La Misión es un viaje hacia el interior de uno mismo

De Casiopea









TítuloLa Misión es un viaje hacia el interior de uno mismo
AutorPadre Ignacio Chuecas
Tipo de PublicaciónOtro
Palabras Clavemisiones, catolicidad
NotaCarta enviada por el Padre Ignacio Chuecas a la Escuela.

Queridos Pato y alumnos de la Escuela:

Me han invitado a que les escriba un par de palabras con respecto a aquella entrañable Misión que llevamos a cabo juntos en el invierno del año 1997 y que nos llevó casi a la frontera con Bolivia, a los pueblos de la quebrada de Camiña en medio del desierto del norte grande. Francia, Moquella, Cuisama, Quistagama, Camiña, Chapiquilta, Yala-Yala, Apamilca y Nama, me parece que eran algo así como nueve pueblos que acogieron comunidades de misioneros. De aquella misión, he descubierto en los recodos de mi computador un texto de unas reflexiones para los misioneros, que ahora me gustaría compartir con ustedes. Se trata de unas palabras sobre el tema de la misión como un viaje al interior de uno mismo, que gira en torno a tres lecturas bíblicas: la primera del libro del profeta Amós, la segunda de la Carta a los Efesios y la tercera del Evangelio de San Marcos. Espero sinceramente que estas modestas palabras puedan ser un aporte para la vida de la Escuela.

12 Y Amasías dijo a Amós: «Vete, vidente; huye a la tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. 13 Pero en Betel no has de seguir profetizando, porque es el santuario del rey y la Casa del reino.» 14 Respondió Amós y dijo a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, yo soy vaquero y picador de sicómoros. 15 Pero el Señor me tomó de detrás del rebaño, y me dijo: “Ve y profetiza a mi pueblo Israel.” Amós 7, 12-15

3 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; 4 por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; 5 eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, 6 para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. 7 En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia 8 que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, 9 dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, 10 para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. 11 A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, 12 para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. 13 En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, 14 que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria. Efesios 1, 3-14;

7 Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. 8 Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja; 9 sino: « Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas. » 10 Y les dijo: « Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. 11 Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos.» 12 Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; 13 expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. Marcos 6, 7-13

Cuando Jesús caminaba por nuestro mundo lanzó un doble llamado misionero: En primera lugar nos invitó a una “misión universal” (lo que la tradición de la Iglesia llamó más tarde “misión ad gentes”). Jesús envía a sus discípulos, de dos en dos, para ir al encuentro del mundo. Yo también soy enviado para proclamar su palabra. Nosotros como cristianos somos enviados como testigos de Jesús al mundo. Esta es la misión del laico, hacer presente a Jesús en nuestro mundo a través de nuestra propia existencia.

Los apóstoles fueron enviados por Jesús para transmitir un mensaje, esa es su misión: ellos predicaban la conversión. Predicar la conversión es antes que nada anunciar la misericordia de Dios, no el juicio de Dios, sino más bien el amor de Dios.

Por lo tanto, y en segundo lugar, Jesús nos invita a una misión “hacia uno mismo”: se trata de la conversión interior y el trabajo de crecimiento personal. Es decir, de la santificación de mi propia persona. Porque sólo es nos es posible transmitir aquello que está vivo en nosotros: la “misión del Ser”.

¿Qué significa la misión interior?

Significa que yo mismo tengo que misionarme interiormente, si deseo anunciar la buena nueva al mundo. Este es el campo de acción más difícil y decisivo. La misión de uno mismo.

Así como en el Evangelio se lee la frase “Médico cúrate a ti mismo” (Lucas 4, 23), así también podríamos decir ¡misionero misiónate a ti mismo!

La Misión interior y la conversión del corazón. En primer lugar se trata del desafío de la conversión interior: En el texto de Marcos se nos presenta un signo que los discípulos llevaban a cabo: tenían el “poder para expulsar demonios y curar a los enfermos”. Nuestras almas están enfermas, la conversión significa una sanación interior, nuestras almas están en manos de malos espíritus, conversión significa siempre una liberación interior.

La Misión interior y la santidad personal. En la Carta a los Efesios se nos dice que “Dios nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos”. Esta es nuestra vocación, este es el objetivo el objetivo de nuestra conversión. Dios mismo nos quiere santos, como el mismo es santo.

Pero ¿Cuál es nuestra imagen de los santos?

El santo no es una figura de yeso pintado que está en el altar de una Iglesia. El santo es una persona de carne y hueso como nosotros, a través de la cual Dios se transparenta, se nos muestra, se nos regala. La misión del laico de hoy es santificar con su presencia el mundo, la sociedad, el medio en el cual se mueve. Se trata de hacer a Dios presente aquí y ahora. Esta misma realidad se nos presenta en el texto del profeta Amós, cuando dice: “Yo no soy profeta, sino pastor”, sin embargo Dios lo envió como profeta para su pueblo.

Por lo tanto, todos estamos llamados al “apostolado del ser”. Ser santo, ser misionero, se realiza más un “ser” que un “hacer”. La tentación del “hacer” es típica en el hombre de hoy, se trata del peligro del “activismo”. Cada uno anuncia la palabra de Dios con su propio ser: este es el único camino para hacer a Dios presente entre nosotros.

¿Pero cómo podemos crecer en este sentido? ¿Cuáles son los caminos a recorrer?

A continuación me gustaría presentar algunos caminos para crecer en santidad: El primer camino es la Oración del misionero. Se trata de una oración constante e ininterrumpida. La oración es la fuente del camino de santidad, por eso la nombro primero. Dios nos llama a marcar toda nuestra vida con el sello de la oración constante.

Existen diferentes tipos de oración: de petición a Dios, de agradecimiento, de arrepentimiento, simplemente conversar con él o incluso sólo “estar” junto a él. Pero ante todo la oración debería ser alabanza: nuestra oración continua significa ser uno mismo “alabanza de la gloria de Dios”. Por lo tanto, nuestra misión consiste en ser hijos de la Alabanza, hijos de la gloria del Señor. Nuestro primer trabajo-misión consiste en “anunciar” la gloria del Señor. Porque alabar es anunciar la gloria de Dios. Por eso nuestra oración debería estar diariamente marcada por la alabanza: el rezo de los salmos, por ejemplo.

Esta vocación la concretizamos a través de los momentos de oración (principalmente como alabanza directa de la gloria) y la caridad fraterna como alabanza del misterio de Cristo presente en cada hombre: ¡Todo hombre es mi hermano!

El gran desafío consiste en que la alabanza esté continuamente en mi boca, especialmente: Cuando me falten las fuerzas para continuar adelante. Cuando la depresión y el desengaño inunden mi ser, cuando la letargía me envuelva como para quedarme dormido, cuando las tentaciones me ahoguen con sus cantos de sirena.

El segundo camino es el Silencio del misionero. Lo cual no significa tener grandes espacios de silencio durante el día. Nuestra forma de vida no lo permitiría. Significa más bien ser un hombre y una mujer del silencio. Aprender a callar y a hablar en el momento justo. Guardar nuestra lengua como dice el salmista (Salmo 34,14). El silencio debería poder abrirnos a la “escucha”: escuchar es el gran desafío que involucra a todo nuestro ser. Decir más, sin palabras, que con ellas. Se trata de esperar, confiar, creer. Orar es dejar que sea Dios quien actúe.

No se trata de hacer silencio porque sí no más. Lo más importante es que el silencio exterior e interior abra nuestro ser y espíritu al “ministerio de la escucha”. Escuchar a Dios y los hombres. Esto significa que uno mismo no se encuentra más en el centro del mundo y de la propia atención: Dios y mi hermano son “el centro” y se merecen que yo les dé ese lugar.

Por último, el silencio interior nace de una progresiva “pasificación” de toda mi persona, ésta pasificación es también, a su vez, fruto del silencio: ambos se condicionan mutuamente.

En tercer lugar no debemos olvidar la vida en comunidad: Jesús envía a los Doce de dos en dos. Se ha de anunciar en comunidad. En general cada uno busca siempre leer en su propia alma lo que Dios quiere, con esto corre el peligro de sólo expresar sus propios deseos, pero no los de Dios. El riesgo de la subjetividad. Una respuesta se encuentra en el propósito de en adelante esforzarse en aprender a leer el libro de las almas de mis hermanos. Mi vida debería ser una respuesta a los anhelos, las búsquedas, las necesidades de los demás. Esto significa aprender a escuchar, a abrir mi corazón, mi mente, mi interés a los demás. Estar siempre alerta para escuchar a Dios que habla a través de ellos.

En cuarto lugar se debe mencionar el desprendimiento misionero: el texto de Marcos recomienda no llevar nada por el camino: se trata del desprendimiento completo del misionero, es decir, la pobreza evangélica. Este desprendimiento hasta lo último de sí mismo, no es posible si no estamos llenos de Dios. Tenemos por lo tanto, el desafío de buscar la sencillez, siempre buscar en todo la sencillez. No las cosas complicadas y que hacen la vida moderna más agradable pero menos humana. Buscar poseer pocas cosas, todo limpio y transparente. Buscar la hermosura para las cosas de Dios como corresponde a nuestra vocación de proclamar su hermosura.

Por último nos queda la alegría misionera, que significa ver a Dios en todo. Ver el mundo con ojos positivos y regocijarme en mi misión. Ser un hijo de la gloria y un hijo de la alabanza. Se trata de una alegría profunda, pero a la vez sencilla, sin aspavientos, ni exageraciones. Una alegría que construye y se construye. Como misionero estoy llamado a hacer de aquellas horas difíciles, muertas, aquellas horas perdidas, momentos de creación, momentos fecundos, a preparar justo allí lo que Dios me pide que trasmita. No son horas de más en la vida, ¡son justo los momentos decisivos! Se trata de preparar caminos justo en medio de los desiertos.

Texto del padre Ignacio Chuecas.