Contemporaneidad en la Escultura

De Casiopea
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TítuloContemporaneidad en la Escultura
Año1982
AutorClaudio Girola
Tipo de PublicaciónCapítulo de Libro
EditorialTaller de Investigaciones Gráficas, Escuela de Arquitectura, UCV
Edición1a
ColecciónOficio
CiudadViña del Mar
Palabras Claveescultura, arte, taller de amereida, constel
Código
724.6 CRU
PDFArchivo:OFI 1982 Contemporaneidad Escultura.pdf
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NotaClases dictadas en la Escuela de Arquitectura de la UCV - Chile durante el Taller de América de 1979.

Parte I.

El llamado, la advertencia hecha por Rimbaud al pronunciar: “Hay que ser absolutamente moderno”, puede ser interpretado de muchas maneras. Yo quiero interpretarlo como un llamado al SER. Involucrando todas las significaciones que se le ha dado al vocablo.

Ser como esencia, como existencia, como substancia, como ente. Es un llamado al que debe ser, no a lo que es.

El que debe ser moderno es el artista, el ser del hombre artista, en su existencia, en su esencialidad, en su substancialidad y en su entidad.

No creo que la advertencia se dirija al Arte; puesto que éste siempre es. El Arte, fue, es y será moderno.

Su modernidad tiene ya cuarenta mil años. Es el hombre que cada vez en estos cuarenta mil años y todos los “cada vez” de un futuro, que casi se hace infinito para el tiempo humano debe hacerse moderno.

Moderno significa “ahora mismo”; “hace un momento”.

Ahora mismo debo decirles como hace un momento; es decir treinta y seis años atrás, comencé a entrar en nuestra modernidad.

En el año 1943, estudiaba en la Academia de Bellas Artes de Buenos Aires. Como todos los años se realizaba en aquel entonces, lo que se consideraba el evento artístico más importante, el Salón Nacional de Artes Plásticas. Ese año, el de 1943, el gran premio se le otorgó a un pintor que nosotros –los estudiantes de Bellas Artes– conocíamos bien porque era profesor de la Academia. Cuando digo que conocíamos bien, debe aclarar que la expresión encierra un juicio crítico, conocíamos bien lo malo que era, artísticamente hablando.

Entre el estudiantado fue creciendo el deseo de protestar y así fue que se decidió publicar un manifiesto. Manifiesto que debíamos redactar cuatro alumnos designados para ello. Alfredo Hlito, pintor; Tomás Maldonado, pintor, publicista y teórico; Jorge Brito, estudiante y el que habla. Debía ser firmado por todo el alumnado, en aquella época más de setecientos alumnos. Sólo lo firmamos los cuatro que lo redactamos. Se imprimió y se distribuyó en forma de planfleto en toda la ciudad y especialmente en los alrededores del local donde se realizaba el Salón Nacional.

Tuvimos hasta la osadía de colgarle un ejemplar en el marco del cuadro premiado. La Dirección de la Academia nos mandó llamar y nos leyeron los reglamentos. Los alumnos de Bellas Artes no podían emitir juicios críticos públicamente de los artistas, sea que fueran profesores o no de la Academia, por lo tanto, o nos rectificábamos públicamente o nos ratificábamos privadamente. En un caso podíamos seguir nuestros estudios, en el otro quedábamos excluidos. Quedamos excluidos.

En ese manifiesto juvenil decíamos tres cosas que fueron importantes para la actitud y evolución de nuestro trabajo:

Primero: “En nosotros hoy sólo está la pasión y el verbo; la obra no existe, no puede existir todavía. No nos pidáis que mostremos la creación como precio de nuestro atrevimiento. Esa es una añeja táctica para acobardarnos, pero en esta ocasión nada logra, pues es más fuerte el deseo de decir la verdad que el temor de ser acusados por los picapedreros del arte argentino”.

Segundo: “la única cosa de que uno puede enorgullecerse es de haber hecho la obra de tal modo que nadie pueda pensar en concedernos una recompensa oficial”.

Tercero: “acusamos también a todos los pintores vanguardistas de la pasada generación por haber traicionado las inquietudes de sus primeras épocas…”

El manifiesto concluía con una exclamación del pintor futurista italiano Carlos Carrà, quien dice así: “Es necesario suprimir a los imbéciles del arte”. Creo que, por decirlo así, ese manifiesto fue como un bautizo; nacimos a la vida del arte por la pasión, el verbo, la obra no conformista, la vigilancia en mantener abiertas las inquietudes, no traicionarlas.

Antes de eso había nacido ya a la vida de la artesanía que todo arte tiene, y el escultórico en particular. Se me dio como algo sin solución de continuidad, es decir, sin interrupciones, puesto que de niño la escultura, la orfebrería, la fundición de los metales, la acuñación de los mismos, eran mi ámbito. Mi padre era escultor y tenía un gran taller en que se desarrollaban todas esas artesanías.

Cuando llegué a la edad en que del aprendizaje por osmosis se debe pasar al técnico, mi padre me envió donde un pintor, Pedro Fornells, segundo maestro que tuve, y que me enseñó a dibujar del natural. En los años de permanencia en la Academia, mi maestro de escultura fue Alfredo Bigatti; inmediatamente después de dejar la Academia tuve otro maestro, el escultor Antonio Sibellino y posteriormente, habiendo ya fundado en 1945 junto con Maldonado, Hlito, Enio Iommi y otros más el Movimiento Arte Concreto, durante mi viaje a Europa en 1949, me hice discípulo de Georges Vantongerloo, pintor y escultor fundador junto con Mondrian y otros, del Movimiento Neo-plasticista. Estos cinco artistas fueron mis maestros de escultura y dibujo.

En un libro publicado en Argentina por Jorge Romero Brest, crítico de Arte, hay un capítulo que se titula “los nuevos de entonces” cuyo primer acápite está dedicado a los “Concretos”, así se nos identificaba en la época en Buenos Aires. Transcribo un párrafo: “Un asomo de solución a la crisis en que se hallaba el arte nacional después de la Segunda Guerra Mundial fue dada por los artistas que se llamaron concretos. Francisco Bullrich dice, en un trabajo inédito, que hacia 1944-45 aquéllos tenían una información fragmentaria del movimiento europeo y que recién en 1948 pudo observarse la influencia de Vantongerloo, Max Bill y Vordemberge en las obras que hicieron, después de los viajes a Europa de Maldonado y Girola. También por la vinculación con el arquitecto italiano Ernesto Rogers, que vivió unos meses en Argentina”. Hasta aquí el párrafo. Curiosa impresión siempre, ésta de verse retratado por una crónica. Yo tengo que corregirle algo a esa crónica. La información entre 1944-45, en cuanto tal, sí efectivamente fue fragmentaria. Por primera vez nombres más allá de Picasso, Rodín, Brancusi, Stravinsky, aparecían Mondrian, Kandinsky, Klee, Vantongerloo, Schoenberg. Pero para ser fieles a la verdad un poco antes de la llegada de esta información nos habíamos cuestionado a fondo. Por lo menos en el recuerdo, el pintor Alfredo Hlito y yo manteníamos abierto el diálogo que giraba en torno a temas como el que desarrolla esta carta que le escribí en el año 1944: “En Mayo de este año me di cuenta que lo que creía ser un período de descanso era un tiempo de reflexión. Sin proponérmelo y casi sin darme cuenta me vi envuelto en el ámbito de ella. Reflexión, para quien la creatividad se da por el doble juego de la acción de las manos y la intelección de las formas, trae aparejado, en cierto sentido, un ir despojándose de lo que al cabo de un período de labor se ha ido acumulando y estableciendo como norma, resguardando de esa manera, a manera de fortaleza, la fragilidad del ser de aquella creatividad que se ejerce. Ir despojándose entonces del resguardo es permitir que se establezca en el seno de la creatividad la incertidumbre. No la duda. Sino la incertidumbre, aquélla que es caracterizada por esa sensación de sequedad, aquélla que nos trae la impresión de haber sido transportados y depositados en el desierto, en la aridez, en la imposibilidad de expresar. Aquélla que nos deja realmente en el desierto, puesto que uno no abandona sino lo que ama y lo que ama es lo que conoce no lo que desconoce. Reflexión contemplativa a cambio de la normal reflexión activa en la que se desarrollan y conjugan las obras y la vida. Pudiera parecer, si se piensa en términos de pro o contra, que el estadio en que nos coloca la meditación que instala la incertidumbre en el seno de la creatividad, fuera de características negativas, desfavorables, destructivas. Me parece que por el contrario nada tiene de negativa.

Atravesando la experiencia, y sólo por medio de ella, se nos revela el don y la herencia. Es decir, la ausencia o mejor dicho el retraimiento del don nos trae la certeza de la existencia del mismo en primer lugar, en segundo lugar nos trae la certeza de que uno no es un productor de objetos de arte y en tercer lugar trae la certeza de que uno es “instrumento” del don.

Rimbaud, recuerdas, dice “Yo soy otro”. Nunca he supuesto nada psicológico en el dicho. No se trata de un estado de inconciencia idealizada. Al contrario, puedo asegurar que lo que se palpa en las arenas que se escurren de nuestras manos, en los períodos de desierto, se palpa con una conciencia afinada, exacerbada diría; con una conciencia toda hecha percepción sensible a los matices más leves, más delicados y suaves de la fragilidad del ser de la creatividad. Y ante la fragilidad de ese ser la conciencia encuentra su estado más puro, más fuerte, más bello; se hace hija de Penia, la pobreza, madre de Eros, se hace pobre de espíritu. Y allí en medio de la aridez, la fragilidad y la pobreza se nutre la esperanza del retorno, del renacer del ave Fénix. Y cuando el don vuelve comprendemos que un algo de esencial de la creatividad reside en su forma de ser frágil, en su posibilidad de aparecer rota, en la amenaza de no ser –que sin embargo nunca es.

Comprendemos que la pobreza de espíritu trae aparejada el poder de quitarles autosuficiencia y autodeterminación suficiente al poder hacer cosas. Y empezamos a aprender a vivir en el otro, no con el otro, siendo cada vez más arco o violín tensionado, presto al disparo o al estallido de la nota. Otra vez Rimbaud: “él deberá hacer sentir, palpar, escuchar sus invenciones; lo que trae de allá tiene forma, le da forma, si es informe, da lo informe”. Te cuento todo esto ahora y me pregunto por qué. Creo que es porque lo único que podemos comunicar es lo que nos pasa. Y se lo podemos comunicar solamente a aquéllos que reconocemos como prójimos, a los que alguna vez han estado en el desierto. De esta manera el espacio y el tiempo que contienen una hoja de veintisiete centímetros tiene la misma dimensión que una sala, con luces, muebles, objetos, bebidas donde los interlocutores disponen de toda una noche para dejar transcurrir sus voces, sus silencios y sus gestos”.

La impresión, que antes llamaba curiosa, ante la noticia que da la crónica de un crítico de arte, en verdad es curiosa por lo que tiene de impúdica. Si antes de que nos llegaran las informaciones sobre el arte abstracto estábamos en la situación que reseña la carta el “asomo de solución” es una frase pornográfica.

Cuando yo digo que nos habíamos cuestionado a fondo, no era en vista a “un asomo de solución”, sino en vista al enfrentamiento, al cómo debía enfrentarse y resolverse el testimonio, la obra, que todo hombre –sea en el arte, la artesanía u otro oficio– debe dejar. ¿Qué es lo que intuíamos que había que abandonar, qué es lo que habíamos amado hasta ese momento? ¿Por qué no lo amábamos más?

La escultura debía abandonar los cánones. Literalmente hablando, había que abandonar los cánones. ¿Qué era lo que conllevaba como tácito toda obra hasta ese momento? El canon. En griego esta palabra significa “tallo” por extensión “vara”, “norma”, “regla”. Había que abandonar una manera de medir que actuaba como esqueleto, como estructura del abanico que toda obra despliega y que va recíprocamente de la técnica a la expresión.

En mi caso en particular y particularizadamente debía abandonar un medio que se concretaba en el canon antropomórfico. Yo no estoy hablando de tal o cual canon, estoy hablando de que había dejado de amar todo antropomorfismo canónico. La obra no debía medirse más por ella. Había que cortar el tallo. Pero, insisto en un punto, solamente es posible cortar con algo cuando se ha agotado toda la capacidad expresiva, formal de esa convención que se constituye como modo de expresión.

En el caso de la escultura, el canon obligado del antropomorfismo, el canon humano, traía aparejado no una consecuencia sino otro protagonista, quizá el principal mirado desde el punto de la expresividad: el tema.

En la antigüedad de todo pueblo y de toda civilización, el tema del arte y por consiguiente el de la escultura, fue el del lenguaje de los dioses.

Después sobrevino –cuando los dioses se retiraron– el arte, incluyendo la escultura cuyo lenguaje era el de mentar la ausencia de los dioses.

Mentar la ausencia del dios equivalió a darle a la anécdota literaria, a la anécdota psicológica, a la anécdota sentimental. A las significaciones emocionales. Todo esto se nos tornó sin sentido. Es decir, no significaba nada más para nosotros. No eran ya signos de nada. Eran pura proporción; pasamos del antropomorfismo a la antropometría. Los modelos nos habían sido proporcionados. No habían sido buscados ni encontrados. Por lo tanto nos sucedía que estábamos en algo y ante algo que antes que bello, era conocido. Toda proporción es conocida porque se establece como medida. La medida o canon antropométrico era ya un procedimiento. Había que desproporcionarse, había que crear o adherirse a algo que fuera bello antes que conocido. La aventura es bella porque no conoce lo que le deparará la peripecia.

Y entonces en ese momento apareció para nosotros, mejor dicho, nació para nosotros el arte abstracto, que en aquel momento llamábamos concreto, liberado de todo antropomorfismo, por lo tanto, no se medía más que ninguna antropometría. Entramos de lleno en la figuración geométrica.

Desde entonces hasta el día de hoy, por decir así, he trabajado dentro de los propósitos de la convención creada por el arte abstracto, rigurosamente geométrico en mis comienzos y posteriormente menos geometrizados, pero siempre dentro de la abstracción no-figurativa.

Sin dejar de trabajar en esta orientación, he vuelto a poner en cuestión –de manera muy distinta al modo como describía la carta que leí antes– me cuestiono y cuestiono mi trabajo, pero de otro modo. En 1970, realicé y expuse una gran escultura cuya problemática –en el buen sentido de la palabra– la describió Godofredo Iommi en el catálogo de aquella exposición: “En cuanto al canto mismo del quehacer en esta obra que juega hoy, se deshace aquí otro par de contrarios, totalidad y unidad. Es esta obra Una que se indica Total y se entrega restándose o dividiéndose en multiplicidad, tal que cada “fragmento” (¿verso?) es a su vez uno-todo”.

Si fue totalmente logrado o no ese propósito en esa obra, no cuenta tanto como el propósito mismo, puesto que hay que ser obediente –no al principio– el arte no trabaja con principios, no es principista, sino con propósitos.

Abolido el propósito organicista del canon antropomórfico quedó en pie, sin embargo, la noción que establece que la belleza no consiste en los elementos sino en la proporción armoniosa de las partes. La analogía.

El intento en aquella escultura presentada en Buenos Aires en 1970, el intento de que la parte fuera parte y todo al mismo tiempo que fuera parte de una totalidad –más allá de su propio todo– estaba dirigido a colmar la sentencia platónica, aquélla que establece que la más bella de las analogías es la que hace de sí misma y de las cosas que une una unidad completa. Colmar es llevar a un último grado de completamiento lo lleno, es aún lo que puede colocarse en algo ya lleno sin que todavía se desborde. La última gota de agua, la anterior a la que va a rebalsar la copa. La ley de la analogía platónica se acomodó tan bien en estos últimos 2.500 años a la mentalidad creativa, es tan vigorosa, tan adecuada y tan útil como, por otro lado, la perspectiva renacentista para representar la profundidad del espacio, que ya no percibimos si nosotros pensamos así o la analogía nos hace pensar así, en un caso y en el otro, si es que realmente vemos así o el sistema nos hace ver así.

Sin afanes superlativos, el propósito desde aquel entonces, desde aquella escultura, es trabajar tratando de mirar por otro cristal. Por ello es que Jorge Pérez Román, pintor, en aquel mismo catálogo, escribe:

“Te despides así con gracia y certero esquive de la “creación artística” indicando con ello un límite preciso al que has llegado”.

Pero esto es una operación que se rige por voluntades, sobreviene o no sobreviene. Para que sobrevenga, hay que cuestionarlo todo otra vez. Dejo para el final de estas exposiciones lo que pueda balbucear sobre lo que entreví hace tres años atrás y que aún hoy está en ejecución.

Para que ese balbuceo final pueda adquirir cierta realidad en la imaginación de cada uno de todos nosotros, siento que me es necesario desplegar sobre qué bases se asienta el trabajo de escultor y cuáles son los elementos constitutivos de este arte, para que de por sí, hagan comparecer el oficio de la obra hecha y que al final del discurso –así lo espero y a las musas me encomiendo– aparezca la nueva escultura; y cuando digo esto, no puedo dejar de tener en mente aquella frase de Iommi en el prólogo del catálogo antedicho: “(¿nueva? Sólo si por nueva se acepta cada alba).”

Parte II. El Trabajo de los Escultores

François Fédier dice que: “el escultor trabaja y pena como un verdadero obrero, con toda la variedad de herramientas y esfuerzos que comparten con el albañil, el electricista o el gasfiter”.

Especificidad de la Materia.

¿En qué consiste el trabajo del escultor?

En algo que no cambia. Lo que no cambia en escultura es lo que con toda propiedad llamamos el trabajo, no la obra. Sabido es que desde la conquista de América los indígenas entraron con mejor pie en la escultura que en la pintura de los siglos XVI - XVII - XVIII, puesto que no necesitaban poseer la mentalidad occidental, europea, para representar sus figuras en el espacio.

La perspectiva renacentista, el claro oscuro, la atmósfera pictórica como modalidades para representar el espacio no les fueron fácilmente asimilables. La escultura, la gran escultura pre-colombina les había dado una experimentada formación escultórica. El cambio de tema no significó para ellos una mentalidad que piensa abstractamente y trabaja el espacio de esa manera. La escultura canta al espacio en sí mismo en su propia concretitud del espacio. El proceso de elaboración material es el que no cambia para lograr la concreción del espacio. Y me atrevo a pensar que no porque no cambie está en el rango de segundo violín de la orquesta –es una peculiaridad propia de la escultura que la parte obrera, por llamarla así, la parte atlética– el esfuerzo es consustancial a la obra. Un esfuerzo que lo único que desea es cantar en una obra el espacio en sí no en la función de otra cosa que su propia corporeidad. Y cuando la obra es buena es porque ni tan siquiera aparece como ocupación del espacio sino que muestra en sí mismo el espacio que no es otra cosa que una fluyente, continuamente fluyente, libertad. Un no dejarse atrapar. Una buena escultura no ocupa el espacio sino que le da lugar y hace comparecer lugares.

Desmenucemos el trabajo del escultor:

En el año 1502, Miguel Angel se fastidia con uno de sus discípulos y lo reprende: “El tiempo gastado en dibujar rinde ciento por uno... dibuja Antonio; dibuja, dibuja... no pierdas tiempo!”

Quiero reparar en tres cosas, que desembocan en una: “No pierdas tiempo”. La primera es que hay que gastar tiempo para dibujar.

Pienso que lo específico del dibujo, lo más específico de él, no es tanto que la línea sea una invención propia de atrapar el espacio sino en la prescindencia de materia con el cual se constituye.

Dibujar es atrapar el espacio, hacerlo ver, sin usar nada y ninguna materia. Es la antípoda del trabajo escultórico que será siempre con materia imprescindiblemente. Es lo que antecede, es la antecedencia innegable, que por medio de él se interpretan las formas, se traducen los volúmenes y las superficies por líneas. Por eso es que rinde ciento por uno. Es anterior a toda materia porque prescinde de ella y sirve a los que fundamentalmente van a trabajar lo ponderable de la materia porque el trazo del dibujo nunca es la imitación de las líneas del objeto sino un trazo que abstrae, selecciona perfiles que lo natural presenta. Es una afirmación en el sentido de que afirma la forma de lo siempre cambiante del modelo. Afirma desde un límite, desde la línea que limita y por la cual comparece la forma. Un mal dibujo es aquél que no puede afirmar el límite y pretende vanamente seguir lo natural del natural.

Dibujar es escoger, seleccionar, abstraer de lo natural el rasgo necesario, ni tan siquiera el más elocuente, ése hay que dejarlo para los caricaturistas; presente el rasgo necesario. El escultor comienza dibujando, es decir, traduciendo volúmenes y superficies por líneas sobre una superficie, la de la hoja, que no ve como tal. El trazo del escultor es un trazo en profundidad no en extensión, porque él ve la superficie de la hoja en un permanente fondo de una dada profundidad. El dibujo del escultor es siempre una anotación de la profundidad no de la extensión de lo que dibuja.

Antecede a la profundidad de la materia. Se comienza por una abstracción. La paradoja es que todo aquél que haya hecho la experiencia aún a nivel primario de tener que tallar o modelar una masa se comportará ante ella exactamente al revés. Trabajará esa masa como fachadas, es decir, ante lo concreto de la tridimensionalidad se comportará como si estuviera ante lo bidimensional, por eso es que no girará en torno, sino que tratará las superficies de esa masa como planos y no como volumen.

La segunda cosa en la que quiero reparar, y que desembocará también en aquello de no perder tiempo, es que hay que gastar tiempo para no perderlo.

Este segundo “no pierdas tiempo Antonio” es un perder tiempo con respecto a qué? ¿Se referirá a no perder tiempo en el adiestrarse en una determinada técnica? Pienso que no exclusivamente. Imagino que sí cuando se incluye en ese adiestramiento el ejercicio de la reflexión que permite trascender el nivel fáctico, mecánico de un procedimiento.

La reflexión inevitablemente lo conduce a uno a comprender los supuestos que en la cosa misma está puesta en juego; es decir lo que constituyen ciertas necesidades que necesitan ser demostradas, como ser, por ejemplo, las propiedades de lo pétreo, de lo leñoso, de lo metálico, de lo arcilloso. Lo impenetrable, lo moldeable, lo fibroso, es decir, lo homogéneo o no homogéneo de la materia. Esto presupone entonces saber que aquello de que se trata es de la dureza del mineral, de lo moldeable en la tierra… etc. Toda necesidad es siempre de algo y este algo será siempre –en el caso de la escultura– lo pétreo en su ser impenetrable, lo metálico en su ser homogéneo, lo arcilloso en su ser moldeable. Este saber escultórico de las capacidades de ser de la materia es de orden videncial, no se verifica ni se deduce de la multiplicidad de cosas duras, maleables, fibrosas que nos rodean, va directo a lo inconmutable de la propiedad y peculiaridad de lo que es siempre ese ser impenetrable o moldeable. Si se establece o si se alcanza a establecer esta unidad interna entre videncia y saber “técnico, se alcanza la plenitud del oficio que se muestra en la obra como videncia del modelo”.

Rodin en su testamento lo dice: “Sólo se trata de “ver”. Indudablemente que un hombre mediocre por mucho que copie no hará nunca una obra de arte: es que en efecto él mirará sin “ver” el artista, por el contrario, sólo “ve”, es decir, sabe leer profundamente la naturaleza; por ello es que le basta dar fe a lo que ven sus ojos”.

Llamo videncia a este ver que sabe leer. Ahora bien, yo creo ese saber leer requiere de cierto estado. Ese estado se da, se suele dar, tengo dos ejemplos más adelante, uno de Alberto Giacometti y otro de Godofredo Iommi. Los dos, en situaciones distintas, van a hablar de la distracción. Estado que da un saber por contemplación o como lo llamo yo, por ver, por ver videncialmente.

En cuanto al otro saber ver que se refiere a la materia, no requiere de un estado sino más bien de un razonar, de un deducir de la experiencia que proporciona el trabajo escultórico.

Focillon afirma, hablando de escultura, que “la madera de la estatua no es ya la madera del árbol; el mármol esculpido no es ya el mármol de la cantera, el oro fundido, batido, es un metal inédito”. Sí y no, porque pienso que la madera, por ejemplo, no se reabsorbe por completo en la forma esculpida, siempre va a quedar en ella lo roble del roble. El escultor capta en su provecho lo que podría llamar –a falta de una palabra mejor– la “sustancia” del material. Las virtudes de la sustancia de una escultura forman parte de la forma como parte fundamental de la misma. Se puede pensar en una suerte de ontología, una ciencia del ser del material, por decirlo así, que la escultura drena en su provecho con toda concretitud en el fragmento de materia en la que inscribe la forma. Pletórica de la sustancia material que la compone, acrecienta el don de presencia que le otorga ya su tridimensionalidad verdadera y su peso real. Todo contribuye a hacer de ella una e-videncia.

La escultura se impone un ser simple puesto que intrínsecamente respeta la sustancia del material, al mismo tiempo que atiende a mantener un grado de despojamiento, por eso elige preferentemente la homogeneidad de un material y no la peligrosa, riesgosa ensambladuras heterogéneas que la pondrían en un pie muy próximo a la orfebrería.

Y por último, el tercer “tiempo” es el tiempo o temporalidad en la escultura, punto que hablaré en la próxima reunión.

Esculpir: Talla Directa.

El escultor esculpe, modela o ensambla. Veamos primero qué es esculpir.

Miguel Angel un día le da una serie de instrucciones orales a un maestro albañil sobre cómo tallar una estatuilla en la piedra. El maestro va ejecutando al dictado lo que Migue Angel le ordena: “profundiza esta parte, nivela aquella otra, pica aquí... alisa aquella superficie.”

Cuando se terminó de tallar la figura, Miguel Angel le preguntó al maestro: “Qué te parece”?

“Muy bien señor, le debo un gran favor.”

“Por qué?” responde Miguel Angel. El maestro albañil se demora un instante y luego le contesta: “Quién hubiera creído que había un hombre tan hermoso en una piedra tan tosca? Si usted no me hubiera hecho descubrirlo nunca lo hubiera visto adentro.”

Matisse, el pintor, hace unos años atrás publicó su libro titulado “Jazz”. En ese tiempo él trabajaba figuras de color recortadas con tijeras.

Dice en el prólogo de su libro: “Cortar en el color me hace acordar de la talla directa de los escultores. Este libro ha sido concebido con este espíritu”. F. Fédier dijo: “Que la estatua surja a partir de la escultura, he ahí el misterio de ese arte.”

Esculpir es sinónimo de talla directa. Es difícil, casi me atrevo a pensar que es imposible, para alguien que no es escultor imaginar lo que esto significa. Traducirlo a palabras es también difícil. Bloque pétreo o leñoso o metálico que comparece antes que nada como una “imposición“, es decir se yergue, cerrado, natural, semi elaborado ante uno.

Lo que se yergue es lo impenetrable, la densidad de la materia, el peso y gravedad. No se yergue un vacío sino que se yergue lo lleno. Se parte de lo lleno para descubrir, para ver lo que hay dentro. Y se parte en el puro riesgo de sostenerse en el compás de los ojos y en los ojos la videncia del modelo. Se esculpe directamente el bloqueo sin el auxilio de un modelo previo. No hay retroceso. La imagen, más elocuente que todas las palabras, del drama de este sin retroceso es posible verlo en la “Pieta Rondanini” de Miguel Angel en el Museo del Castello Sforzesco de Milán. La talla directa “impone” su disciplina al escultor y le obliga rigurosamente a respetar ciertos ritmos iniciales que van a constituir una garantía para la “unidad” de la obra, constructiva y plástica. En la piedra, en el mármol o en el metal y la madera los pequeños recursos del oficio no cuentan para nada; el accidente de superficie se torna algo sin valor, los grandes planos y sus orientaciones se convierten en lo esencial. Es la escultura del anti-detalle.

Como aquella vez, durante la travesía de “Amereida”, en que con un hacha perforo una plancha de bronce o como otra vez, cuando debasto un tronco carcomido o seco hasta horadarlo.

O como ahora en la Ciudad Abierta, cuando la cavidad abierta sin retroceso, “aquí, un hoyo de cuatro metros por cuatro metros”, trae la talla directa al suelo de la tierra misma, no hay si el mínimo vestigio del auxilio de un croquis, o de una anotación. La “imposición” de lo cerrado en este caso, un nuevo extremo de la escultura –pienso yo– es total (nunca hay nada absoluto). El bloque, en cuanto cantidad de material, no es algo desprendido de una cantera, de un bosque, o de una mina, es el suelo mismo.

Ya volveremos, por otro lado a esta obra. Esta obra es referencia y medida de todo lo que voy hablando sobre la escultura.

El Modelado.

Rodin dice: “Cuando modeléis no penséis en superficie sino en relieve.” En la conversación cotidiana hay una expresión muy usada: “poner de relieve algo”. Relieve significa resaltar, hacer sobresalir de un plano.

Así es como piensa Rodin el modelado: “Que vuestro espíritu (el de los escultores) conciba toda superficie como el extremo de un volumen que la empujara desde atrás”. “Figuraos tas formas como si apuntaran hacia vosotros. Toda vida surge de un centro, germina y se expande de adentro hacia afuera.” Como el modelado sucede que estamos en lo que podríamos determinar como situación antípoda de lo que es la talla directa. En primer lugar no hay nada que concretamente se nos “imponga” antes de comenzar a trabajar.

Veamos en detalle cómo procede el modelado. Si lo que se piensa como realización escultórica tiene cierta dimensión, lo primero que hará el escultor es un boceto en pequeña escala, estoy hablando de boceto tridimensional, donde se determina ciertos ejes esenciales y las correspondientes proporciones de las partes. ¿Para qué se hace esto? El boceto en arcilla generalmente dado su pequeño tamaño no necesita armazón o estructura alguno que soporte el propio peso de la arcilla, el boceto se hace fundamentalmente para establecer el armazón que soportará la arcilla en busca de una solidez necesaria y transitoria, es decir, que sea capaz de permanecer el tiempo de ejecución de la estatua; hasta el momento de su vaciado.

El armazón se recubre de ardua y se suele decir en la jerga de los escultores, que una vez recubierto de arcilla el armazón, se poseen todas las facilidades para proseguir el estudio de la forma que se quiere realizar, puesto que puede sacar o llevar de un lado a otro partes de esta arcilla.

La técnica del modelado se resume en pequeñas bolitas de arcilla que se forman entre los dedos y a las que se aplasta contra la masa que se va adhiriendo al armazón.

Lo importante es reparar en dos cosas: el modelado –insisto– no se nos presenta como una “imposición” puesto que desde adentro tengo que descubrir, llegar a la figura que está afuera –es decir– lo opuesto de la talla directa; el modelado se presenta como una “facilidad”, el mismo Rodin lo define así: “pasar, sin choque, de una dureza a otra”. Y la segunda es esto otro: el objeto modelado en arcilla, es un objeto transitorio. La técnica de modelar en cuanto a obra que se realiza y finiquita es un primer paso de otros dos, el vaciado en yeso y vaciado en metal. Y aquí hay que reparar en algo más. El molde en yeso es una matriz que me permite la comodidad de poder reproducir el original en un número bastante grande, no quiero decir ilimitado, de ejemplares. Intrínsecamente modelar significa realizar un original que forzosamente debe convertirse en matriz. Esto es el vaciado que no es lo mismo que sacar un calco de un original proveniente de la talla directa. Hay diez capitales de países en el mundo que poseen originales del “Pensador” de Rodin; a nadie se le ocurre sacarle un calco a la Venus de Milo y exponer ese calco en Tokio. Hay que llevar el original.

Ensamble.

Esta palabra es de origen francés. En ese idioma significa: juntar, unir. En español se usa generalmente para designar los ajustes logrados por cortes, especialmente en madera.

En escultura, en cuanto a modalidad plástica, no sólo constructiva es muy antigua. Se abandona y desaparece su uso durante siglos y en nuestra época reaparece en cuanto modalidad plástica y técnica constructiva.

El ensamblaje tiene tres modos principales:

1. por cortes geométricos en las diversas piezas que se van a unir.

2. por forja.

3. por montaje.

En la antigüedad, tanto griega como romana, lo que hoy llamamos ensamblaje, se denominó generalmente escultura crisoelefantina. Voy a describir una estatua que forma parte de la leyenda de las siete maravillas del mundo. La estatua que Fidias hizo del dios Zeus en Olimpia. Esta obra no existe hoy en día; todo lo que se sabe de ella es por crónicas, especialmente, de Estrabon. Representaba al dios Zeus sentado en su trono. Su altura era de 14 metros. Estrabon cuenta que si el Dios se hubiese levantado habría destechado el templo. La cabeza del dios estaba adornada con una corona de olivo hecha en plata, en la mano derecha sostenía una Niké de oro y marfil, y en la izquierda un cetro con águila de oro. Todas las partes descubiertas eran de marfil; la túnica decorada con lirios, las sandalias y los cabellos era de oro puro y el trono de oro, marfil, madera de ébano y piedras preciosas. El poeta Filipo de Salónica le dedicó un epigrama que decía así: “Gran Fidias, o dios bajó a la tierra para revelarte su rostro o tú ascendiste al cielo para verlo.” Este caso de ensamblaje era mixto por cortes y por montaje.

Por forja el ensamble se logra por interpenetración de la materia de sus moléculas, tratadas a muy alta temperatura y por medio de percusión. El herrero une dos o más trozos de fierro golpeando y moldeando el material sometido a alta temperatura. Toda la herrería del llamado Art Nouveau está realizada así. Sin fusión, sin soldadura, sin apernamiento. Entre los escultores contemporáneos Eduardo Chillida, español, trabaja el fierro de esta manera.

Este mismo escultor trabaja la madera con ensambles. Sus piezas en madera son de grandes dimensiones.

Por montaje. Dentro de esta variante, no es necesario ni imprescindible el corte geométrico de las partes a juntar; puede ser usado o no según el requerimiento de la obra. Tampoco la penetración molecular. Puede en cambio usarse principalmente la unión por perno y la soldadura.

Pero aquí hay que señalar algo importante. Es por vía de esta técnica que los productos llamados industriales se incorporan a la escultura contemporánea. Me explico: un bloque de granito o mármol de Carrara puede ser industrializado –de hecho lo es–, pero en sí no se piensa de él que sea un producto de la industria. Para nosotros la industria no sólo provee material sino también forma. La forma o conformación, por ejemplo de los perfiles de aluminio o acero inoxidable o el acero cortan, están pensados por la industria y desde la industria, desde las ingenierías, para múltiples usos, en su mayoría construcciones arquitectónicas o ingenieriles; es obvio que la industria no piensa ni pensará jamás en que uno de sus posibles destinos de los productos que fabrica sea el escultórico.

Fue el escultor el que decidió elegir e incorporar ese determinado producto. Lo inédito es que el escultor decide trabajar con un material que llega a sus manos enteramente conformado en su elaboración, hasta en la textura de sus superficies. Es decir, comienza su obra con un material completamente acabado. La mano aquí, estoy hablando en términos generales, sólo selecciona y dispone los ritmos de las unidades o parte de las unidades. En general la única modificación a que se somete la pieza afecta a su extensión. Cuando se trabaja manteniendo riguroso el principio de montaje, se deja intacto el diseño de la pieza. No escapa lo opuesto que se halla esta modalidad a la del que talla el bloque.

La homogeneidad de un material; ahora las homogeneidades de diversos materiales, yuxtapuestos, la heterogeneidad, material y formal crean una multiplicidad que no se logra por lo cuantitativo sino por el juego de constante mutación de identidades en el conjunto. La talla directa y el ensamble produce lo único.

Colofón. Paradoja de la Materia Escultórica.

Para finalizar este acápite, me referiré a lo que voy a llamar la paradoja de la materia. Antes habíamos afirmado que la elección del material se da en un espíritu de ser simple, homogéneo. Esta actitud de escuetidad con relación a la materia podría llevar a pensar que la escultura renuncia a todo un aspecto de lo sensible: a lo oscuro, al misterio.

Pienso que esa materialidad que confiere a la estatua evidencia, le otorga asimismo misterio y contingencia. La paradoja estaría aquí: el peso, lo ponderable, el aplomo, el brillo expresan las relaciones de la materia con el espíritu. Pero al mismo tiempo ella escapa a él. Si se insiste sobre su materialidad, la escultura se da el paradojal estatuto de un arte a la vez muy legible y muy misterioso. La forma escultórica, por su tridimensionalidad, gana en cerramiento, en inteligibilidad.

Pero al mismo tiempo ¿qué puede haber más inasible que la verdadera profundidad?

La pesantez de la escultura, su ponderabilidad, acrecienta la autoridad concreta de la escultura, pero al mismo tiempo, ¿qué hay de más obstinado, más impermeable al espíritu que la masa? El peso, es también inercia. El escultor los subraya y al hacerlo introduce en su obra oscuridades y solideces. Por la voz de las substancias, la escultura gana en actualización y concretud. Pero hay que considerarla en sí misma para que acoja lo que en toda substancia es irreductible al espíritu: la vida autónoma e independiente de las cosas animadas. El escultor no va a disimular el aspecto ciego, caótico, mudo, insólito de toda materialidad, de las turbaciones que puedan producir el viejo metal y la vieja madera, o el emerger caótico del bloque de granito. El escultor no disimula nada de esto, sino que lo explota. El entre comillas envejecimiento de una estatua no es una degradación sino que es una patina, si ésta es bronce o madera. Acepta deliberadamente la evolución de la substancia con su ininteligible imprevisibilidad. La escultura evoca irresistiblemente el misterio que nos desborda. Si es cierto aquello de que todo gran arte es primitivo, la escultura por su vida de substancia y de naturaleza lo es en grado muy grande. La escultura es teatro de un conflicto entre el escultor que insiste igualmente sobre la materia y si la materia es por sí misma un elemento paradojal que presenta propiedades contrarias, la obra será el lugar de un antagonismo.

El trabajo, la artesanía escultórica será siempre una artesanía atlética, áspera y el enfrentamiento se continúa hasta en los resultados de la obra. Un escultor sabe lo que no quiere con mucha certidumbre. Lo voy a decir con un ejemplo simple: el escultor no quiere que la Venus devenga ese mármol que trabaja ni que ese mismo mármol devenga sólo Venus. Pretende realizar, concretizar la presencia del espíritu junto al misterio de lo natural. Lo que quiere realizar, siguiendo el ejemplo, es mármol y Venus. La resistencia del material, hostil; la dimensión y peso de los útiles de trabajo, expresan el esfuerzo esencial, que en el caso de la escultura, no es un medio, un momento de la obra, sino parte integrante del propósito.

Parte III.

El viernes pasado hablamos del trabajo del escultor. Para hacerlo comenzamos por reparar en lo que llamamos la especificidad de los materiales, el conocimiento de esa especificidad; y comenzamos por señalar que la primera modalidad plástica por la cual nos adentramos en el espacio es el dibujo, cuya especificidad paradojalmente se constituye en la casi total prescindencia de la materialidad. Luego vimos la manera propia por empiria y técnica, de conocer lo inconmutable de las propiedades homogéneas o no, de los minerales y las maderas y como junto con este modo empírico, artesanal, se da el videncial. Miguel Angel ve el David en el bloque de mármol que la Corporación de los Cardadores de Lanas le ofrece, bloque arruinado por otro escultor en cuanto a que la talla directa de la estatua que quería hacer, por error de cálculo, ya no era posible “descubrirla” en el interior del bloque.

Enumeramos a continuación los procedimientos esenciales del escultor: esculpir, modelar, ensamblar.

Terminamos hablando de la materialidad de la escultura como misterio y contingencia. De las relaciones de la materia y el espíritu, no en general, sino siempre enmarcado al caso de la escultura, de lo inasible de la verdadera profundidad; de la ponderabilidad concreta de la escultura que acrecienta la impermeabilidad de la masa al espíritu. Concluimos afirmando que la escultura evoca irresistiblemente el misterio que nos desborda.

Hoy vamos a hablar del espacio escultórico. De los elementos que constituyen ese espacio.

Antes de comenzar a detallar el discurso quiero señalar algo.

El desarrollo de estos temas puede ser que aparezcan semejantes o muy apoyados a lo que podríamos llamar un pequeño tratado sobre el arte de la escultura. Puede ser que parezca así, algo de eso puede tener.

Voy a dar algunas de las razones porque no es así. Hay dos situaciones, quizá confundidas en el desarrollo de lo que se habla; que hacen que los argumentos y definiciones escapen del plano de las nociones.

La primera situación es que el viernes pasado puse el peso literalmente, el peso sobre el aspecto materialidad de la escultura, justamente para que no nos cupiera duda alguna que este arte es con ponderabilidad.

Y aún ahora mismo insisto en ese punto, puesto que la modernidad en escultura tuvo justamente allí, en lo ponderable, en lo que pesa, su gran giro. Dejó lo compacto de los materiales por la virtualidad, también ponderable, pero no en lo denso, sino de lo fluido. Más adelante veremos los peldaños de ese transcurso. Todo el contexto está puesto en este punto de fuga, y en este otro. Voy acercándome con toda prudencia a lo que considero una posible nueva luz para la escultura. Esa nueva luz la estoy trabajando en una obra que no sé, ese es el riesgo, si alcanzaré hacerla esplender. Sin dramatismos, ya afirmé que el arte no es principista, si esa nueva luz no fuera alcanzada a tocar en esta obra en ejecución, el propósito no quedará vencido. Uno sabe, por otra parte, que es vano creer que una obra sea capaz de contener y mostrar todas las plenitudes posibles. Siempre será en un a través, por muy perfecta que ella sea.

En este “ahora mismo” o modernidad propia de la escultura no estoy asistido como en 1945 por las informaciones, por la herencia que nos llegaba de Europa. Tampoco es válido el argumento esgrimido en el Manifiesto de los Cuatro Jóvenes: “no nos pidáis la obra, la obra no existe todavía.” La obra, no su medida, ahora existe. La obra cumplida trajo la maestría del oficio. El “ahora mismo”, modernidad, es un imperativo sin emperador. La orden que uno siente dentro es que hay que volver al desierto.

Esta metáfora no hay que entenderla mal. No se trata de la ingenuidad de creer que el bagaje hay que botarlo por la borda y hacerse nuevamente hombre de las cavernas o en un super ascético de la quietud, para que el espíritu descienda, al contrario. Yo creo que se trata de olvidar, pero olvidar no como amnesia, no como desmemoriado, no como descuidado, no como omisión, no como negligencia, no como laguna, no como abnegación, no como absolución, ni como consuelo, ingratitud o desuso. Olvidar como quien no quiere olvidar, olvidar por distracción, para poder ver.

Amereida lo pregunta: “¿Quién no se sorprendió otro en plena distracción?” y un poco más adelante: “Cuando la lucidez consume el refugio se abre la realidad”. El refugio es la instalación, la confortabilidad de la instalación en la maestría de un oficio. Si permanecemos en la confortabilidad, la realidad no se abrirá jamás. El desierto es lo inconfortable, es el salto. Aquél que Amereida menciona: “Para un salto heredamos otro mar”.

He hablado y aún hoy, en gran parte, seguiré hablando desde la orilla de lo conocido. Si no se sabe cuál es la orilla conocida, el salto puede pasar desapercibido. Para el escultor no hay imaginación sin espesor. No es metáfora. Esta facultad los mismos escultores casi ya no la perciben por hábito. No imaginamos figuras sin espesor, por lo tanto, imaginamos sólo cuerpos, aún cuando estamos dibujando.

Cada arte se dirige –por decirlo así– a una parte de nuestra sensibilidad. La escultura va enderezada principalmente a nivel de percepción a dos de nuestros sentidos: el tacto y la vista.

Desde que las esculturas no se pueden o no se deben tocar, hemos delegado a la vista lo que correspondería fundamentalmente al tacto. Palpar es acariciar. Palpar es también andar a tientas. El tiento es el bastón que usan los ciegos para guiarse. El tiento es el ejercicio del tacto.

Andar a tientas, el que ha hecho o le ha tocado alguna vez andar a tientas, ha hecho la experiencia de la profundidad. En la oscuridad se va palpando objetos aislados simultáneamente con ir palpando el vacío del ámbito donde esos objetos se encuentran. Tiene la experiencia de dos espesores, el discontinuo, el de los objetos, el continuo, el vacío que contiene a los objetos y a uno mismo. Lo que da por descontado toda persona que se encuentra en una situación semejante a la descrita es el espacio del propio cuerpo.

Este es un punto importante. No conozco ningún pensamiento de algún escultor que hable de este punto. Haber reparado en esto me permitió, en parte, concebir la obra que pueda arrojar una nueva luz para la escultura. Es una nueva manera de pensar y ver el espacio táctil, el espacio propio de la profundidad escultórica.

Se trata de esto: cuando decimos palpar pensamos sin transición en la mano que palpa. Cuando decimos tacto también aparecen en primer lugar las manos como depositarias de todo lo que puede percibirse por ese sentido. Pero el tacto nos envuelve por entero. Todo nuestro cuerpo es tacto.

Una escultura, una estatua genéricamente hablando debiera ser abrazada para poder ser percibida la plenitud de lo que es su profundidad. Sólo así, con ese gesto, podríamos experimentar la dimensión de nuestro propio cuerpo medido por el cuerpo de la escultura.

La noción de profundidad la aprehenderíamos por abarcamiento y no sólo por desplazamiento. Abrazar proviene de braza, medida de longitud, y esta medida se toma con los brazos extendidos, todo lo que ellos puedan abarcar es una braza.

Hasta ahora, ante una escultura, la costumbre o el hábito nos obliga al giro, al desplazamiento de mi volumen, mi cuerpo, ante su volumen, su masa. Esos giros, esos desplazamientos, esa danza a que la escultura nos obliga nos trae de rebote, nos hace presente nuestra propia figura y volumen. Pero por la vista.

Voy a insistir en este punto. Lo que desborda el volumen escultórico es justamente no sólo como él ocupa o acoge, o da lugar al espacio, sino como yo, mi cuerpo ocupa el espacio. Es en razón de su profundidad, el del volumen escultórico, que sólo ya con verla nos hace desplazar ante ella para que en esos desplazamientos y giros asomen los nuevos volúmenes que se precontienen por sus aristas, los unos a los otros Lo que una escultura provoca es la necesidad de percibir el constante cambio de relaciones entre sus propios planos, volúmenes y vacíos. Por concentración y surgimiento la forma tridimensional de una escultura desborda a la relación volumen-estatua con volumen de mí mismo. Esta relación es un continuo que se produce entre mi propia espacialidad, la interna; y la amplitud de la escultura. Recíprocamente el volumen intensificado de la escultura, es la que me hace comparecer la espacialidad de mi cuerpo. Si este sentido de reciprocidad se produce por el solo enfrentamiento visual de volumen a volumen, es posible pensar cuánto se acentuaría esa relación o qué cambios o modificaciones se producirían si experimento no sólo con la creación de focos de movimientos corporales, sino con focos de abarcamientos táctiles. Como cuando en Paestum medimos el fuste de la columna del templo tomándonos de las manos y apoyando todo nuestro cuerpo sobre la piedra.

Estamos en deuda con el verdadero valor táctil de la escultura. Lo tenemos, pero incompleto. Por eso es que me propongo trabajar con el abarcamiento.

Hasta hoy la escultura se definió o la definieron como un objeto aislado. Una escultura es un objeto, y aunque adosado, sigue siendo aislado. Deja de serlo cuando se torna pictórica, es decir, en su modalidad de bajo relieve sobre un plano. Pero ni aún las figuras de los timpaños del Partenón dejan de estar aislados dentro del hueco triangular, ni tampoco las metopas No es el caso de los frisos.

Como objeto aislado que es, no existe, precisamente por su tridimensionalidad concreta, la simultaneidad de visión. Como posee su propia profundidad, sólo es posible abarcar con la vista la totalidad de la imagen descubriendo en forma sucesiva sus siempre nuevas figuras. La escultura no sólo excita “sensaciones” motrices, sino que excita “acciones” motrices reales. Uno solo de sus perfiles no hace a la escultura, escultura. Ni aún cuando ésta llega al límite de lo que se llamó en su momento “dirección espacial”, la escultura filiforme. Tampoco lo contrario, es decir, no es una suma de perfiles, sino una generación constante. La simultaneidad de visión no es posible ante el volumen escultórico, sino la sucesión visual. Al decir sucesión visual no puedo dejar de pensar que se podría interpretar de inmediato como una suerte de visión cinematográfica, no puesto que la sucesión cinematográfica no puede zafarse de un orden de encadenamiento enderezado a llevar a un desenlace el conflicto argumental. La sucesión con que se ve una escultura no encadena nunca las figuras, los perfiles, el observador está libre para recomponer una y mil veces determinada selección o escogimiento de figuras, si es que quiere componer o recomponer algo, puesto que es libre también para no componer ni recomponer nada, sólo retener ésta o aquélla, un grupo de éstas o un grupo de aquéllas.

Hay dos modos de observar la escultura, o se la mira o se la ve. Esto desde el punto del observador. Desde el punto del escultor tiene que transitar por las dos maneras de observar. Debe mirar al construir su obra. Leonardo lo dice con toda precisión y justeza: “Para llevar a buen término su obra, cada figura redonda que efectúa el escultor, deberá contornearla infinidad de veces, puesto que su gracia emanará del conjunto de sus aspectos y estos contornos están hechos de la armonía del alto y el bajo, lo cual no podrá verificar sino se coloca de manera que la vea de perfil, es decir, que los límites de las concavidades y relieves se vea con el aire que los toca”.

El acto de ver está ligado con aquel saber leer en profundidad y confiadamente lo que una vez se llamó modelo o idea, lo que después se llamó naturaleza o como lo he llamado ahora en la clase pasada, una vivencia que, según los dos ejemplos que voy a dar ahora, se dan en estado de distracción.

En la Oda a Kappa podemos hallar una pista de ese estado de distracción: “... aunque parezca pretencioso, a propósito de esta carta de parabienes, quiero escribirte acerca de una distracción que tuve hace diez y seis años, y cuyos efectos aún me duran. Seguramente has estado, como tantas otras personas y no pocas veces, medio a medio de una distracción larga e involuntaria que suele ser anuncio de ciertas melancolías. Tú sabes que en esas circunstancias el ánimo anda suelto, disponible y porque nos mantiene desprovistos, nos deja como quien escucha...” y más adelante: “... en la especial transparencia de ese estado los hechos y las cosas, a solas consigo mismo, se contenían, de modo que toda la realidad sujeta en serena discreción, daba por su simultánea presencia y retiro cabida a lo invisible...”

El acto de ver es anterior o posterior a toda construcción de una obra. El otro ejemplo de ver en estado de distracción de Alberto Giacometti, escultor, lo cuenta él mismo: “... y entonces de repente se produjo un corte, lo recuerdo muy bien, ocurrió en el cine «Actualidades» de Montparnasse; en un comienzo yo no sabía bien lo que veía en la pantalla; en lugar de figuras todo se convertía en manchas blancas y negras, es decir, perdía todo significado y en vez de mirar la pantalla yo veía que mis vecinos se convertían para mí en un espectáculo totalmente desconocido, como si el movimiento no fuera otra cosa que una serie de puntos de inmovilidad. Una persona que hablaba no era ya un movimiento continuo, sino que era unas inmovilidades que se sucedían. Momentos inmóviles que se interrumpían y eran seguidos por otra inmovilidad. Una serie de momentos inmóviles, discontinuos, completamente discontinuos...”

Esta descripción de Giacometti de su estado de distracción para quien conozca sus esculturas, es más diría yo, una descripción de sus figuras que una anticipación. Por ello es que dije antes, que el acto de ver es anterior o puede perfectamente ser posterior a la obra misma.

Recapitulemos un poco. He comenzado hoy hablando de la ponderabilidad en la escultura, luego proseguí diciendo que todo es preparación para el salto. Desarrollé lo que pienso de el valor táctil y visual, distinguiendo en este último mirar de ver. Hemos llegado al punto en que hay que hablar de los elementos y del espacio que constituyen lo escultórico:

1. Masa:

    1. Por talla o modelado se puede conformar como cuerpo volumétrico en el caso de escultura de bulto y medio bulto.
    2. Se conforma como superficie en el caso de escultura de bajo y alto relieve. Esta clase de escultura se practica desde siempre.

2. Arista:

    1. En cuanto línea-perfil está contenida en la escultura volumétrica. (1) El que privilegia la arista como “línea-perfil” dentro de la escultura moderna es el escultor italiano Humberto Boccioni.
    2. En cuanto pura “dirección” se desprende del volumen, se conforma, se concretiza como valor autónomo de des-voluminización de la masa escultórica en la escultura filiforme. (2) en cuanto puras “direcciones”, es decir puras direcciones “abiertas”, pueden servir de ejemplo mis obras entre los años 1950 a 1961.
    3. En cuanto “continuidades” concretizan volúmenes virtuales. (3) en cuanto “continuidades” o figuras lineales cerradas, pueden servir de ejemplo las esculturas de Max Bill y Enio Iommi.

3. Vacío:

    1. Pensando como “masa”, se trabaja “ahuecado”, las esculturas de Archipenko y Gargalló pueden servir de ejemplo, es decir, contenido en una determinada masa aparece el vacío como concavidad, como sombra de un cuerpo, como huella o rastro cóncavo.
    2. Pensando como “transparencia”, se trabaja desde la aparición de los materiales acrílicos.
    3. El vacío pensado como volumen virtual por rotación de elementos que forman contornos, barras, aros, etc. fue trabajado por Moholy-Nagy y el Bauhaus.
    4. El vacío en cuanto vacío no ha sido trabajado como tal, sólo en combinaciones con una masa como cuerpo, en algunas esculturas de Lipchitz.

4. Equilibrio:

    1. De un volumen o una superficie o una escultura filiforme de carácter estático. En el caso de toda escultura arcaica de cualquier civilización occidental en la escultura del renacimiento, el eje de gravedad se reparte sobre 2 apoyos. En el caso de la escultura clásica griega, helenística y barroca, el eje de gravedad pasa por el centro de la figura y cae siempre sobre el maleolo interno del pie que soporta el peso del cuerpo. El único caso que conozco yo de signo-escultórico moderno, que el eje de gravedad es absolutamente perpendicular y simétrico con relación a su propia figura, es el que realizamos en la travesía de Amereida entre Punta Arenas y Puerto Natales; algunos de nosotros, mientras Godo se preparaba para decir el Desdichado de Nerval, comenzamos a juntar algunas piedras que sobresalían de la nieve al borde del camino. La forma había que alcanzarla por el puro juego de una nueva posición, no teníamos otra alternativa, puesto que carecíamos de instrumentos para interrumpir su homogeneidad; teníamos que trabajar con otra cualidad que contiene toda masa: su peso. La relación peso-posición se resuelve según las leyes del equilibrio. Allí elegimos el eje perpendicular y simétrico.
    2. Equilibrio como movimiento virtual o direccional de los volúmenes. Dentro del capítulo “equilibrio” debemos ubicar este acápite a propósito del movimiento virtual o direccional según sea el caso, es decir, en una escultura de masa y en una escultura direccional.


  1. En la escultura clásica, especialmente la griega, el movimiento equilibrado de sus estatuas está elaborado en la alternancia de cuatro grandes planos que se oponen en sus direcciones. La estatua vista desde uno de sus frentes tendrá siempre esta cadencia; si la estatua tiene su eje sobre el maleolo del pie izquierdo, el plano 1 que pasa por los hombros y el tórax tiende a fugar hacia la derecha, el plano 2, el que pasa a nivel de caderas fuga también hacia la derecha, en tanto que el plano 3 el que pasa por las rodillas fuga hacia la izquierda y por último el plano 4 el que se sitúa a nivel del pie apoyado por donde pasa el eje de gravedad, está siempre situado mas atrás que el pie de la pierna flexionada.
    La doble cadencia del movimiento de los planos de los volúmenes en las estatuas griegas, doble balanceo de hombros y caderas, hace que recuerde el movimiento de acordeón, mientras por un lado el fuelle se despliega por el otro se contrae.
    De perfil la figura será siempre un arco, la espalda se ahueca y el tórax se dilata Los griegos trabajan sus volúmenes en forma convexa. En lo anteriormente “abombado, redondo”. La tierra es convexa.
    La pierna flexionada de toda estatua griega podría levantarse sin comprometer en nada el equilibrio total de la figura.
  2. En la gran escultura arcaica y renacentista, con matices diferentes que no son del caso señalar ahora, el eje gravitacional de la estatua esta repartido simétricamente sobre dos columnas, las piernas de la figura. Y sucede que los movimientos son siempre opuestos a los que se pueden verificar en la escultura clásica griega. Por ejemplo: el lado de la cadera que corresponde a la pierna flexionada es el que más se eleva.
    El plano del torso en vez de inclinarse, como en la escultura griega, sobre la cadera más saliente, levanta el hombro del mismo lado a fin de acentuar y continuar el movimiento saliente de la cadera.
    En vez de cuatro planos, hombros, pelvis, rodillas, tobillos de la escultura clásica griega, que se cortan de dos en dos y determinan una cadencia de onda, aquí dos planos, el del tronco y el de las piernas. Una concentración que hace desaparecer todo espacio vacío entre extremidades y tronco. Son esculturas de una sola pieza. Hagamos memoria y tratemos de recordar cualquier estatua, por ejemplo de Miguel Angel o cualquier Kuroi o el Escriba sentado egipcio.
    Son esculturas de una sola pieza que toman forma de consola Son esculturas que se repliegan por lo tanto, se podrá ver que si el arqueo de la figura griega se daba en lo convexo, aquí la figura se arquea hacia adelante, produciendo la forma consola por el movimiento de las extremidades como saliente inferior, el tronco como concavidad y la cabeza como saliente superior; el perfil nos dará los volúmenes en forma de concavidad, es decir, depresión de la superficie en su parte media, que puede llegar al grado de oquedad, hueco, cavidad interior.
    La concavidad es un repliegue de los volúmenes, en el sentido de juntarse unos contra otros, sin claros. Por ello se entiende lo que decía Miguel Angel: “Las únicas esculturas realmente buenas son aquéllas que se pueden hacer rodar desde lo alto de una montaña sin que se rompan, todo lo que rompiera sobra, es «superfluo»”.
  3. Veamos ahora qué sucede con la escultura “direccional”.
    Enumeramos como elementos la masa, la arista, el vacío. Continuamos con el equilibrio en relación a los volúmenes. Debemos entonces ahora tratar el equilibrio en relación a las aristas, porque es desde ellas que aparecerá la escultura filiforme.
    Tengo que hablar ahora de la desmasificación del volumen escultórico. Es un hecho capital en la escultura moderna. Puesto que significa el abandono de lo denso, de la densidad ponderable, por la virtualidad ponderable. Llegamos ahora a uno de los puntos de fuga de nuestra modernidad: lo imponderable. En su momento desmasificar fue poner en cuestión la forma pesante de toda masa, de todo volumen. Y lo pesante provenía de lo denso. La masa es densa. Insisto en que ese momento marca, señala uno de los cambios, de los pocos cambios que la escultura se infiere; importantes porque el vacío no será más un ahuecado en algo lleno.
    Comenzará a trabajarse con él y por lo tanto a comparecer desde él mismo.

En relación con el equilibrio, en cuanto a que las esculturas filiformes son estáticas mantendrán relaciones de dirección con el suelo, la horizontal, como en las esculturas volumétricas. Esto también es importante porque revela que la virtualidad lograda por un volumen o masa minimizado no escapa, no puede escapar, a las leyes gravitacionales y por lo tanto, física y plásticamente son ponderables, son materiales llevados a un extremo, pero no son puras direcciones o vectores sin cuerpo como se los solía denominar en aquellos años. Son extrapolaciones de lenguajes, a veces necesarios, pero que no deben eternizarse pues conducen a equívocos.

La escultura no escapará del aplomo, ya sea que se esculpa, ya sea que se modele, ya sea que se ensamble o ya sea que se trabaje en él y con el mínimo de material, el escultor debe estar atento al aplomo a riesgo de desplomar su obra. Y aplomo no significa limitar a la verticalidad lo que debe estar aplomado, toda posición en el espacio tiene aplomo, por ejemplo, cuando se modela como se procede por adición se puede pensar que esto del aplomo es secundario, por el contrario, aunque se procede por adición no hay que perder nunca de vista la masa central, aquélla que según Rodin empujará los volúmenes hacia uno, perpendicularmente; la prueba de esto es que según vimos modelar es un paso de tres, el segundo es el vaciado en yeso, el tercero el vaciado en bronce. Toda estatua de bronce es hueca, es vacía por dentro, pero si no se perdió de vista el aplomo de la masa central, el que la observa la sentirá engendrada desde el interior de la masa. El vaciado en bronce es hueco por economía de material, no por economía de masa.

La masa es densa. No basta decir que una escultura es un trozo de materia que tiene forma y pesantez. No habrá escultura hasta que no aparezca en el material elaborado escultóricamente la “forma pesante”.

Ya lo vimos: la forma ponderable es aquélla que establece la relación entre una estructura que debe hacer sensible la masa del material y la masa del material comunique su virtud a aquella estructura.

Lo denso es entonces lo compacto. Sin olvidar las elementales leyes de la física sobre la acción que ejerce la gravedad sobre un cuerpo denso, o el peso específico de un material, la escultura va a acentuar el aspecto compacto ora en lo denso, ora en lo fluido.

Cuando Humberto Boccioni en 1912 proclama en su Manifiesto de la Escultura Futurista: “la línea es el único medio que puede conducir a la nueva construcción escultórica… por eso es que hay que olvidar completamente la figura cerrada de la tradición y dar, en cambio, la figura como centro de direcciones plásticas en el espacio. Los escultores tradicionales me preguntan aterrorizados cómo haré para detener el perímetro de mi conjunto escultórico, dado que en escultura la figura se detiene en la línea que fatalmente determina la materia aislada en el espacio, a éstos les respondo que puedo esfumar los perímetros de la escultura dejando intervenir la sinuosidad, las interrupciones, las carreras de rectas y curvas por las direcciones sugeridas por el movimiento de los perfiles”.

Yo quiero hacer reparar aquí para que no haya equívocos que Boccioni no está hablando de esculturas filiformes todavía, sino de los perfiles contenidos en “Desarrollo de una botella en el espacio” por ejemplo, o del “Hombre en movimiento”. Pero él, de nuevo la videncia, nos abrió lo abierto. No puedo dejar de recordar aquí y por lo tanto relacionarlo con lo que vengo diciendo aquella frase de Leonardo: “Una línea es bella cuando indica su comienzo y anuncia su fin”.

Yo he trabajado bastante en este límite de lo material. He trabado delgados finísimos hilos de acero. Por ello es que puedo decir que sé lo que es “indicar” y “anunciar”. Es un meteorito cuya estela, su traza, por decirlo así, es una traza al infinito, pero que nos comparece justamente en lo finito de un lapso de tiempo y espacio compuesto de tres momentos: el trazo no se ve, el trazo se ve, el trazo deja de verse; pero por lo que se vio se sabe que había trazo antes de comparecer a la percepción y hay trazo después de desaparecer de la vista. Ese poder pensar ahora indistintamente, esa grafía materializada como continuidad, me permitió penetrar en una espacialidad propia.

Dijimos al principio, el viernes pasado que lo específico del dibujo más que la invención de la línea era la prescindencia de la materia con el cual se constituye, ahora la escultura alámbrica en su juego ascético de mínimos de material, prescinde los tácitos habituales. Cambia lo concreto por lo virtual sin dejar de trabajar en el aplomo de la forma, del volumen. En un comienzo de imponderabilidad, pero no en la ingravidez de un vector.

Por vía de una modernidad, a mi criterio, mal entendida, es decir una modernidad pensada como progresista se pensó que esta imponderabilidad podía ser llevada más allá con el auxilio de la tecnología contemporánea. Estos fueron los más cultos, los más informados porque hubo otros que ingenuamente creyeron que la relación inmaterialidad-equilibrio se podía trabajar a través del movimiento concreto, real, producido en una pura inversión del punto de amarre, es decir, la base del objeto no era más el suelo, sino el techo o cielo de cuarto o sala. Y en el caso de los más informados a través del movimiento mecánico que producía un efecto cinético.

Hay un dicho de Salvador Dalí que es como un exabrupto pero que tiene algo de real: “Lo menos que se le puede pedir a una escultura es que permanezca inmóvil”.

En la época de los móviles se llegó a hablar del tiempo como elemento constitutivo, como cuarta dimensión, puesto que el movimiento real del objeto aportaba una presencia real del tiempo.

Pienso que el tiempo en escultura se da de una sola manera que se diversifica en dos modos. La manera es la “duración”; los modos son: “acción” representada y “advertencia de un acontecimiento”. Me explico.

El tiempo, la temporalidad en escultura nunca se da como representación de sí misma, eso sería una alegoría; pienso que la temporalidad se da como “duración”. Duración que no tiene nada que ver aquí con la duración del material, sino duración de lo fluyente, no como existencia de instantes, sino como existencia de una duración trascendida.

Pongo el ejemplo que corresponde a la modalidad de la temporalidad como “acción” representada. Recordemos cualquier figura de Giacometti, pongo este ejemplo puesto que Giacometti en plena modernidad trabajó la figura humana de nuevo, en este de nuevo está el ser moderno, puesto que no es un de nuevo por repetición, eso sería la academia; sino que es un de nuevo haber visto. Cualquiera de sus figuras será distinta, en el estricto sentido que hablamos, a la fotografía del modelo natural de cualquiera de sus estatuas que representan personas en marcha. Lo distinto proviene, en el sentido en que voy hablando, de que la instantaneidad de la foto detiene la acción del personaje que actúa de modelo, porque la foto representa el “mismo tiempo” exacto, cronológico diría, por el contrario en la estatua el tiempo no está detenido en el mismo instante, sino que haciendo un juego de palabras podría decir que o está atrasado o está adelantado, pero nunca está ahí en ese momento. Rodin lo dice: “En toda escultura se advierte todavía una parte de lo que fue y se descubre una parte de lo que será”.

Es posible que ante una escultura veamos el “todo” en cuanto “objeto”, pero no sintamos el tiempo representado, sino como “acción” representada.

El objeto puede estar ahí, estarse ahí, la duración no, la duración fluye. En el “estar ahí” del objeto puede comparecer el lugar pero éste comparecerá por motivos extrínsecos al mismo objeto-escultura. Distinto es cuando la escultura se ata a un lugar.

Esto lo veremos a continuación, pero antes quiero pasar rápidamente por los ingenuos y los informados para ver cómo concibieron la relación equilibrio-inmaterialidad igual movimiento.

Calder, el escultor norteamericano visita un día en Nueva York el taller de Mondrian. Queda admirado. Su visita dura una hora y luego va al taller de otro amigo suyo, Marcel Duchamp, que también reside en Nueva York y comentando la visita al taller de Mondrian en un momento dado de la conversación Calder exclama: “¡Quisiera hacer Mondrianes en movimiento!” Duchamp queda sorprendido con la exclamación. Se repone y no sin cierta sorna le contesta: “Querido Sandy, no me cabe duda que tú lo harás, no me cabe duda y los llamarás “móviles”. La anécdota es verídica.

Los informados desplegaban otro lenguaje: “Debemos por lo tanto sustituir el principio estático del arte clásico por el principio dinámico de la existencia universal. Expresado en forma práctica: en lugar de la construcción material estática (relaciones de material y forma), debemos adoptar la construcción dinámica en la cual el material es empleado como vehículos de las fuerzas”.

Sin ánimo de ironizar, deben permitirme que recuerde aquí un trozo de un cuento de Edgard Allan Poe: “… sobre sus cabezas pendía un esqueleto humano; por medio de una cuerda anudada a una de sus piernas y suspendido el techo por un anillo. La otra pierna reducida por alguna traba semejante, se proyectaba del cuerpo en ángulo recto, llevando todo el esqueleto articulado y relumbrante a balancearse y arremolinarse al azar de cada corriente de aire que encuentra en su camino…”

Ahora voy a hablar de la “duración” como “advertencia de un acontecimiento”, ésta es la otra modalidad de cómo pienso que el tiempo se da en la escultura.

Antes mencioné de pasada la posibilidad de que hubiera un “estarse ahí” de la escultura que se ata a un lugar.

Un escultor amigo de Miguel Angel estaba inquieto y preocupado por la iluminación de una estatua que acababa de terminar. Miguel Angel lo tranquiliza diciéndole: “No te inquietes ni te apures, pues lo importante será la luz de la plaza”.

Voy a dejar de lado la aparente contradicción que revela la respuesta de Miguel Angel, puesto que su amigo que está preocupado por la luz que debe recibir su estatua que la realiza en un lugar que no es el lugar de su colocación, la plaza. Me voy a fijar algo, en un punto determinado. Pausanias en su “Itinerario de Grecia” describe la tierra griega, sus campos, ciudades, caminos. En estos caminos desde muy remota antigüedad, los griegos instalaban monolitos indicadores de dos cosas: de las direcciones y de los límites de las propiedades. El párrafo en que Pausanias habla de esto dice así: “Si retrocedemos en el tiempo vemos que todos los griegos rendían honores divinos no ya a estatuas, sino piedras sin labrar”.

Estas piedras sin labrar son “argoi-lithoi”, cuando el antropomorfismo aparezca posteriormente serán labrados con los símbolos que corresponden a Hermes, de ahí lo hermético de la piedra y de ahí posteriormente entre los latinos el Dios Terminus.

Parte IV.

Tiempo después de haber realizado la travesía de “Amereida”, Godo le escribe una carta a Henri Tronquoy, de la cual extraigo un pequeño párrafo: “… la escultura es inscriptora e instauradora de límites y direcciones que hacen suceder una tierra o aparición de Gea”.

Por último años después de este episodio, nos visita F. Fédier que me obsequia con un ensayo filosófico de Heidegger titulado “El arte y el Espacio”, del cual también cito un pequeño párrafo: “La escultura: una incorporación que pone en obra lugares y con éstos una abertura de comarcas para una posible habitación de hombres y una posible vecindad de las cosas que las rodean y les conciernen. La escultura: una incorporación de la verdad del ser en su obra estableciente de lugares”.

La escultura pensada así es lo anti-doméstico, en cuanto lugaridad, puesto que desde su origen porta, ya sea dolmen, menhir, argoi-lithoi, Hermes o Terminus; porta la inscripción e instauración de límites para que suceda una tierra o Gea o incorporación de la verdad del ser en su obra estableciente de lugares. La escultura es en cuanto advertencia de un acontecimiento el monumento. Pensar que el monumento es algo relacionado y restringido a las dimensiones es pensar equivocadamente. El monumento está en relación directa con el “acontecer”. Es la advertencia de ésta como rememoración en él y del lugar del acontecimiento.

Los monumentos, en el sentido que hablo, no tienen obligatoriedad de constituirse como obras, pueden ser signos como sucedió en Amereida.

“E improvisaron, dijo Claudio, unos veinte minutos”. La niebla circundándonos hasta que el aro o artificio de aurora se deshizo como en leche en la lenta luz real y entonces Jorge pintó un tabique de la caseta telefónica y Alberto otro. Entonces Alberto, Jorge y Fédier pintaron la caseta de teléfono, cada uno un tabique, desde el zinc el color. Claudio ferruginosamente en la poca luz la armazón con rojos viejos cables de acero y Fabio los plateó y apoyó contra un trípode un tubo, como una furiosa hormiga y de largo, el albatros alabastroso albatros, orilla, guijarros crepitan, nombres, nombres y detrás de la niebla, el alba por silbos y al oeste, arco iris”, escribía Edison Simons.

Y Alberto Cruz escribe: “Hemos trazado signos... entonces el acontecimiento se vuelve chantier. Y todos y por ello cada cual nos volvemos chantier. Y hay algunos signos que ahora son ejecuciones...”

Con esto espero haber mostrado los modos de lo que he llamado “duración” o temporalidad en la escultura, la que en forma autónoma posee la “acción representada” y la forma que necesita el “tiempo del acontecimiento”.

La poesía desencadena el acontecer, el tiempo del acontecimiento. Ella hablará en propiedad de ese tiempo que es capaz de convocar y conjurar.

Habitualmente los Talleres de Diseño Industrial me solicitan hacer una escultura durante el Taller, en medio de su propio quehacer. La última tuvo lugar a comienzos de año pasado. En las dos últimas oportunidades las realizamos conjuntamente con José Balcells.

La última escultura no está aún terminada. Una vez que se la termine, tiene lugar fijado para su colocación. Está a un costado del camino que accede a los terrenos altos de la Ciudad Abierta. En el costado donde se realizó un acto poético que dio sentido y acogida a la llegada de la electricidad a la Ciudad Abierta, la llegada, entre otras cosas, de la luz artificial y la energía no como un mero servicio, cosa que va implícita, sino como un bien, un don.

En el acto mismo se eligió un bloque de cemento en vertical y se lo revistió con una lámina de acetato plateada. El destello de lo plateado reflejada, restallaba cambiante la luz que recibía homogéneamente. Era el signo, no era la ejecución de la obra. La obra, la escultura se realizó después, en otro momento y repito aún continúa su ejecución. Cuando fui invitado por los profesores de Diseño Industrial a realizar esta escultura, nada de esto le fue contado a los alumnos, sino que los hice jugar con el libro de Amereida, a manera de echar suerte cada uno abría el libro sin mirar y con el índice señalaba un punto de la página. Se transcribía en el pizarrón lo indicado por el dedo. Una vez que todos los alumnos jugaron se les dijo que eligieran los versos que a modo de epigrama inscribiríamos en la base de la obra; eligieron éstos: “travesía, en cuya suerte, la amenaza de lo oculto, se dé a luz de canto”.

He contado el episodio porque para finalizar este viernes quiero hablar de la luz y la escultura.

En uno de los poemas de las Iluminaciones de Rimbaud están estos versos: “En las horas de amargura me complazco en imaginar bolas de zafiro y metal”. Están nombradas tácitamente las tres cualidades fundamentales de la escultura: densidad, perfección de la forma y resplandor de la luz sobre sus superficies.

La escultura consideró la luz, me atrevo a decir desde siempre, como un resplandor sobre sus superficies. En este punto también se sucede un cambio importante que no sólo afecta a lo restringido de la cualidad luminosa sino que, a mi parecer, lo cuestiona todo.

Vamos por paso. Rodin le dice al poeta Rilke, su interlocutor: “Ha mirado ya alguna vez una estatua antigua a la luz de la lámpara? Esto es extraño. La idea de contemplar una escultura de otro modo que en plena luz del día puede parecer una fantasía extravagante. No cabe duda de que la luz natural es la que mejor permite admirar una escultura”.

Cuál y en qué consiste lo rector de este criterio. La reverberación de la homogeneidad de la luz solar que permite sumergir, como en el agua, la estatua para que quede inundada de luz. De una luz que siempre será cenital, de una luz dada en la homogeneidad y que naturalmente la justa elaboración de la superficie la hará aparecer aureolada. Este tipo de esplendor trae consigo el aporte de la levedad para favorecer, suavizándola, la densidad.

Todas las obras de Brancusi, el escultor rumano, corresponden a este criterio rector. Es un criterio que no entra a examinar o demostrar tal o cual aspecto de las cosas, sino que percibe verdades como el ojo la luz, con sólo dirigirse hacia ella. No es un simplismo sino un uso que nunca afirmará explícitamente las leyes de la lógica. Esta clase de verdades son percibidas como en un primer vistazo, de ese modo percibe que el blanco no es el negro, que un círculo no es un triángulo. Son percepciones naturales, pero lógicas que se gozan inmediatamente.

Pero hay otras penetraciones en la naturaleza de las relaciones por la cual reconocemos distinciones e identidades, contradicciones y propiedades; ese proceso es conocido con el nombre de razón discursiva. El pensamiento discursivo consiste en pasar una intuición a un acto de entendimiento.

Vantongerloo me decía en 1949: “Considere la obra de Cézanne, no tiene nada de naturaleza, pero todo del arte”. ¿Pero que pretendía realmente decir? Pienso que esto: el arte pertenece a lo que él llamaba infinito, cualquier dominante por el mismo hecho de ser dominante se impone y quiebra la armonía. Para él una relación es siempre armoniosa.

Prefiere el infinito porque contiene espíritu y materia, luz y expresión sin privilegiar ninguno. Las características del infinito son perceptibles, pero no visibles. Existen discretamente como si no existieran.

El azúcar ha sido extraído de la caña de azúcar, ha sido concentrado; no es un producto nuevo, sino una forma nueva. No son creaciones, son reproducciones.

El átomo es fuente de energía. El análisis de la naturaleza a lo sumo nos conduce a las reproducciones, no a las creaciones. Sólo las fuentes de poder, las fuentes de energía son capaces de engendrar. No más entonces la reproducción, sino la creación.”

Vantongerloo no sólo trató la luz desde los criterios expuestos, sino todos los componentes espaciales y plásticos. Ello me movió a escribirle en el mes de Junio de 1963. Leo la carta que le envié.

Querido Vantongerloo:

Recibí su último catálogo de la exposición de Londres. Como se dice en una de sus páginas, más que catálogo se trata de una “publicación” de su obra entera, a lo largo de cuarenta y siete años de trabajo. En este sentido es muy completo.

Lo he mirado cuidadosamente. Esto me ha hecho pensar ciertas cosas que quisiera conversarlas en esta carta.

Observando su obra, mejor que nunca comprendo lo que debe entenderse por “independiente”. En medio de los aluviones siempre su obra conserva, y me atrevería a incluir el período más neo-plasticista, aquél que va desde 1919 a 1937, su acento independiente. Esta independencia creo surge de una actitud de “ojos abiertos”. Tengo que explicitar un poco esto para que pueda entenderme.

Llamo sensorialidad de “ojos cerrados” aquélla que produce obras de “escultura y pintura”. Yo mismo me siento escultóricamente hablando, ubicado en el interior de esta sensorialidad. Pero cuando veo su obra, lo que percibo antes que nada, sobre todo en sus objetos, es el deseo o anhelo de evadir la inevitable ley de la escultura: aquélla de ser “erigida” y “establecida”. Sus objetos no quieren ni desean ser llamados esculturas, es necesario “juzgarlos” con otra medida.

Recuerdo que usted habló en el Congreso de la Divina Proporción en Milán (he buscado trabajosamente la relación escrita que Ud. me envió para poder citar textualmente sus palabras, pero no lo he podido encontrar, por ello es que citaré de memoria).

Usted hablo de “aquello que no esta atado a la tierra”. Todo lo que diré no pretende ser ni una generalización ni un hablar en absolutos. Sus objetos no son cosas que pueden ser “arrojadas”, como suele suceder con el pan “arrevesado” sobre la mesa y que, en un momento cualquiera de la comida, alguien lo repone sobre su “base”, es decir con su “dorso” apoyado sobre la superficie de a mesa. Evidentemente no.

Se puede pensar en términos de “base” empujando hasta el extremo el concepto, es decir al momento mismo que su mano coloca un determinado objeto sobre una superficie determinada, pero no es en esta extremedidad de cosas que quiero hablar.

Lo que deseo decir se sitúa antes de empujar al extremo el problema. Llamo artista de “ojos abiertos” a aquél que por su manera de asir la sensorialidad de la luz, no sabría dar “forma” con los “ojos cerrados”. Sus objetos son funciones, así los veo, de la búsqueda de un tipo de luz diferente de aquélla que naturalmente cae sobre la escultura después que ella existe. El escultor de “ojos cerrados” debe saber metamorfosearse en un bello esmeril o bien en un mullido fieltro para pulir, para hacer comparecer la luz sobre la superficie del volumen que él ha “erigido” y “establecido” sin necesidad de “ojos”. Por el contrario, yo siento que usted no tiene necesidad de metamorfosearse en esas cosas mismas que sirven como medios en el caso precedente para atender y lograr determinados acentos. Yo esto lo veo muy fuertemente en sus objetos. Contrariamente, la bidimensionalidad del plano pictórico liga de todas maneras la obra con la pintura, se está siempre próximo de un mundo familiar, aquél que vive y se complace de permanecer entre ciertas significaciones que les son queridas.

Encuentro bella su obra, a veces muy difícil, lo que la hace más bella aún.

Los objetos de Vantongerloo a los cuales me refiero llevan por títulos por ejemplo: “Refracción de la luz”, “Seis cristales anisótropos”, “Medio difractor”, “Rayo luminoso en campo magnético”, etc.

La sola mención de los títulos de las obras dan una imagen de la clase de objetos que se trata.

Es una concepción otra del espacio plástico. Un espacio trastocado en su ponderabilidad por la transparencia del acrílico, para que la materia se minimice. Los objetos adquieren la forma presentida de un espacio sin atmósfera que vencer, un espacio anti-dinámico.

No imita fenómenos ópticos luminosos. Crea equivalencias luminosas. Por ello es que en su carta de respuesta a la mía, afirma: “La escultura y la pintura han caducado”.

Parte V.

En esta reunión final sobre la escultura, quizá la más difícil para mí, puesto que tengo que mostrar dos momentos inéditos que piden ser tratados con el máximo de prudencia y el máximo de pudor.

Por ello es que el tono del discurso será casi un musitar. Como cuando uno habla consigo mismo. Y por sobre todo tratados brevemente, puesto que la prudencia y el pudor son sin extensiones ni explicaciones.

Las palabras de la carta de George Vantongerloo que voy a leer para nuestro caso, son palabras póstumas. El falleció en el año 1966. Sus palabras son afirmaciones y negaciones que deben ser oídas para ser reflexionadas. Ninguna interpretación apresurada favorecerá ni en pro ni en contra, el sentido, el significado y la postura que tomó este artista. De todos modos son palabras calientes, es decir son palabras que a uno le queman en las manos. No son palabras frías.

Cómo y por qué negar que sus palabras durante estos años, no sólo se me han hecho presentes, sino que han estado vivas con esa inexplicable vida que tienen las ideas que a veces se tornan lúcidas, otras ambiguas, a veces somos conscientes de su presencia y otras no.

En lo propiamente escultórico, para que no se crea que estoy refiriéndome a una pura situación de tipo ético, esas palabras y otras reales y verdaderas palabras provenientes de la poesía, la arquitectura, la pintura, no sólo me hicieron reflexionar sobre mi propia obra, sino que me hicieron pasar a una nueva puesta en obra.

Esa acción me sitúa hoy ante una otra aventura de la belleza, para llamarla de algún modo. Me sitúa frente a algo que intuyo que puede ser bello antes que conocido, como dije al comienzo de estas reuniones. Y es justamente por este estar ante algo no conocido, y más aún en mi caso, ante algo no finiquitado y por ello doblemente no conocido; que la prudencia debe afinar el tono para espantar la forma, que por concepción, aún no está fijada sino sólo como huella leve, como tanteo. Recuerden que yo en la carta escrita a Vantongerloo me definía como un escultor de ”ojos cerrados”. Permanezco fiel a ese criterio. Por ello esta, ahora, otra penetración en el espacio es con una o dos manos por delante para no tropezar. Aunque tropiezos han habido muchos.

Insisto con todo pudor, sólo señalaré o indicaré algunos aspectos del propósito que me anima en esta obra. Por ningún motivo deben ser tomadas como afirmaciones, como definiciones cristalizadas. Paso a leer entonces la carta de Vantongerloo. Está fechada en Agosto de 1963:

“Gracias por su carta. Me ha dado un gran placer.

El contenido de su carta, es decir la parte que es difícil decir con palabras, que casi no se puede expresar con palabras porque pertenecen a lo inconmensurable, a lo invisible, ésa es la que me ha dado gran alegría. Creo, por ellas, que usted está cerca de ello. Lo que es paradojal es que este inconmensurable, este infinito, pueda expresarse.

Es necesario desmaterializar la materia. Esto no se logra por ninguna técnica sino que solo por concepción se alcanza. Y no le quepa dudas que será siempre a espaldas nuestras.

Tenemos todas estas indefiniciones en nosotros, pero no podemos darle libre curso a lo que está interiormente en nosotros. Por lo que a mí respecta, siempre admiré la creación, el universo, sin tratar de comprenderlo. Cuando quise expresar este sentimiento tuve que luchar contra mi educación social: escuela, arte, convenciones sociales. Todo esto me lo impedía. Ya se puede ver en mi trabajo de 1915. En 1917 quise liberarme más: razonaba sobre el volumen más el vacío que da igual: espacio. Fue mi educación euclidiana la que me situó en un caso límite. Y sin embargo, es posible ver allí que mi inconsciente me guiaba hacia las ondas, las radiaciones.

En mis escritos, siempre hablé del infinito, pero no lo podía expresar en mi trabajo, mi educación era una dominante. A continuación pude perder esa dominante. Es en esto que el catálogo de la exposición de Londres es muy explícito y muestra mi vida. Lo que usted dice en su carta es exactamente lo que yo acabo de escribirle. Es vuestro YO, aquél que está en usted quien me habló. Es como la lámpara de petróleo: está fuera de uso. Y le aseguro, en mi caso, que no lo hice expresamente. Simplemente no pensé más en ello. Mi modo de concebir no podía expresarse más en esos lenguajes e indudablemente lo que me sucedió me tenía que llegar, eso me fue impuesto por mi inconsciente. No es entonces mi culpa. Yo seguí simplemente mi imponderable”

Hasta aquí la carta.

Cada vez que he releído esta carta he tenido siempre la misma impresión. Esta impresión es la de la simplicidad con que aparecen y se constituyen las afirmaciones que fundan. Son tan simples, casi obvias. Como si un artista fuese un viajero que parte, durante el tránsito por la vida con las maletas bien provistas y a medida que transcurren las estaciones, las ciudades, va aligerando su exceso de equipaje para quedarse no con lo poco de lo poco, sino con lo poco de lo mucho. Y con ese poco, con esa resta inexorable, con lo restado obtiene un rendimiento muy grande de movimiento, de pensamiento, de acción fronteriza, porque él ya ha sobrepasado todos los lugares conocidos y sólo tiene ojos, manos, pies, ánimo y espíritu para la aventura abierta que toda ubicación fronteriza otorga.

La sorpresa y no la novedad. El arte todo, permítame generalizar un poco. Hace treinta años se debate en el aburrimiento, en el tedio, por supuesto que no en el “spleen” de Baudelaire. Ha cifrado su esperanza en la novedad. La novedad no es más que las luces de bengala del mundo de las formas alcanzadas por meros juegos de procedimientos técnicos, un poco o más o menos afortunados según los casos; variantes que pretenden ser insólitas pero no inéditas. La novedad es la moda. La sorpresa es lo inédito, lo que nos sobresalta. Tengo la impresión que el arte hace treinta años que se debate en y entre las formas. Esto ha producido una paradoja. No es que el árbol impida ver el bosque, sino que el bosque impide ver el árbol. Si en la carta de Vantongerloo hay denuncia, creo que es esto lo que él denuncia.

Pero hay otra parte en su carta. Es aquélla en que afirma con toda claridad que hay que desmaterializar la materia. Y esto no por técnicas, sino por concepción.

Esta desmaterialización, esta imponderabilidad es para él lo inconmensurable, lo invisible y lo infinito a partir de la admiración de la creación, de lo universal. Su salto será ése. Configurar equivalencias plásticas de las radiaciones luminosas. Por ejemplo: viajó expresamente al norte de Suecia para ver la aurora boreal. De allí que la pintura y la escultura, como modos de expresión, le sean caducas. No dice que hayan dejado de existir, sino que habla de desuso.

Caduco es algo que cae y sólo por extensión idiomática es algo que perece. La escultura se ata a la tierra, por gravedad, como objeto aislado que es. Eso es lo que cae para Vantongerloo. No cae, no caduca el objeto que no se “ata a la tierra”. Esto es lo que le decía en mi carta, esto es lo que he reflexionado. El objeto subsiste aislado, dentro de un sistema, pero subsiste.

El objeto que él ve como el que concretiza sus radiaciones objetivadas plásticamente, ese es su límite. Entre este propósito que se afirma a partir del agotamiento de un modo de expresión y caída en el desuso por haber desmaterializado la materia y el propósito que trata de conformar la obra en construcción en la Ciudad Abierta hay un distingo fundamental. Este distingo puede ser expresado de esta manera.

Mientras Vantongerloo abandona la escultura, es decir todo objeto identificado por sus características como perteneciente al arte de la escultura; no abandona lo propio de objeto aislado, es decir algo arrojado ante uno.

La obra en ejecución en la Ciudad Abierta quiere alcanzar a conformarse en la afirmación que dice del abandono del objeto aislado sin abandonar la escultura.

Lo que anhelo expresar contenido en el mundo íntimo de mi libertad, necesita ser materializado en el mundo de la necesidad externa, en el mundo del espacio. Siendo sólo allí donde alcanza mayor plenitud. Cuando mi libertad deviene forma construye la obra.

Si lo nuevo, como decía Godofredo Iommi, se acepta como cada alba, no como un o el alba, sino como cada alba; el cada vez será un ritmo no necesariamente cíclico, sino más bien un continuo sobre un fondo de discontinuidad, que destruye todo sentido de progresividad, evolución, perfección.

En cada vez, lo que anhelamos expresar. En cada vez; la libertad. En cada vez, en consecuencia, la plenitud. Esto es lo que pienso sea nuestra modernidad. Y ésta de ahora, la de esta obra, nació un día 30 de Octubre de 1976 y aún no concluye. La poesía abrió el tiempo de la obra. El acontecimiento o tiempo de abertura lo desencadena y lo desanuda una Phalène, un acto poético. El tiempo de la rememoración que es el tiempo del monumento, forma que fija la advertencia, comenzará a sucederse cuando la obra se finiquite.

El acontecer o tiempo de abertura desencadenado por la poesía trajo la inscripción que nomina el monumento. El nombre designa, distingue, titula, bautiza y califica. Lo propio del acontecer, poético es nombrar el nombre. Nombrar es investir, conferir, promover, aclamar y proclamar lo creado.

Es posible leer en las páginas de la bitácora de esta obra, que comienzan antes de la realización del acto poético lo siguiente:

“… antes de partir para Ritoque abro el libro de “Amereida” al azar y leo: ... las verdaderas ciudades imaginarias son aquéllas que uno ha visto, supuesto en carne mientras uno iba errante, es decir durante la prueba de ese desierto entre la cosa y el nombre –porque la cosa para los hombres aparece largo tiempo después de oído el nombre– y casi todos los esfuerzos que hace para reconocer son vanos, es decir dejan intacto y sin inserción el primer nombre por excelencia, el nombre de la muerte, ese nombre de nombres”. Anoto a continuación en la misma bitácora: He allí la tercera invariante: la prueba del desierto entre la cosa y el nombre. Esta tarde, el acto dirá el nombre y con ello la cosa.

La cosa nombrada alterará forzosamente la imagen que tengo ahora en este instante de la “cosa sin nombre” todavía, alteración acogida, hospedada, para que el nombre sea real, verdadero nombre, es decir, sentido y significado y no mero título de obra.

El dicho del acto fue éste:

“Gracias por el viento que vuelve a soplar tan fuerte
dando en el filo aterido de su nube blanca, efímera.
Piedra en el seno, el antiguo áspid perdido en las auroras.
De mi alma, abajo.
Escribe las hierbas bajo el viento y el pie murmura
lo que el suelo grita.
La marcha. Que mudando el paso dice del baile, rompe el mar azul.
¡Al fin el cielo!
Soñar jamás ha mostrado,
Un lugar único en el mundo, con eso basta.
Rasgo que no es trazo.
Presente verde y sostenido en penumbra.
Esta tierra así abierta
Se muestra confiada más allá del aliento.
Entonces se mira en sus vientos distantes.
Distinguiéndose en las primaveras”.


Tres anotaciones al pasar:

  1. Personalmente no soy en nada afecto a interpretar textos. Pero quien conozca la obra aún en su estado presente no podrá dejar de percibir la filiación, nada más que eso, por favor, nada más que la filiación entre su aparecimiento y la palabra.
  2. Datos indispensables para reconstruir el momento. El lugar de la obra no fue elegido por mí. Se decidió en conjunto por los que participaban de la Phalene. En torno a la mesa del almuerzo con que se abrió el acto se decidió ir a visitar dos lugares distintos dentro de la Ciudad Abierta, puesto que yo no conocía ninguno de los dos lugares mencionados. Llegados al primero de ellos, en la parte alta, se produce el olvido. ¿Cuál? Precisamente éste: estábamos en el primer lugar de los dos que iríamos a visitar y sin ir al otro nos quedamos en éste. La presencia de todos allí equivalió a la decisión: allí era el lugar del acto y del sitio de la escultura. Olvido, dentro de lo que hablé el viernes pasado, no es omisión, ni desmemoria, ni negligencia, sino esa cierta distracción que equivale a un estado de transparencia, en que la realidad da cabida a lo inevitable.
  3. Cuando hablamos de lo que era esculpir dijimos que lo esencial era que el escultor padecía la perentoriedad de la imposición del bloque. Ahora no esa imposición sino de la pregunta que torna urgente el tiempo abierto por la poesía. La pregunta por el sitio de la escultura. El acto tiene lugar pero la escultura tiene sitio. Sitio no es un lugar. Sitio es asediar, cercar un punto. La pregunta impuso su tiempo urgente y el “allí y ahora” fue: “Aquí, un hoyo de cuatro metros por cuatro metros”. Esa vez el “allí y ahora de cada vez” suprimió el sitio de la escultura, es decir suprimió el zócalo o base que la instala sobre el horizonte. Zócalo que hace de la cosa “objeto” y lo aísla, lo sitúa.

Y ahora en una sucesión veloz por pudorosa los no y los si del propósito de esta obra.

Esculpir era tallar un material que se yergue como imposición. Un bloque lleno, ponderable. Esta densidad se yergue ante el escultor y éste parte de lo lleno; y cuando modela, imaginariamente, se debe colocar en el centro de lo lleno. Siempre desde un centro.

Tallar esta vez no en lo erguido del material, sino en lo yacente del plano del suelo de la tierra, para erguir un vacío. No se parte de un lleno que se yergue ante uno, sino que se yergue un vacío desde el yacimiento del suelo.

Esculpir o modelar era una elaboración realizada sobre fragmentos de materiales desprendidos de las canteras, minas, bosques. Esta vez la elaboración no sobre el fragmento de material desprendido, extraído, esta vez la elaboración del suelo mismo de la tierra, para decir si a un espacio integrado que connote su integridad y denote su no objetivización.

Esculpir o modelar un fragmento de material es elaborar un objeto cuya cualidad más específica será la de ser aislado. Esa elaboración en cuanto escultórica se realizará pensando en un espacio interior del objeto como consecuencia y origen de sus volúmenes exteriores. Su espacio interior será siempre inaccesible, paradojalmente, insisto, es pensado y trabajado como origen de los volúmenes positivos. Esa inaccesibilidad sitúa siempre al observador en el exterior del objeto.

Esta vez se trata de negarse a lo inaccesible, se trata de transitar en lo que da origen, el vacío del propio espacio interior para sumarlo al giro en derredor y exterior de lo yacente.

Esta vez es no al zócalo para poder crear dos horizontes. En el interior abierto un horizonte próximo e incrustado en lo denso de la pared que yergue el vacío. En el exterior abierto un horizonte por debajo de nuestro horizonte lejano y abstracto, el horizonte del paisaje.

La esperanza del propósito es simplemente deshacer un tácito.

Penetración yaciente de un espacio escultórico, que ora es lineal, ora se conforma como superficie, y recorriéndolo hace comparecer su tercera dimensión, la altura desde su interior.

Sin que comparezca como objeto.

Y desde su exterior la incisión se dibuja sobre el yacimiento de la tierra. No sólo dibuja la extensión, sino su profundidad. A la manera como los escultores “ven” la superficie de una hoja de papel. Como fondo, como superficie en el fondo y no en el frente.

Esto es todo.