¿Por Qué, Cómo y Cuándo Existe Arte?

De Casiopea
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TítuloPor Qué, Cómo y Cuándo Existe Arte
Año1986
AutorGodofredo Iommi
Tipo de PublicaciónArtículo en Revista de Divulgación
RevistaUniversitaria N.19
EdiciónEdiciones Universitarias
ColecciónPoética
CiudadSantiago
Páginas8 a 13
Palabras Clavearte, poética, constel
PDFArchivo:POE 1986 Porque Arte.pdf
NotaDe la Edición: A través de un análisis del concepto griego de arte y luego mediante dos ejemplos: uno situado en el medievo con Dante y otro en la época moderna con Cézanne, Godofredo Iommi sostiene que la obra de arte “es un modo de manifestación del ritmo que atraviesa al ser humano”.

Desde esta perspectiva, Iommi discrepa como buena parte de las historias del arte, incluyendo la marxista. El poeta Godofredo Iommi es profesor en la Escuela de Arquitectura y del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso. Ha sido profesor invitado en diversas universidades europeas y brasileñas y es autor de obras tales como “La Phalène”, “Amereida” y la “Guerra Santa”.

El siguiente trabajo fue publicado también en Cadernos Rioarte de Brasil.

Postulemos lo siguiente:

Tenemos aquí un cuadro que se califica de cuadro malo. Tenemos aquí un cuadro que se califica de cuadro bueno. Uno de ellos es Arte. Ninguno de ellos es Arte.

Se trata de pensar las diferencias, las distinciones que permitan decidir si uno o ninguno de ellos es Arte. Se trata de pensar, es decir, más que llegar a conclusiones, abrir pistas sobre el caso.

¿A qué se le llama habitualmente “cuadro bueno”? Se verifica, de acuerdo con un precepto establecido, si es correcta la distribución de los colores cálidos y fríos. Correcta suele significar, además, una modalidad armónica de establecer los pasos de tono a tono. Se verifica el grado de maestría en el juego de los colores complementarios con sus gamas consecuentes y también los contrastes. Se observa como el dibujo afina con las entradas y los salientes de sus líneas, los contornos, el aire planimétrico o volumétrico. Se constata la destreza con que son utilizadas las denominadas leyes de composición: según el marco de referencia en que se inscribían; de ahí la diversidad de cánones y proporciones.

Por el contrario, se llama habitualmente “cuadro malo” a aquel que construye con deficiencias toda esa trama de parámetros.

Postulemos ahora que el llamado “cuadro bueno” aún no es Arte. Podríamos, para recalificarlo, pensar que al cuadro bueno le falta otra latitud. Las llamadas justas y esenciales expresiones de sentimiento, significados, etc. Sin embargo, postulemos que, aun cuando las tuviese y siéndoles necesarias, no sería aún Arte.

La pregunta llega a un límite. ¿Por qué, entonces, existiría un cuadro que sería Arte?

Los antiguos tenían una respuesta precisa (de difícil comprensión en nuestros días). Ellos nos dirán que tan sólo hay poiésis cuando se manifiesta la musa, cuando la obra es la manifestación de la Musa. El primer verso del texto griego más antiguo empieza diciéndonos: “Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles”. Además, en la Teogonía , de Hesíodo, se asiste a la investidura poética que las Musas confieren al pastor Hesíodo, convirtiéndolo en poeta. Y es en el diálogo “Ion”, de Platón, en donde ya se expone la relación específica de la Musa con la obra. La musa –que es divinidad– se manifiesta en el poeta como posesión o delirio (o sin mente, a-mente, de-mente). Y ella viene al poeta cuando literalmente abandona o calza su pie en armonía y cadencia. Así fue el arte griego y de allí nació su pie o metro. Y así lo reconocen explícitamente los poetas. Ellos tienen acceso al jardín de las Musas, donde se nutren de miel y leche (frutos del mundo vegetal transmutadas por el mundo animal). Los poetas son como abejas de flor en flor, siempre girando como locos. Así lo canta, por ejemplo, la X Pítica de Píndaro: “La flor de los himnos de loor se lanza de un dicho a otro como abeja”. Para el mundo antiguo el Arte o Poiésis es un privilegio de las musas y no una Techné: “all’o theos autos estín o lègon”. Es con la razón arrebatada por la divinidad que el menor de todos los poetas griegos, Tinico de Calcis, nos lo dirá Platón, proferirá el más bello poema.

Para el mundo antiguo, el objeto propio de la poiésis no es otro que la ex-posición de las musas, a fin de que la divinidad de éstas –o sea, la divinidad que tan sólo quiere manifestarse como tal, sin otra dirección o vector– se exponga a sí misma a través de las palabras, pintura, escultura, música, danza, arquitectura. Es lo que se dice con la palabra: canto.

Pero habrá, ciertamente, quien no entienda o menos aún crea en las Musas. Ese lenguaje le parecerá insignificante. Para los no creyentes podemos formular la proposición de la siguiente manera.

¿Qué sería lo propio de una obra de Arte realmente tal? No será manifestar ni sentimientos, ni pensamientos, ni mensajes, ni principalmente significados. La obra debe indicar, a través de ellos, que van implícitos, sea cual fuere el marco de referencias donde se inscriban los hechos (palabra, trazo, color, son, etc.), la posibilidad misma que da lugar a la existencia de todas las posibilidades. Aquello que hace posible que existan posibilidades ante lo que, se suele decir, se nos aparece como caótico.

El caos significa todas las posibilidades que comparecen, precisamente como posibilidades, en ese mostrarse, en esa abertura que es el caos y que por serlo pro-voca cosmos (un juego de relaciones que por ordenar trae a la luz una trama y deja latente en las tinieblas la que abandona). De hecho, cuando las posibilidades se muestran como tales, ya es simultáneamente el caos y el cosmos, del mismo modo como la cabeza por cosmético se torna rostro, cara, faz.

A ese mostrarse de la posibilidad en cuanto tal, que permite que haya juego de posibilidades, algunos lo llamaron trascendencia y la caracterizaron como lo más específico de la categoría humana. Esa posibilidad es reveladora o luz de la condición humana. Ella transmuta lo que nos rodea y donde ya estamos inmersos, descubriendo, observando y convirtiendo el estado en que yacemos precisamente en posibilidades. Ese trazo, que radicalmente somos, se manifiesta como tal trazo más allá y a través de significado, sentimiento, etc. Cuando ello acontece, existe Arte. (El sentido profundo de toda paideia , que es ciertamente otra cosa que enseñanza o mera comunicación de conocimientos, es el único parámetro “formador” que posee el Arte para los hombres. Así es que cuando un pueblo ya puede vivir sin Arte es porque ya comienza a no saber y a caer en los sinsabores). El Arte revela al hombre, sin poder explicarla, su propia condición humana.

Volviendo al cuadro de nuestras postulaciones. El cuadro que muestra esa posibilidad de las posibilidades, a través de las posibilidades que construye, no es necesariamente bueno ni malo. Es Arte. Está fuera de los parámetros con que se determina si es bueno o malo. Por ejemplo: no es malo que hoy alguien pinte, y muy bien, un cuadro impresionista. Será un cuadro bueno, pero no será Arte. ¿Quiere decir que hoy la Musa o la posibilidad de las posibilidades no se puede mostrar, aparecer, venir a la luz a través del impresionismo? Muy probablemente no, porque ya se hizo patente de este modo. Por otra parte, el Arte sobreviene de modo incesante pero siempre mostrando una cara nueva de su inacabable diamante o carbón.

Esa manera de considerar la poiésis la sustentaron siempre los artistas. Vamos a escoger dos ejemplos postgriegos. Uno medieval y otro moderno.

Riesgo Mortal del Equilibrismo

En el Canto XXIV del Purgatorio de la Comedia de Dante, éste se encuentra con Buonagiunta, hijo de Ricomo de Buonagiunta Orbiccioni degli Overardi da Luca (sucede en 1296). Buonagiunta fue un buen poeta, pero no un artista. Intrigado por el stil nuovo de Dante, le pregunta cómo se construye por ese camino o método.

Buonagiunta:

Pero di si veo aquel que al mundo

las nuevas rimas trajo que empiezan

“Señoras que entienden de amor”.

Dante:

Y yo a él: yo soy aquel que cuando

el amor inspira, anoto, y de la manera

que dicta dentro de mí voy significando.

Buonagiunta:

Bien veo cómo van vuestras plumas

detrás del que dicta bien asidas,

lo que en las nuestras, por cierto, no sucedió.


La inspiración es el trazo del amor que dicta –a través de todas las technés – y se manifiesta cruzando significados. Esa es la distinción entre un buen poeta y aquél que es forzado por amor, trazo, musa, etc., a hacer Arte.

He aquí un ejemplo moderno de uno de los que abrieron la “modernidad”; a principios de la llamada pintura moderna Paul Cézanne dijo –a este respecto– refiriéndose al pintor: “Toda su voluntad se debe callar. Tiene que sofocar en sí mismo las voces de todas las ideas preconcebidas; tiene que olvidar, hacer silencio para ser un eco perfecto. La naturaleza exterior e interior se deben interpretar para perdurar, para vivir con una vida mitad humana y mitad divina, la vida del Arte”. Y agrega: “El artista es tan sólo el órgano receptivo”, pues “si demuestro la menor debilidad –sobre todo si pienso mientras estoy pintando–, si me entrometo, entonces todo se desequilibra y se pierde”.

Cualesquiera que sean sus significaciones, el Arte es Arte cuando indica, antes que nada, su propia posibilidad de significar. Si eso no sucede no existe arte, aun en un cuadro intrínsecamente “bueno”. Cézanne agrega: “Cuando pinto, veo colores que se ordenan como quieren, todo se organiza, árboles, rocas, casas, por medio de manchas de color. Sólo continúan existiendo colores y en ellos la claridad, el ser que piensa”. ¿Pero de qué se trata en el fondo? En el fondo se trata del ritmo . “Mi modelo, mi color y yo tenemos que vivir con el mismo ritmo”. Nunca fue fácil encerrar en un concepto lo que indica la palabra ritmo. El ritmo no se alcanza con una medida o canon a que se ajusta un motivo. El ritmo es la manifestación de lo continuo en lo discreto y de lo discreto en lo continuo, según la cadencia en que se está inmerso. Arquíloco señala que el hombre es cogido, poseído por el ritmo y no éste por aquél.

¿Pero cómo reconocer la presencia del ritmo (la musa, la condición humana) en una obra de arte? Tal ritmo siempre irrumpe , modifica, da vueltas en la propia tradición donde yace y que reilumina a partir de esa dislocación (Piero della Francesca, Leonardo).

—Yo también fui impresionista –dice Cézanne. El impresionismo es la mezcla óptica de los colores, es algo que debemos superar.

¿Qué quiere decir superar? Dar una nueva vuelta en los colores. “Para el pintor la única verdad son los colores. Un cuadro no representa nada además de colores. Existe una lógica de los colores, caramba, y el pintor debe obedecer a dicha lógica y no a la lógica del cerebro”. Estas palabras de Cézanne son válidas para cada una de las artes. Y, ciertamente, no son fáciles de comprender. Pero la lógica de los colores no constituye un canon universal, y sí se construye y se disputa cada vez, en cada cuadro. Todas las tentativas de generalizaciones –aun legítimas– son falsas desde la realidad propia del hecho artístico. Muchos pintores juzgaron que el negro no debía ser considerado color, y otros –no obstante– lo incorporaron. ¿Qué decir de lo que sucedió en la música? Se trata, pues, de construir. “No se debe representar la naturaleza, pero sí realizarla. ¿Por medio de qué? Por medio de equivalentes cromáticos estructuradores ”.

Pero Cézanne va al fondo sin fondo cuando se refiere a la estructura profunda con que se manifiesta el ritmo. “En la naturaleza todo se modela según la esfera, el cono y el cilindro”. Prácticamente ningún crítico, ningún historiador fue capaz –ni es aún capaz– de señalar estos cuerpos en una tela de Cézanne. Y, a pesar de ello, dichos cuerpos están y son. Esa visión pictórica de Cézanne deja de lado el diseño como constituyente tradicional. “No es lícito separar el diseño del color. Muéstrenme en la naturaleza algo diseñado. No existe ninguna línea, no existe nada moldeado, sólo existen contrastes”. Y la construcción del cuadro de Cézanne descubre su propia lógica (por sí misma intransferible), porque “a la derecha y a la izquierda, aquí, allí, tomo esos matices de color, los fijo, los combino, se forman líneas, se convierten en objetos sin que yo me dé cuenta de eso”. No son los significados ni los motivos que hacen del cuadro una real poiésis . A ese respecto, Cézanne es lapidario: “Llegará el día en que una zanahoria, que un pintor haya visto con ojos de pintor, podrá provocar una revolución”. Siguiendo el hilo de tales consideraciones, Braque, en pleno cubismo, dirá: “La realidad sólo se revela al estar iluminada por un rayo poético”; o entonces: “el pintor no se empeña en reconstituir una anécdota, sino en constituir un hecho pictórico”. En el fondo los motivos pueden actuar como andamios, pero construida la obra ellos desaparecen. “El cuadro –dice Braque– está listo cuando se apaga la idea”. El arte aparece sobre el hilo arriesgado y peligroso, pues, es en sí mismo, la medida que va descubriendo y construyendo a su vez, como traza. Su estado es el riesgo mortal del equilibrista. “Amo la regla que corrige la emoción. Amo la emoción que corrige la regla”. Braque ilumina con su texto el verdadero sentido de la trasgresión, una especie de falta de medida que trae consigo la propia medida. “Es preciso tener siempre dos ideas, una para destruir la otra”. Y Braque agrega con dureza: “el conformismo comienza por la definición”.

Ahora estamos en condiciones de aventurarnos a una pregunta más radical. ¿Pero qué es lo que pinta el pintor cuando pinta un cuadro que es obra de arte? Vamos a responder sin explicar. Pinta, básicamente, dos momentos. La superficie, que por sí sola es inexistente en la naturaleza y en todo cuerpo que tiene efectivamente tres dimensiones (aun la tela más fina). La superficie es construida, por ejemplo, por los matemáticos sin necesidad de figuras (a2), y tan sólo los pintores la muestran como tal. Y la luz. Nunca nadie vio la luz como tal. Los físicos la construyen como ondas y corpúsculos al mismo tiempo, alternados, etc. Los pintores la construyen con aquello con que ella se indica a sí misma en la visión: el color. Se pinta superficie y luz. Se construyen. Cada vez.

Entonces veamos. ¿Cuándo existe Arte?

Lo Continuo y lo Discreto

¿Son o no son determinantes las circunstancias en que aparece el Arte? Sean ellas psicológicas, sociológicas, históricas. Prima facies parecerían ser decisivas. Así lo pensaron, y lo piensan, la mayoría de los historiadores (¿cabe realmente una Historia del Arte? Pues, otra cosa muy diferente es leer el Arte como eventual documento histórico). Así lo pensaron, y piensan, críticos y doctos especialistas. Sin entrar en un análisis de los diversos modos como se consideró el caso, se puede estimar –conforme las respuestas– que las explicaciones de las obras de un artista se fundan en un reconocimiento de la situación y circunstancias histórico-psicológicas que afectan al artista. Grosso modo esas dos líneas analíticas con los matices ocasionales, más o menos útiles, han suministrado los criterios más difundidos. Para ello escogemos un debate entre dos autores. El primero es un célebre crítico literario de gran influencia en su tiempo y cuyas perspectivas continúan abiertas hasta hoy bajo millares de aparentes cambios. Sainte-Beuve diseña la teoría del milieu como factor preponderante en la creación y en la comprensión de la obra de arte. Su fundamento parece sólido, pues, según dice: “la literatura, para mí, no es diferente ni aun separable del resto del hombre y de la organización”. A partir de esta afirmación se abren las vías de análisis que sitúan y explican la obra de arte. Por eso dirá: “en tanto que no se haya dirigido un cierto número de preguntas a un autor y él no las haya contestado, no se puede estar seguro de tenerlo entero, aun cuando esas preguntas parezcan ser las más extrañas a sus escritos. ¿Qué pensaba de la religión? ¿Cómo lo afectaba el espectáculo de la naturaleza? ¿Cómo se comportaba ante las mujeres, ante el dinero? ¿Era rico o pobre? ¿Cuáles eran sus hábitos, su modo de vida diaria? ¿Cuál era su vicio, su debilidad?”. Es claro que este método fue elogiado por Taine.

Este criterio exógeno a la propia obra será refutado por otro autor. Marcel Proust, en su obra que se llama, precisamente, Contre Sainte-Beuve , retomará el hilo de Ariadne de la obra de arte, volviendo a reintegrar la voz de los artistas desde los comienzos: “un libro es el producto de otro yo que no es aquel que manifestamos en nuestros hábitos, en la sociedad, en nuestros vicios. Ese yo, si lo tratamos de comprender, está en el fondo de nosotros mismos tratando de recrearlo. Nada nos puede dispensar este esfuerzo del corazón”. Existe, según Proust, un error en la fundamentación de Sainte-Beuve y en todos los que con mayor o menor juego de perspectivas parten de ese horizonte. Y el error ocurre, dice Proust, “por no haber comprendido el abismo que separa al escritor del hombre mundano”. Y, sin duda, él fue autoridad en ambas vertientes.

Proust, en su réplica, no se limita a negar la aseveración de Sainte-Beuve, pues expone todo el camino propio de la creatividad desde su origen hasta su manifestación. Hasta él llega el eco que, como antorcha, los artistas se pasan de uno a otro a través de los tiempos. Proust escoge uno de los sentidos, la audición, que exige sea fino y justo, y describe la peripecia de ese don en la construcción de la obra.

“Pero ese don –se dice a sí mismo el autor– no lo he empleado y de vez en cuando es como descubrir un vínculo profundo entre dos ideas, dos sensaciones. Lo siento siempre vivo en mí, pero no fortalecido y sí debilitado y muerto. No obstante, cuando con frecuencia me enfermo, cuando ya no tengo más ideas en la cabeza ni fuerzas, este yo que reconozco a veces percibe vínculos entre ideas como ocurre a veces en el otoño cuando ya no hay más flores ni hojas y sentimos, entonces, en los paisajes los acordes más profundos. Y ese niño que retoza así en mí sobre las ruinas no necesita ningún alimento, se nutre simplemente del placer que la visión de la idea que descubre le da, él la crea, ella lo crea, él muere, pero una idea lo resucita como esas semillas que interrumpen su germinación en una atmósfera muy seca, que están muertas, pero que un poco de humedad y de calor bastan para hacerlas renacer. El tiempo que él vive, su vida, no es sino un éxtasis, una felicidad”.

Las explicaciones de la obra por factores ajenos a su construcción íntima pueden ser coherentes, lógicas y calmar las inquietudes, sin respuesta, que la obra suscita en quien la recibe, pero son tan sólo paliativos conformistas. Efectivamente, se habló y se hablará aún más sobre la sonrisa de la Gioconda (ligeramente visible), pero su ser pintura no se agota ni se deja agotar con razones que iluminen circunstancias, psicologías, técnicas pictóricas que la rodearon o que tuvo el autor.

Otra corriente más moderna y aparentemente más científica, y por eso más convincente, proviene de la argumentación de Marx. En la Introducción general a la crítica de la economía política (1857) Marx se ocupa en algunos párrafos especialmente de la obra de arte. En un momento dado, abre realmente líneas de trabajo para la futura crítica marxista o para las influidas por el marxismo, anotando lo siguiente: “para ciertas formas de arte –la epopeya, por ejemplo– se llega hasta a reconocer que ya no pueden ser producidas en la forma clásica en que hicieron época, ya que la producción del arte hace su aparición en cuanto tal: se admite así que en la propia esfera del arte tales creaciones insignes son tan sólo posibles en una etapa poco desarrollada de la evolución del arte”. Se explicita aquí la relación directa de una forma artística con el desarrollo y su evolución. El arte –como la sociedad– es visto desde una perspectiva evolucionista y muy probablemente Marx recibe de Hegel ese tipo de desdoblamiento. En seguida agrega: “si eso es verdad con respecto a las relaciones de los diversos géneros de arte, en el interior del dominio propio del arte, no será de extrañar que sea igualmente verdad en la relación artística en su conjunto con la evolución de la sociedad”. Y aquí ya precisa, deduciendo de su aseveración anterior la segunda, el vínculo entre obra y evolución de la sociedad. ¿Qué significa en Marx la evolución de la sociedad? Según las reglas del materialismo dialéctico visto en la historia (materialismo histórico), el factor determinante de la transformación evolutiva de una sociedad es el modo de apropiación de los medios de producción vigentes en aquella sociedad. Ese modo es el motor que impulsa y determina el proceso. Es la estructura que, en el fondo, rige los hábitos, las ideas, los sentimientos y los frutos que florezcan en ese período histórico. Pero Marx, con su estilo penetrante no reduce nunca a una mera relación biunívoca el modo de apropiación de los medios de producción y la obra de Arte. Advierte que “la única dificultad es formular una concepción general de estas contradicciones”. Se refiere a la trama compleja y no simplista de las relaciones indicadas. En esa brecha se empeñó la crítica mayoritaria de nuestro siglo, ya sea en forma directa y militante o en forma indirecta, es decir, cuando necesitaba justificarse. Pues Marx señala con agudeza: “en lo que se refiere al arte se sabe que ciertas épocas de florecimiento artístico no están de manera alguna relacionada con el desarrollo material, que es como el esqueleto de la organización”. Es cierto que muchos críticos antimarxistas no abandonan, en el fondo, el principio reductor. Tan sólo, con relación a Marx, simplemente lo sustituyen por un signo contrario, haciéndose simétricos de aquello de que se pretendían distanciar y operando, de este modo, con el mismo criterio. De la misma manera lo hacen los historiadores del Arte.

Pero Marx era, en algunos momentos, también más que él mismo, cuando más le preocupa la busca científica en un juego más amplio que la mera verificación del objetivo político. Y toca fondo, casi como una exclamación –tal es el tono del párrafo– en la propia cuestión de la creatividad. Pero nunca más volvió a escribir sobre ese punto específico. Su alineación a la economía lo silenció. He aquí lo que dice, reconociendo explícitamente como enigma la obra de arte: “pero la dificultad no está en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad es ésta: ellos nos causan todavía un gozo artístico y, bajo ciertos aspectos, nos sirven de norma, son para nosotros un modelo inaccesible” (Obras Completas , La Pléiade, Gallimard, páginas 265-266).

Toda la crítica de arte marxista posterior, la sutil de Lukács, Emrich, Lowenthal, Hauser, pasando por la excesivamente grosera de Goldman, hasta el indisimulable determinismo recogido en Sartre, tienen como llave la relación última entre el modo de apropiación de medios de producción y la obra de arte. Y desde un Walter Benjamin hasta un Adorno caben en las palabras de este último cuando, en una tentativa de ennoblecimiento existencial del arte, lo convierte en un mero desmitificador de valores opresivos: “...las obras de arte se fundan en enigmas que el mundo organizado propone para engullir los hombres; el mundo es la esfinge, el artista su Edipo ciego y las obras de arte se asemejan a la sabia respuesta que precipita la esfinge en el abismo” (Philosophie der Neuen Kunst , 1955). Ese tipo de crítica se apoya, a su vez, en teorías del lenguaje tanto como en su sustrato marxista. La lingüística, a partir de Chomsky, opera, asimismo, en la desmitificación del discurso según la llamada perspectiva del discurso del poder con sus estribaciones en el psicoanálisis, intentando desnudar por la libido las vueltas complementarias. En la década del sesenta ese esfuerzo se aglutina en París en torno a la revista Tel Quel , abarcando desde el erotismo sutil de Bataille, al análisis de Derrida y Althuser hasta Roland Barthes. La descripción de los mecanismos de placer y del dinamismo social como pruebas del encanto o fascinación del arte como texto pro-dominación nunca pudieron, sin embargo, silenciar la exclamación del propio Marx, que califica el arte griego pura y simplemente de “modelo inaccesible”. Quiere decir, fuente de placer más allá de circunstancias históricas cualesquiera. Semejante afirmación desliga, ciertamente, la posible causalidad histórico-psicológica de la obra de arte.

Cabe recordar siempre que si el Renacimiento italiano pintó millares y millares de vírgenes y solamente algunas fueron y son obra de arte, y todas muy bien pintadas (a Andrea del Sarto llamaron Andrea senza errori), podemos pensar que ésta o aquélla lo sea en virtud de mostrarnos o indicarnos efectivamente aquello que el propio Marx llamó “lo inaccesible”. La obra de arte es un modo de la manifestación del ritmo –no de la armonía– que atraviesa el ser humano. Emerge aquí o allí como una leve transgresión que indica, por una parte, su vínculo con lo instituido, al que modifica, y, por otra parte, su súbita autonomía, dado que cada obra se sustenta en la lógica peculiar que fue capaz de inventar. Esta cadencia del trazo que manifiestan juntos lo continuo y lo discreto fue captado en forma exacta por Nietzsche al contemplar a Heráclito:

“Un llegar a ser y un perecer, un construir y destruir sin justificación moral ninguna, eternamente inocente, solamente ocurren en este mundo en los juegos del artista y del niño. Y así como el niño y el artista juegan, juega eternamente el juego, eternamente vivo, construye y destruye inocentemente y este juego juega el aeón consigo mismo. Transformándose en agua y tierra, construye como el niño castillos de arena a orillas del mar, edifica y derriba: de vez en cuando vuelve a empezar el juego. Hay un momento de saciedad; en seguida lo acomete nuevamente la necesidad –la necesidad de la creación. De este modo contempla el artista el mundo, como un esteta, es decir, el hombre que en el artista y en el nacimiento de la obra de arte vio que la lucha de la pluralidad puede implicar leyes y derechos, como el autor que se muestra contemplativo sobre y en la obra de arte, como la necesidad y el juego, la contradicción y la armonía se pueden mancomunar para la producción de la obra de arte”. Y parece ser que así es.