Problemas Actuales de la Comunicación

De Casiopea

Problemas Actuales de la Comunicación

Revista Nueva Visión Nº4. Buenos Aires, 1953.

Cultura es comunicación. Todo objeto creado por el hombre, pertenezca a su equipo ideológico o material, es comunicativo. Los etnógrafos saben hasta qué punto esto es cierto; hasta qué punto nuestros rastros – aún los menos apreciables – identifican cultura y comunicación. En última instancia, la definición fáctica del hombre – “la divina facilidad de hacer” de Vico – se confunde con su definición comunicativa –“ la vida expresa el sentido de la vida” de Dilthey.

La tarea del promotor de hechos culturales – artista, poeta, filósofo o artesano – consiste en sistematizar por anticipado sus propios rastros; hacer con premeditación y cálculo lo que otros producen por azar. En otras palabras, lograr que un rastro no sea un hecho fortuito sino una señal perfectamente descifrable por el porvenir – un objeto difícil de borrar (al menos por un tiempo) por la brisa o la indiferencia.

Con todo, esta forma de entender la comunicación, aunque legítima, es incompleta. Además de una necesidad que puede satisfacerse arqueológica o proféticamente, mirando hacia el pasado o hacia el porvenir, la comunicación es una necesidad presente. No es sólo un coloquio a distancia, por encima de las edades, entre hombres de diferentes épocas, es también un diálogo viviente entre hombres de una misma época. Luego, puede decirse, como es obvio, que el fenómeno comunicativo es un hecho a la vez cultural y social, es decir, algo que ocurre a través de documentos y responde a exigencias funcionales de la vida colectiva. Más aún: la comunicación que no cumple con esta doble exigencia es siempre sospechosa. Por lo general, no se trata de auténtica comunicación sino de un uso impropio – metafórico al menos – del vocablo.

Veamos, al pasar, dos casos dudosos de comunicación: la del místico puro y la del aventurero puro. Ambos, sin duda, se “comunican” – el primero, con la divinidad por la contemplación; el segundo, con la vida por la acción –, pero los dos coinciden en tomar su propia experiencia como medio y nunca la crónica sobre ella.

El místico puro, que no debe ser confundido con el místico teólogo (Eckart) o con el místico poeta (San Juan de la Cruz), desdeña la documentación de lo que acontece entre él y la divinidad. “Yo blasfemo, hermano, yo blasfemo. Nuestro lenguaje sólo sirve para tratar de cuerpos y de ideas; más allá, es impotente” – dice Angela de Foligno a su hermano Arnaud ocupado en transcribir sus revelaciones.

Lo mismo ocurre con el aventurero puro, que tampoco debe ser confundido con el artista o intelectual con aventuras (Villon, Walter Raleigh, Rimbaud, Ezra Pound, Saint-Exupéry o Malraux). El aventurero puro no deserta, ni por un instante, del presente absoluto de su experiencia. Se burla de la literatura, del arte, de los diarios íntimos y de la iconografía. No posa nunca a Nadar. Así como el místico puro vive sólo atento a sus íntimos latidos, forjando minuciosamente el impulso que ha de proyectarlo hacia lo sobrenatural, así el aventurero puro sólo se interesa en su propio espectáculo y nunca se asoma a otra vida que no sea la suya. Ambos son indiferentes, por igual, a la opinión de cualquier feligresía, religiosa o laica, sobre su experiencia. No son símbolos de nada ni de nadie. Y esto es, precisamente, lo que las iglesias, religiosas o laicas, no les perdonan.

Ahora bien, la comunicación en sentido estricto se presenta de otro modo: no es instrumento de solitarios en menester trascendente sino de individuos sociales en menester cotidiano. “El sueño – dice el viejo Heráclito – nos arraiga al mundo particular; la vigilia, en cambio, nos asegura el mundo común”. La verdadera comunicación sólo puede cumplirse en la órbita del mundo común, cuyo fundamento es, según la expresión del dialéctico legendario, la vigilia, es decir, la atención desvelada sobre lo cotidiano. Por eso, como luego veremos, la comunicación es un fenómeno cada vez más raro, porque hoy, contrariamente a lo que ha ocurrido en otras épocas, la realidad trascendente es menos ardua y abrupta que la realidad cotidiana, el sueño que la vigilia. No obstante, admitir que lo imaginario, en sus formas más extremas e individuales, es la contrapartida de lo comunicativo, no implica desconocer de ningún modo la extraordinaria significación de lo imaginario para la vida humana y su enriquecimiento. “Lo imaginario – ha advertido André Breton glosando a Hegel y a Marx – es lo que tiende a ser real”.

Pero también la idea de lo cotidiano merece a esta altura una aclaración. Cuando decimos que la comunicación debe nacer y ejercerse en lo cotidiano y a su servicio, no nos referimos a lo cotidiano tal como lo entienden algunos sectores de la sociedad actual, para quienes lo cotidiano se identifica con su propia indigencia moral, con su sordidez y con su trivialidad.

Esta falsa concepción de lo cotidiano ha llevado, por reacción, a algunos espíritus, no exentos de lucidez y rebeldía, a invalidar toda forma no dramática, “cotidiana”, de la comunicación. En otras palabras, sólo en las situaciones de riesgo extremo, en la inminencia de la catástrofe, de la tortura o de la muerte los hombres podrían comunicarse (Buber).

Sin duda, varios hombres acorralados por la historia (“Morts sans sépulture” de Sartre o por la naturaleza (“Terre des hommes” de Saint-Exupéry) se despojan de todas sus convenciones, porque ya nada tienen que perder ante los otros o ante sí mismos. Sin embargo, es difícil asegurar que en este proceso de desmistificación, en esta marcha hacia la desnudez absoluta, la condición humana no vaya extraviando su propia definición; que, en el fondo, el grito (o sus suburbios) no sea una forma inferior de la comunicación.

Se requiere una dosis muy elevada de optimismo o de desinterés social para desconocer que la comunicación cotidiana es casi inexistente en la sociedad contemporánea. Es más: la crisis de la comunicación ha entrado ya en su etapa final; en los días que corren, comienza ya a ser crisis de la información. Hoy, la comunicación, en todos los órdenes, ha sido reemplazada por la charla (Jaspers). La charla no es sólo verbal es también visual. La charla se cumple en función de un repertorio reducido de núcleos pseudosignificativos que son repetidos constantemente. De ahí que el grupo de palabras o de imágenes que conserve todavía alguna fuerza original merece siempre la desconfianza de los usufructuarios de ese régimen expresivo. Es en la cristalización de los núcleos pseudocomunicativos donde reside la aparente comunicabilidad de la charla.

Gastón Bachelard, en su libro “La terre et les reveries de la Volonté”, ha escrito: “Parecería haber zonas donde la literatura se manifiesta como “explosión del lenguaje”. Los químicos preveen una explosión cuando la probabilidad de ramificación llega a ser más grande que la probabilidad de terminación”. En última instancia, únicamente los estados explosivos, es decir, los estados de animación intensa provocados por el advenimiento de imágenes nuevas, pueden favorecer la vida comunicativa.

La charla trabaja en un sentido opuesto. Reduce la probabilidad de ramificación y aumenta la de terminación. Su objeto es eternizar los “arquetipos inconscientes” (Bachelard).

Con todo, la charla no es más que una técnica de simulacro de la comunicación y no merece una atención excesiva. De mayor importancia sería, por cierto, preguntarse acerca de las realidades – históricas, sociales, culturales – que están detrás de ella; acerca de la composición de las fuerzas que han requerido en nuestra época el concurso de formas mistificadas. No se nos escapa que tarea de tal extensión rebasaría los límites previsibles de un artículo; contentémonos entonces con objetivos menos ambiciosos. Tratemos, por el momento, de mencionar sólo algunos antecedentes, aunque muy someramente expuestos, puedan ponernos en la pista de las verdaderas causas de lo que está ocurriendo en la esfera comunicativa. Pero ¿cuáles elegir entre los muchos que han contribuido al fenómeno que nos ocupa?

En rigor, los infortunios de la comunicación humana en nuestra época se explican por los infortunios del hombre común frente a las fuerzas que les son adversas; sus antecedentes, por supuesto, podrían buscarse, sin más, en la historia moderna de las relaciones sociales. No obstante, la comunicación presupone también una ideología. Es ideología. De ahí que, aparte de los antecedentes sociales – en sentido estricto –, existen los antecedentes que ilustran acerca de la conformación ideológica del período comunicativo. Estos son, precisamente, los antecedentes que vamos a estudiar.

Hemos elegido, con ese propósito, los nombres de Lutero, Voltaire y Marx. De habernos sido más propicias las circunstancias, hubiéramos podido referirnos a muchos otros que han colaborado activamente en la formación de las principales mitologías del mundo presente. Hubiéramos recurrido, sin duda, a Nicolás de Cusa y a Giordano Bruno, primeros adalides de la información laica; a Rousseau, padre de la “democracia moderna” y de la noción de individuo en aislamiento – “seul sur la terre” – ; a Feuerbach y Kierkegaard, quienes, desde filosofías opuestas, prenden fuego a las cosmogonías comunicativas tradicionales; también a Nietzsche que denuncia el extravío del hombre y su necesidad de reconquista sobre un plano superior.

Nuestra opción por Lutero, Voltaire y Marx, se explica no sólo por la honda gravitación histórica de estos pensadores, sino también por la necesidad de aprovechar el alto valor simbólico de sus nombres, íntimamente vinculados, de hecho, a las corrientes que han ejercido mayor influencia sobre las bases sociales de la comunicación (o incomunicación) moderna.

Lutero abrió y clausuró al mismo tiempo una de las grandes oportunidades comunicativas de la historia. Inauguró la era de la “proliferación de opiniones”, esto es, del diálogo libre entre los hombres, pero paralelamente favoreció el nacimiento de la ideología que había de llevar a la actual disolución comunicativa.

En su conocido “den Leuten auf’s Maul redden” (hablar el idioma de la gente), estaban ya implícitas las mil formas de la demagogia de nuestro siglo; así como en la “guerra de los panfletos” por él desatada es posible descubrir los antecedentes estilísticos de muchos de los debates de hoy. En realidad, no se sabe que ha sido más nefasto en Lutero si su propósito de coincidir, a cualquier precio, con el “simple laico” o su manía de combatir las ideas adversas con injurias; si su oportunismo de la coincidencia o su oportunismo de la diferencia. Los primeros caudillos protestantes quisieron romper el silencio medieval, pero fueron incapaces de reinventar el diálogo. Uno de ellos, por ejemplo, el discutido caballero Ulrich von Hutten, inspirado en las obras de Luciano, intentó dar a sus libelos la forma dialogada. Como era de imaginar el resultado fue grotesco porque, en esencia, el libelo imposibilita el diálogo. Las veinticuatro tesis expuestas por Lutero en las puertas de la iglesia del castillo de Wittemberg quebraron, sin duda, el silencio medieval. No obstante, el pesado silencio que hoy parece cernirse sobre los hombres, es, en el fondo, más inquietante que aquél: no lo determinan, como en la Edad Media, la relativa pobreza de palabras y de imágenes sino su profusión ininteligible. A través de Lutero hemos pasado de un silencio cerrado a un silencio abierto.

Voltaire fue, segíín Lanson, Barnes-Becker y Ferguson, el primer “historiador de la cultura”. Su propósito consistió en liberarse de la tiranía de la historia política, es decir, el mismo propósito que Burckhardt, en el siglo XIX, supo llevar tan holgadamente al éxito. Como lo hace notar más de una vez en su “Essai sur les moeurs et l’esprit des nations”, su interés histórico se orienta siempre hacia las opiniones, rara vez hacia los hechos. La “tolerancia” de Voltaire era el producto de su filosofía de la historia; para él, como para la mayoría de los racionalistas setecentistas, preservar el curso de las opiniones era garantizar el movimiento histórico.

Esta doctrina, aligerada de algunas insuficiencias conceptuales, hubiera podido aplazar, por un tiempo y en un cierto plano, la crisis moderna de la comunicación; pero el mismo Voltaire – al igual que Lutero – favoreció las corrientes adversas a esta posibilidad. En efecto, contradiciendo radicalmente su posición historiográfica, denunció – el primero – que las disputas entre jesuitas y jansenistas se debían más a ciertas especulaciones financieras de sus miembros que a diferencias teológicas entre ellos; éste fue, en rigor, uno de los primeros pasos en el sentido de mirar la relación entre las cosas como la verdadera cara de la relación entre los hombres.. Digamos, pues, que aquí comienza el descrédito definitivo del diálogo humano; aquí caduca la esperanza de Sócrates, Luciano, San Agustín y Ficino de hacer del diálogo el fundamento de la definición antropológica. El carácter particularmente crítico de la nueva situación, se debe, en principio, a que los elementos que concurren a definirla no son negativos. Es cierto que el más tradicional medio de comunicación – el diálogo – ha sido denunciado y abandonado a la intemperie, pero lo que se ha perdido en relación humana hay que confesar que se ha ganado en relación con el mundo.

Los pensadores liberales de la segunda mitad del siglo XIX negaron, en parte, legitimidad a este modo de ver. Si reconocieron (los menos obstinados) que el diálogo estaba en crisis, no se resignaron, en cambio, a admitir el conflicto entre las opiniones y los hechos, entre la cultura y la crónica. Teóricos de la “burguesía progresista” preferían seguir fieles a la idea de que la relación social “no debía ser entre hombres sino entre hombres y cosas” (Christopher Caudwell). De este modo, confiaban, por un lado, fortalecer el poder cognoscitivo y pragmática del individuo; por otro, asegurar al espíritu su libertad. Nuestro siglo ha demostrado hasta qué punto las aspiraciones del liberalismo eran infundadas.

Marx, partiendo de Hegel y de Feuerbach, encaró el desenmascaramiento de todas las formas mistificadas. La realidad que Voltaire accidentalmente había entrevisto – la relación entre las cosas como la verdadera cara de la relación entre los hombres –, asume en Marx el carácter de una premisa metodológica. Para él, el sacrificio del hombre en beneficio del producto llevó a la sociedad burguesa al sacrificio de la comunicación entre los hombres, es decir, a lo que Marx denomina, hegelianamente, “la alineación del hombre a su ser genérico”. Pero Marx ha sido muy parco en describir el tipo de comunicación que podría reemplazar a la actual; sus continuadores, por su parte, se han encargado de confundir más todavía las cosas. Por el momento, la comunicación socialista se parece más al silencio medieval, preluterano, cerrado, que a un diálogo creador de nuevo tipo.

De lo dicho hasta aquí se desprende que la comunicación no es un problema aislado; hoy por hoy, puede afirmarse que es difícil encontrar una disciplina del saber que no denuncie algún punto de contacto con ella. No obstante, la comunicación no es una realidad que interese sólo a la reflexión del filósofo o a la pesquisa del sociólogo, es también una realidad que preocupa, acaso de un modo más urgente e insoslayable, a quien debe dar forma objetiva a esa realidad. La comunicación, por ejemplo, puede ser el tema central de una filosofía adentrada en la cuestión de la “intimidad” y “publicidad” del ser – como en la de Jaspers o Euber – o de múltiples esfuerzos científicos conjugados en el propósito de encontrar (o extraviar definitivamente) la condición humana – como en la cibernética de Wiener –, pero además, y principalmente, la comunicación es el tema central de los que tienen la responsabilidad de elaborar, inventar o poner en circulación los signos o símbolos que la hacen posible; tanto a los que han planteado su tarea en términos “indirectos”, a través de los géneros tradicionales de la expresión – pintura, escultura, arquitectura, poesía, música – cuanto a los que han preferido los términos “directos”, a través de los procedimientos de alcance multitudinario – artes gráficas, cine, televisión, fotografía, radio. Para quienes producen los hechos comunicativos, la cuestión de fondo es averiguar qué, cómo y cuándo hay que comunicar. Las diferentes respuestas que ellos consigan dar a estas preguntas han de caracterizar y definir el sentido social de sus respectivas obras. De ahí que, en alguna medida, siempre tengan conciencia (buena o mala) de estar operando en el punto neurálgico de la sociedad en que viven. El especialista en comunicación visual, por ejemplo, sabe que es responsable (o cómplice) de todo lo que ocurre con los ojos del hombre común. De todo lo que habita en ellos: fantasmas, hipogrifos o certidumbres. Ninguno llega a ignorar que su misión es fabricar ideologías o participar activamente de su demolición.

Hay, sin embargo, algunas diferencias. O grados. Los creadores que se especializan en los “géneros tradicionales de la expresión” no coinciden todos en que sus obras deban ser necesariamente comunicativas; el acuerdo, en cambio, es unánime entre los que se valen de los “procedimientos de alcance multitudinario”. Es que un pintor puede desdeñar la comunicación, y tal vez logre articular alguna argumentación favorable a su actitud, pero en el caso de un diseñador de carteles luminosos ¿a qué argumentación éste podría acudir para justificar una actitud similar?

Hemos mencionado antes la naturaleza indirecta de los “géneros tradicionales de la expresión” y la naturaleza directa de los “procedimientos de alcance multitudinario”. Por otra parte, acabamos de ver que el carácter comunicativo de estos últimos no puede ser puesto en duda sin arriesgarse, quien así lo hiciera, al absurdo o a la impostura. La causa debe buscarse en el modo directo de gravitación pública de estos procedimientos. Los contenidos comunicativos de que son portadores se expanden sin intermediarios y en el momento mismo de su aparición. También hemos hecho notar que existe menos claridad y, por lo tanto, menos coincidencia, en lo que se refiere a los citados en primer término, esto es, a los “géneros tradicionales de la expresión”. Tanto es así que puede haber quien se aventure, sin mayores riesgos, a discutir su carácter comunicativo. Aquí es el modo indirecto – mediato y a largo plazo – el que favorece estas actitudes.

Dejando de lado los casos extremos, es evidente que la mayoría acepta el carácter comunicativo de los “géneros tradicionales de la expresión”, acepta, en otras palabras, la comunicación artística.

Entre los creadores de la comunicación artística es posible distinguir hoy dos posiciones: los que “no” se resignan y los que se resignan “demasiado” al carácter indirecto de la comunicación artística; los que quieren que ella ocurra sin intercesiones extrañas y dilatorias, de un modo cada vez más directo, y los que se despreocupan totalmente de los aspectos comunicativos, confiados en que el tiempo se encargará de poner de manifiesto los contenidos hoy ocultos de sus obras.

Esto ha llevado, por un lado, a un arte basado puramente en la crónica; por otro, a un arte que abusa de sus prerrogativas y que se desvitaliza progresivamente.

Dos caras de una misma realidad: la subestimación filistea de la importancia social del arte; el equívoco alevoso de suponer que el hecho artístico sólo tiene valor en la medida que documenta o decora, ilustra o divierte. Se pretende así doblegar el arte, impidiéndole funciones subalternas, restándole fulgor y hondura; se quiere relegarlo a funciones de amanuense de la historia o de suministrador educado de “pequeñas sensaciones” – placenteras, sorprendentes o entretenidas. En el fondo, detrás del intento de domesticación del arte se esconde el de domesticación del hombre. Porque el arte – que lo comprendan quienes se resistan a ello – es el laboratorio del hombre. No sólo donde el hombre experimenta, sino donde, palmo a palmo, el hombre se conquista y se afianza. En el arte, y no en otro lado, es donde el hombre forja los significados (símbolos o signos), materia prima de la comunicación.

Por el momento, todo intento de inmediatizar el arte tiene su origen, próximo o remoto, evidente u oculto, en alguna forma de escepticismo con respecto a la cultura. Esto no quiere decir que, en el porvenir, la situación sea inmodificable. Hay que contar con la posibilidad de que la vida humana llegue a ser más intensa y espiritual, que los límites entre lo inmediato y lo mediato, entre lo directo y lo indirecto, sean definitivamente borrados. Que lleguemos a vivir, para emplear las palabras de Bachelard, en un continuo estado de explosión, es decir, en un continuo estado de comunicación.

Edición Facsimilar

Pág. 1
Pág. 2
Pág. 3
Pág. 4
Pág. 5
Pág. 6
Pág. 7
Pág. 8

Otras Imágenes

T. M. "Construcción", 1945.
T. M. "Construcción de 2 elementos", 1953. Oleo sobre tela, 70x100cm.
T. M. "Desarrollo de un Triángulo", 1951. Oleo sobre tela, 60x80cm.
T. M. "Tema Central 5", 1953, Gouache, 80x80cm.