y extenderse en lo público. Anhela así reflejar el poder absolutista a través de una ciudad unificada formalmente. Se dictan ordenanzas figurativas que intentan, por ejemplo, realizar bajo los mismos preceptos todas las fachadas de una calle, como si se tratase de un único edificio (Álvarez Mora 1996) (Págs. 42-47). Un único edificio con capacidad para ocultar la complejidad propia del espacio tradicional (medieval).


La arquitectura efectivamente puede intervenir una ciudad, pero no puede transformarla estructuralmente. En Europa las ciudades se ven intervenidas, pero no transformadas radicalmente, y es posible deducir que las ideas que planteaban un nuevo hombre y nuevas sociedades no puedan ser aplicadas con plenitud. San Agustín, Quiroga, Moro, Rabelais, De Prado, Villalpando, Bacon, Campanella y otros, son autores que desde el año 410 hasta el 1600 pensaron y desarrollaron ciudades ideales. La aplicación más o menos inmutable, del plano de damero en las fundaciones de ciudades en América demuestra que las ideas de estos pensadores no fueron determinantes, pero es probable que sus ideas influyeran en el ambiente general del pensamiento urbano en esos años. Si no en cuanto a la elaboración formal de una traza, al menos se observa este nuevo pensamiento en la intención o voluntad de los fundadores y sobre todo de la Corona, por establecer un modo de vida que de hecho es diferente, en América, al predominante en Europa. Por ejemplo, Vasco de Quiroga intervino, en 1535, en los debates de la corte a propósito de las leyes que regulaban la esclavitud de los naturales (basado en el documento: La ‘Utopía’ de Tomás Moro en la Nueva España, como parte de una serie documental del vol. 4 de la Biblioteca Histórica Mexicana de Obras Inéditas, publicado en 1937) procurando establecer una visión en la que aborígenes y españoles vivían armónicamente en ciudades. Así fundó pueblos y asentamientos -sus ‘hospitales urbanos’- en México, con ordenanzas y motivaciones directamente relacionadas con las ideas utópicas de Tomás Moro.


Aún prescindiendo de estas posibles influencias utópicas, se hace notable el hecho de que la forma de las ciudades fundadas por los españoles en América no tenga estrictas similitudes con las ciudades europeas. Las diferencias implican el desarrollo de una concepción nueva que, además de evidenciar la presencia de un pensamiento elaborado, demuestran que este continente aportó con toda su diversidad y complejidad a la hora de la colonización.

La Palabra del Rey y la Palabra de la Poesía

Considerar el sentido de la palabra del rey como un factor que determina el modo de ser de las ciudades en América es un punto de partida, una primera pregunta. Desde aquí es posible observar situaciones que se heredan y que se siguen dando en la relación del habitar en el campo y en la ciudad.


De hecho, es posible pensar América como un fenómeno único en el mundo; un fenómeno de unidad que es incluso mayor al conseguido durante la plenitud del Imperio Romano. Una unidad cifrada en la lengua, desde el Cabo de Hornos hasta Nuevo México. El hecho de esta unidad, en la que evidentemente caben muchísimas consideraciones de la más variada índole, se presta para una experiencia singular, que tiene que ver directamente con aquello relacionado a las ciudades: La tierra americana es terreno ideal para pensar un espacio y un tiempo vírgenes y dispuestos a las ideas y los proyectos que vienen desde Europa. En América lo que viene de afuera se instaura desplegándose en libertad y, además, esta tierra americana, que ya antes de la llegada de los españoles había producido ‘civilización’, enfrenta –relacionando íntimamente- este despliegue de lo que viene a instaurarse con lo que ya existía. América es, para Europa, la ocasión propicia , lo que posibilita una realización. Pero no cualquier realización, sino una fundación. Fundar en el sentido de poner en marcha algo, dar inicio a algo para establecerlo en un ritmo propio y peculiar. Eso propio de América no es simplemente la posibilidad de construir lo nuevo o novedoso; es decir, no basta con considerar lo propio como la realización de una utopía. Esta fundación que América posibilita o concede es el ejercicio de la libertad, pero no simplemente en términos de que todo hombre puede ser lo que pueda ser, porque de hecho se trata de la culminación de un proceso europeo. Es en Europa donde comienza la idea de esta liberación y América provee el terreno propicio.


La fundación de las ciudades americanas tuvo su fundamento integral en lo que conocemos como las Leyes de Indias [2]. Se deben valorar estas leyes como algo más que un código legal, porque además de regular, ordenar y ajustar las más variadas expresiones y situaciones que se dieron durante el proceso de conquista y luego de colonización, su comparecencia sobre los vastos dominios españoles permanece aún en nuestros días como una verdadera herencia de identidad para Latinoamérica. Las Leyes de Indias no son solamente leyes, sino un franco cuerpo o corpus que contiene, incluso en forma explícita y también cifrada, el origen de innumerables expresiones y dimensiones que existieron y existen en América. Las Leyes de Indias son, en el fondo, la Palabra del Rey.


La palabra real o palabra del Rey, que tiene en América poder fundador, va a ser el medio por el cual se construye la ciudad en América. Esta palabra, necesariamente debe calcular o sostenerse con una cabeza épica y no una lírica, porque la primera es capaz de retener una visión histórica y, sobretodo, orientarse manteniendo su propia ley o regla aún cuando no sea del todo adecuada para las condiciones específicas del país sobre el que actúa. Si la palabra del Rey respetara las reglas de cada país, la experiencia se vería arruinada por la versatilidad. Dicha palabra contiene en sí un proyecto que se orienta sobre una visión que en primera instancia aparece falsa e imposible de implementar o aplicar estrictamente, precisamente por esta versatilidad de las condiciones en cada región y en cada país. La palabra del Rey, para fundar en América, requiere de un lenguaje que, más que interpretarla, debe ponerla en marcha y realizarla. Y resulta que, de hecho, este lenguaje que implementa la palabra real, lo hace atendiendo a lo irrealizable.


Fundar y luego construir una ciudad en América es enfrentarse a un trance que comienza con la irrupción de la tierra misma cuando se ofrece. Su abundancia es en el fondo un tesoro que permitiría una utopía europea: la edad de oro. Sin embargo el enfrentamiento con un abismo pleno de contrastes no tiene una solución inmediata. Porque sucede que un abismo que no es respetado despierta siempre a sus gigantes para que actúen sobre los irrespetuosos.


Nuestro continente fue colonizado por el imperio español, que dominó estos territorios por más de tres siglos. En las Leyes de Indias, el Rey se resguarda y protege para sí las franjas costeras de todo el imperio, y la fundación de ciudades y villas debe cumplirse en la Tierra-Adentro. Esta reserva define y delimita una frontera poderosa que efectivamente produjo el alejamiento o abandono relativo del borde costero como lugar preferente de habitación.


Una buena pregunta es por qué la Corona propone este resguardo ¿Presupuso que el habitante de los puertos es un eterno emigrante, siempre disponible a la pronta partida e intentó disponer de una condición que asegurase la residencia y el afincamiento definitivo en los nuevos territorios? ¿Quiso resolver así la defensa de los territorios conquistados, evitando la amenaza marítima de piratas y armadas enemigas? Las leyes de indias, en su texto no lo explican ni dan razones o motivos. La franja reservada para el Rey representa una voluntad rigurosa que determinó la forma de las fundaciones y asentamientos en el Imperio. Sin embargo, paradójicamente, hay una voluntad anterior que no alcanza a ser suprimida, porque aquello reservado en primera instancia no condujo a que las fundaciones españolas penetraran efectivamente en el real y verdadero regio interior de América.

Cinco Indicaciones de las Leyes de Indias


El poema de amereida recoge las leyes de indias y las incorpora como fuente poética, aunque en ninguna parte explícita a qué ley específica se refieren sus textos. En este acápite se lee el poema buscando las leyes que originan sus reflexiones.

Fronteras y Franjas de Tierra

Las leyes de indias establecían fronteras y franjas de tierra; por ejemplo una franja costera y otra de tierra adentro (Hispánica 1680) Libro IV, título VII, Ley VI:

“Que el territorio no se tome en puerto de mar. territorio y término no se pueda conceder ni tomar por asiento en Puertos de mar, ni en parte, que en algún tiempo pueda redundar en perjuizio de nuestra Corona Real, ni de la República, porque nuestra voluntad es, que queden reservadas para Nos.”


Y estas franjas eran ofrecidas por el Rey, por su palabra, y la destinación de los poblados que en ellas se fundaran eran un ofrecimiento, pero de suerte que los pobladores sólo tendrían acceso a los secretos de dicha franja y no al total del continente. Establecían, estos poblados, relaciones no con el total de los territorios sino con unos centros específicos y distantes. El sentido de pertenencia se da con el lugar acotado por la palabra del Rey, ésta era la frontera (Amereida página 89). 


Es así como la ruta que lleva y trae exportaciones e importaciones a Buenos Aires atraviesa la cordillera de los Andes hasta El Callao, de ahí a Panamá y recién entonces hacia y desde España. El puerto de Valparaíso sólo puede comunicarse con El Callao y en menor medida con Panamá, de hecho Valparaíso ni siquiera tiene el estatuto de ciudad hasta casi finales del siglo XIX, pues se la considera sólo como el puerto de Santiago.


Las posibles relaciones comerciales establecidas por la Corona, al interior de sus dominios, son direccionadas en orden a la mantención del control total y absoluto por parte de un poder central. Es una cierta expresión imperial que pretende vigilar, gobernar y dirigir todas las manifestaciones de sus posesiones. Las ciudades no principales tienen contacto sólo con su entorno más directo y si bien ya en el siglo XVIII la mayor parte de la tierra tiene dueño (sea la Corona o particulares), la existencia de estas franjas permanece como un modo de orden en la mentalidad de los habitantes.


Así se entiende que las fundaciones de Chile durante el siglo XVIII intenten, de alguna manera, ubicarse y asentarse dentro de una misma franja o linea o Camino Real (aún cuando éste haya sido construido con posterioridad). Es como si la franja litoral que quedaba reservada al Rey fuese una suerte de obligación para con el asentamiento; como si la fundación de una ciudad exigiese a sus habitantes un acto como el de Hernán Cortés: quemar las naves. Sólo se podía estar bien establecido en la tierra adentro, como si la costa fuese territorio de emigrantes, de quien está siempre presto a ejecutar un viaje, de quien no está disponible para asentarse y establecerse. La reserva que el rey hace de esta franja costera es una inducción para que los territorios puedan ser fundados, para que se acuerde una destinación común en sus súbditos.

Las Partidas y Las Antipartidas

Estas mismas leyes establecían las partidas y las antipartidas, es decir, todo aquello que permitiría que una ciudad se construyese y todo aquello que eventualmente lo impediría. Existe un elemento primero sobre el cual apoyarse; la palabra del Rey. Así se estableció una prudencia única que determinaba lo que es favorable para que una ciudad sea fundada. Esto es un espacio no constreñido, pleno de libertad, donde los ciudadanos sin armas son conducidos hacia la plaza, es decir, hacia lo público (Hispánica 1680) Libro IV, título VII, Ley IX:


“La Plaza mayor donde se ha de comenzar la población... su forma en quadro prolongada, que por lo menos tenga de largo una vez y media de su ancho, porque será mas á propósito para las fiestas de á cavallo, y otras: su grandeza proporcionada al numero de vezinos... las cuatro esquinas miren a los quatro vientos principales... y las quatro calles principales, que de ella han de salir, tengan portales para comodidad de los tratantes...”


 Así el hombre se vuelve repúblico (republicano) (Amereida página 98). Es la antigua tradición del ágora, que propone un aire diáfano para la reunión de los hombres. Un aire diáfano es aquel en donde estar al sol o en la sombra representa suertes iguales y esto no es otra cosa que el propósito de toda verdadera fundación: la plaza es la intersección entre el lugar y los hombres. Así la plaza no es solamente una parte esencial de la ciudad en cuanto permite una serie de condiciones que ‘urbanizan’; la plaza es el acuerdo o matrimonio entre el lugar y su fórmula, es el medio por el cual un hombre se vuelve habitante, es el modo en que el habitar consigue identificarse con tal o cual lugar. La plaza no es el avasallamiento ni el arrasar con las particularidades de un sitio, sino lo contrario; es aquello que recoge la versatilidad para traerla a presencia bajo dominio. Por esto los españoles preferían los climas benignos, porque en ellos se representa mejor esta antigua tradición del ágora.


Desde comarcas así establecidas se partía hacia las fronteras de la guerra y del castigo.

Aspectos de las Casas

La palabra del Rey también determinaba ciertos aspectos de las casas (Hispánica 1680) Libro IV, título VII, Ley XVIII:

“Los Pobladores dispongan, que los solares, edificios y casas sean de una forma, por el ornato de la población, y puedan gozar de los vientos Norte y Mediodía, uniendolos, para que sirvan de defensa y fuerza contra los que la quieren estorvar, ó infeftar, y procuren, que en todas las casas puedan tener sus cavallos y bestias de servicio, con patios y corrales, y la mayor anchura, que fuere posible, con que gozarán de salud y limpieza.”


Estas debían ser o presentarse, a los naturales de América, como lo maravilloso (Amereida página 104). Eran casas extendidas paralelas al camino, cerradas a éste y abiertas hacia su interior en tres patios (que podían ser de diferentes tamaños según las posibilidades del dueño). En estos patios habitaban al menos los pájaros y de algún modo este habitar animal dentro de la casa está pensado en la suposición de que dichos animales no caen en la cuenta de su cautiverio, es decir, para que vivan como en su hábitat natural. Hay algo, entonces, de lo natural llevado al interior de los patios. Pero esta observación adelanta la construcción, hecha a propósito o no, de un acto de umbrales que se da en estas casas de tres patios. Porque en el fondo las aves son un elemento representativo que está permitido por el dueño de casa. Él puede decidir qué es lo que cabe o no dentro de los patios. Los patios pretendían dejar fuera a los animales, a las herramientas de trabajo, a los frutos de la tierra. Como si la casa y sus patios poseyeran una visión de sí misma que le permite discernir entre lo que es representativo y lo que no lo es, cuidando en el fondo un espacio sólo para los hombres. Este espacio reservado denota que la casa (sólo puede haber la plenitud de una casa en lo urbano, pues ella es una de las máximas expresiones de la ciudad) es el reino de lo humano, donde la civilización concentra sus mejores virtudes, donde las buenas costumbres, el temor de Dios y la cultura en general alcanzan su más alto estadio. En ella no caben ni la barbarie ni el demonio, quien siempre anda suelto por bosques, campos y montes. El entrar a una casa es un privilegio de los hombres y su habitar debe aproximarse al privilegio máximo que es la iglesia, porque ella es la casa de Dios.

La Quinta

Después de este primer modo de las casas, donde residía la mayor cantidad de la población y que se ubicaban en el centro de las ciudades, surge -en las afueras de estas- lo que aún conocemos como una ‘quinta’, que hasta hace no mucho tiempo era el lugar de pasar los veranos. Ella dispone equidistantes sus elementos: la puerta de entrada, el jardín, la hortaliza, la arboleda, un terreno al fondo en estado de potrero. Estas quintas, a pesar de su aspecto, eran al modo de la ciudad, porque estas familias habitaban así para diferenciarse de sus generaciones anteriores, que vivían en el centro de las ciudades en las casas de tres patios. Además la posibilidad de habitar en una quinta se da necesariamente en la dependencia de que la distancia al centro urbano no se torne un castigo, es decir, depende de la velocidad. En la actualidad, la imposibilidad de contar con la velocidad es de hecho un castigo en cuanto nos deja aislados (Amereida página 114). Y una ciudad precisamente ha de impedir el aislamiento. Esto no quiere decir que en la ciudad no se den las distancias. Las iglesias principales que construyeron los españoles se ubican en medio de una manzana libre de cualquier otra construcción, así llegar a estos templos pedía de una distancia y esa pura distancia –sin cercos de por medio establecía lo privilegiado (Hispánica 1680) Libro IV, título VII, Ley VIII:

“En Lugares Mediterraneos no se fabrique el Templo en la plaza, sino algo distante de ella, donde esté separado de otro cualquier edificio, que no pertenezca á su comodidad y ornato, y porque de todas partes sea visto, y mejor venerado, esté algo levantado del suelo, de forma, que se haya de entrar por gradas...”

La Levedad

Aún existen, en el campo o en la cordillera, los vestigios de algún camino colonial. Caminos en los que se transitaba a lomo de mula y cuyos anchos exigen una levedad a quienes los transitaban y aún los transitan. Estas rutas que habrán tenido pequeños refugios también así de leves. Así se obtiene que esa existencia estaba marcada por esta ‘levedad’ (Amereida página 95). Podríamos hablar de dos modos del campo o del mundo rural que se dan hoy.


Uno primero que conserva o que aún es reflejo de ese primer modo de ocupación de la tierra. Un modo con alamedas uniformes que encuadran lo cultivado y que dan cuenta de una suerte de microclima. Un microclima que es la única posibilidad de subsistencia en cuanto miden una helada o una orientación respecto del viento. Pero este es un equilibrio precario.


Totalmente diferente es un segundo modo, en donde existen especialistas altamente preparados para el cuidado de las cosechas y de los animales, en donde interviene la tecnología de avanzada y las producciones dependen directamente de la bolsa de Nueva York o de cualquiera otra gran plaza de mercado. Aquí la producción ya no es para la mera subsistencia, sino para ser llevada a un lugar lejano del mundo, por lo que el aparato urbano (caminos, dinero, tiendas, etc.) ha invadido el mundo rural.


Sin embargo, la antigua levedad con que se habitó este continente aún permanece como una señal entre el paisaje, es decir, en el mundo de los campos, en el mundo rural. La vastedad de América descolocó a los españoles y aún hoy deja a los europeos estupefactos. Esa vastedad es lo que, tal vez, no ha permitido que aquí se construyan edificaciones monumentales como, por ejemplo, las catedrales europeas. Allá los hombres han requerido acercarse a Dios a través de los grandes tamaños, de la enormidad de los edificios, avenidas y otras obras. En América lo enorme -lo que no tiene norma- está en todo el paisaje; en montañas, ríos, lagos, selvas. Y para habitar en esa vastedad se requiere de la levedad. Algo de esta levedad es incorporada en las ciudades americanas cuando, al menos, los españoles describen maravillados -por ejemplo- las habitaciones que algunos grupos indígenas construían sobre los árboles en el amazonas.

La Fundación de la Tierra Adentro

Notas

  1. Del latín pelăgus, y este del griego πέλαγος. que dista mucho de la tierra. Aquello que por su abundancia es dificultoso de enumerar y contar (diccionario RAE)
  2. Las primeras; Leyes de Burgos, sancionadas el 27 de diciembre de 1512 por Fernando el Católico. Luego las llamadas Leyes Nuevas, promulgadas en Barcelona el 20 de noviembre de 1542 bajo Carlos V. En 1596 aparecen las primeras recopilaciones bajo Felipe II. En 1680 se completa La Recopilación de las Leyes de Indias bajo Carlos II.