Cuaderno de lectura 2, Godofredo Iommi - Hay que ser absolutamente moderno

De Casiopea



TítuloCuaderno de Lectura 2: Godofredo Iommi "Hay que ser absolutamente moderno"
AsignaturaTaller del Hacer Visible
Del CursoTaller del Hacer Visible 2020
CarrerasDiseño, Diseño Gráfico"Diseño Gráfico" is not in the list (Arquitectura, Diseño, Magíster, Otra) of allowed values for the "Carreras Relacionadas" property.
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Alumno(s)Fauve Bellenger

Hay que ser absolutamente moderno por Godofredo Iommi (fragmento)


«Tenir le pas gagné; Il faut être absolument moderne». «Mantener el paso ganado. Hay que ser absolutamente moderno». Así dice Rimbaud a los finales de la Temporada en el Infierno. ¿Qué quiere decir moderno? ¿Qué quiere decir absolutamente? Decir «moderno» implica algo que no lo es y algo que lo inaugura. Vamos a tratar de indicarlo anotando la vuelta de llave que al mismo tiempo cierra y abre un campo. Un campo distinto al que estaba vigente. Distinto no supone necesariamente contradictorio. Pero se trata de un campo tal que concierne a la actividad humana. Por diversas vías podría llegarse a mostrar el giro que abre la modernidad. Escogemos uno, el que nos es más familiar -el camino de la palabra poética- y en él va implícita la noción de «poiesis-techne» en su acepción mayor: la de todo trabajo «creativo». Trataremos de mostrar el paso de la armonía como objetivo a lo desconocido como horizonte.

El proceso de creación es desconocido, en el sentido que la experimentación no tiene por qué dar un resultado esperado, ya que se corre el riesgo de quedar atrapado en ella. Se deja de ser experimentación y ya se convierte en un acto repetitivo de causalidad.

Conviene acercarnos a lo que se entiende por palabra y más específicamente por palabra poética. En vez de preguntamos por el ser de la palabra con la esperanza siempre fallida de encontrar una definición vamos a preguntarnos de suerte que la función de la palabra se haga presente. Digamos: ¿para qué existe la palabra? Se suele responder que para comunicar algo. Comunicar supone un emisor y un receptor de quien se presume que entiende el mensaje transmitido. La palabra como comunicación es el postulado de toda lingüística. Se puede comunicar algo que el emisor y el receptor conocen por anticipado. Se puede comunicar algo que el receptor no conoce por anticipado, pero que a partir de algo conocido y por vía deductiva, también conocida, alcanza a comprender.

Se dice que, la responsabilidad de la comprensión del mensaje por parte del receptor recae en el emisor. El tiene que transmitir lo que desea transmitir de la manera más fiel a su intención.

Es decir, se puede hablar de o acerca de algo. ¿Pero agotan tales dichos la noción de palabra? No, nos parece que no. De hecho, la palabra puede referirse a sí misma instituyendo un meta-lenguaje. Pero la palabra poética no es un metalenguaje. Es el decir que se maravilla de su decir. Es decir, es la palabra por la palabra misma. La posibilidad de decir extendida en un dicho y manifestándose como tal es la palabra poética. Por cierto que toda palabra sin excepción trae consigo un orden, una emisión o escritura, y una significación. Pero la palabra poética es la que con todo ello y más nos revela la posibilidad misma de decir. En este sentido la palabra poética se las ha de haber con el ser propio del lenguaje.

La palabra poética tiene una razón en si misma que es transmitir un mensaje y a su vez abrir un horizonte, no es un método de comunicación, es una expresión intencionada que se vale de la estética. Es una alegoría ritmica que no pretende tener un fin, solo se vale de su existencia.

Vamos a señalar dos momentos de esta palabra: el de armonía y el momento de lo desconocido. ¿Cuál es la relación de palabra y armonía? Para discernirla es necesario recapitular la función de la palabra en el mundo griego que origina poéticamente nuestro lenguaje. Walter Otto recoge el siguiente relato acerca del origen de la palabra en su función primordial: «Zeus termina la construcción de un mundo. Todos los dioses están presentes. Sobreviene un admirable silencio, estupor ante la belleza de lo construido. Entonces Zeus pregunta a los dioses si falta algo para que la construcción sea perfecta. Los dioses convienen que algo falta. ¿Qué? Falta la palabra, pues sólo la palabra elogia. Y entonces Zeus crea las Musas».

En el relato la palabra es originaria de las Musas –se trata pues de todas las artes. En seguida su función primordial es el elogio. El elogio es de suyo el reconocimiento. En el fondo la vía o método del conocimiento es el elogio que nace de la admiración. Esta es una con-sonancia, del mundo que se abre en palabra. La consonancia manifiesta consigo la armonía mundana. De hecho, la palabra consonante al consonar desvela la armonía, la elogia, la reconoce y al mismo tiempo se indica a sí misma como función desvelante.

Así, la palabra poética es la consonancia de la armonía esencial. Los griegos supieron y construyeron esta palabra. Ellos la distinguieron de la palabra propia del juicio como anterior a él. En la Teogonía de Hesíodo se expone este origen de la palabra poética: «...éstas pues a mí primerísimamente las diosas, palabras dijeron, Musas Olímpicas, hijas de Zeus egídeo: —Pastores agrestes, descarados, semejantes a vientres sabemos falsías muchas decir a verdades semejantes; mas sabemos cuándo queremos verdades proclamar».

Las Musas dan la palabra a Hesíodo a fin de que los hombres sin cara, informes aún, se eleven hasta sus propios rostros. Para ello ¿qué palabra le dan? La palabra poética, la palabra que elogia, la de himno, la que canta. Es una tal que puede decir verdad o falsedad. Es decir, anterior a ambas, anterior al juicio, aún no verdad ni falsía. Antes que nada es una palabra tal que revela, consigo, su propia posibilidad de ser palabra.

La palabra hace visible el mundo de aquellos que no poseen rostro, ya que devela lo que habita en cada uno.

A ésta los griegos la llamaron «mito». Boissacq señala que «mito» viene de la raíz «miein» que implica «misterión» - «mistikos», del verbo «miein» que quiere decir: abrir y cerrar los ojos –ver parpadeando en un ritmo recurrente. La palabra que ve parpadeando es «mito». Conviene subrayar que la palabra o «mito» no lo es porque narra, porque significa sino porque primariamente dice esa mirada parpadeante o ritmo, Hjalmar Frisk en su diccionario etimológico de 1960 concuerda con Boissacq.

Gaeger en su Aristóteles (México 1946, p. 368) a propósito del fragmento 668 que dice: «cuanto más solitario y aislado estoy, tanto más he llegado a amar los mitos», escribe, «una cosa es ver elementos filosóficos en el amor al mito y otra que el filósofo se re-cree como hace Aristóteles en este fragmento, en volver después de sus largas luces con los problemas al lenguaje semioculto, ilógico, oscuro, pero sugestivo del mito». Gaeger subraya: lenguaje ilógico, oscuro, sugestivo –palabra anterior al juicio, según los griegos.

La poesía occidental se atiene a esa palabra que llamamos poética.

¿Qué indica primordialmente el mito? El cántico de las Musas. ¿Y éste? El «Kallos» que se puede traducir por belleza. ¿Y la belleza? Esta se funda en la armonía, es su resplandor. Este modo de la «poiesis» atraviesa los siglos manifestándose en múltiples facetas. Para comprender qué significa «armonía» y constatar la persistencia de la noción leeremos a un gran arquitecto del renacimiento italiano: Leon Battista Alberti. Dice Alberti en De re Ædificatoria: «Definiremos la belleza como armonía, la armonía de todas las partes entre sí… de tal modo que no se pueda aumentar, disminuir o cambiar sino para peor... Es el resultado de este gran valor y casi divino para obtener el cual, es necesario empeñar todo el ingenio y toda la habilidad técnica de la que uno está provisto».

La armonía entendida como un absoluto que mueve a buscar las proporciones áureas, el equilibrio y el contacto con lo divino

¿Pero, qué quiere decir «armonía de las partes entre sí»? Alberti aclara: «Es una cualidad resultante de la conexión y unión de los elementos y en ella resplandece toda la forma de la belleza y que nosotros llamamos conccinnitas» –agrega– «Es deber y tarea de la «conccinnitas» ordenar según leyes precisas las partes que por su propia naturaleza serían distintas entre sí, de modo que su aspecto presente una recíproca concordancia ». Dice Alberti que la «conccinnitas» se nutre de la gracia y decoro –decoro en latín quiere decir esplendor. Pero ¿por qué es posible la «conccinnitas»? ¿De dónde procede? Alberti anota «en cualquier cosa que percibamos por vía auditiva, visual o de otro género enseguida advertimos lo que corresponde a la «conccinnitas». Por instinto natural aspiramos a lo mejor, a lo óptimo y con voluptuosidad adherimos. La «conccinnitas» se manifiesta en el organismo entero… Abraza la vida entera del hombre y sus leyes, preside toda la naturaleza» –Alberti tomó el término de Cicerón que lo aplicaba al discurso. Pero su transfondo es la palabra griega «kalokagadzia».

Cristos Clairis, el lingüista griego, se opone a toda traducción del término. Tiene razón. En nuestras lenguas no existe un vocablo que reúna y funde la noción de belleza y bondad. Cualquier traducción la equivoca gravemente.

La procedencia de la palabra conccinnitas posee muchas acepciones, la polisemia de la palabra en este caso no limita su entendimiento, si no que abre un horizonte donde la sensibilidad ayuda a percibirla de manera casi visceral. El ojo busca la armonía, en la creación porque sirve de guía para acercarse a lo deseado, con resultados a veces inesperados.

Tal vez podamos vislumbrar algo de lo que indica esa armonía griega a través de un concepto de simetría compleja. Esa armonía sube de los pitagóricos a Platón. Una concordancia o trama de cosmos-caos patente en el universo entero, el ser humano incluido. «Conccinnitas», que Alberti llamará «compañera del ánimo y la razón». Acoger la palabra poética (oral o escrita, arquitectónica, escultórica, pictórica o musical) es consonar con la armonía cósmica que manifiesta la obra.

La palabra poética crea su propio ritmo para ser fiel a su intención

Así se abrió la poiesis-techne y la que Heidegger llama filosofía. Para constatar la fuerza y fecundidad de esa armonía tomaremos un ejemplo que procede de la relación pitagórica entre música y astronomía. Se trata de la llamada música de las esferas. Platón la describe en el libro X de la República. Kepler dio firme base matemática a la teoría heliocéntrica de Copérnico. Ya no más el sol girando alrededor de la tierra sino lo contrario de lo que vemos: la tierra girando en torno al sol. Su obra se llama De Harmonice Mundi (Lo que Concierne a las Armonías del Mundo), publicada en 1619. Los pitagóricos señalaban las notas musicales inaudibles, pero existentes entre planeta y planeta. Kepler creía lo mismo con una variante, que sólo podían ser oídas por el sol. Creía algo semejante a lo que pensaron los teóricos de la música en el Renacimiento. Entre ellos Galilei, el padre de Galileo y Francesco Salinas. «Por intentar relacionar la armonía (musical) con el movimiento planetario, más específicamente entre las distancias de los planetas con el sol» ,escribe Eugene Helm en 1967– «descubre su famosa tercera ley (t2/d3)-k donde t es el período de revolución de un planeta, d es la distancia promedio al sol y k es una constante...». Agrega Helm, «la fórmula parece antiséptica, pero como mucho de la matemática proviene del poder estético natural». El mundo es por armonía y se trata –el hacer mundo– de revelarla, doquier de suerte que con-suene con la que nosotros mismos somos. Esta visión atravesó 27 siglos hasta la irrupción de otro horizonte; el amor a lo desconocido o modernidad.